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16 de noviembre.

Me he puesto los vaqueros raídos que solía llevar antes de quedarme embarazada: me caben. No han hecho falta dietas ni milagros. Me estoy consumiendo de pura ansiedad. O quizá a base de no dormir y pasarme el día de aquí para allá.

17 de noviembre.

Sigue sin volver, pero reacciona. Ya es más que antes. De vez en cuando parpadea y casi parece que va a abrir los ojos, pero nunca llega a abrirlos del todo. También mueve la boca, incluso la hemos visto bostezar. Cuando le he susurrado al oído he visto cómo se le resbalaba una lágrima. Caridad me ha asegurado que se trata de un reflejo, que el ojo le llora igual que la mano supuraba, porque le están inyectando líquidos sin parar. He aceptado la explicación, pero al volver a casa se me ha ocurrido que llevan desde el principio inyectándole líquidos y que nunca hasta ahora la habíamos visto llorar.

De alguna manera llego a mi apartamento del Bronx dando gracias a la providencia divina porque curiosamente ayer, en un arrebato de inspiración que podría interpretarse como profético, decidí traer mis cosas desde el apartamento del FMN al del rumano, cuando pensé que él podría entender como invasión de su intimidad el encontrar casi toda mi ropa en sus armarios. Por eso -y menos mal- dejé allí lo imprescindible (cepillo de dientes, secador de pelo, crema hidratante, tres mudas) y me llevé el resto, y por eso todavía llevo las llaves en el bolso, porque me olvidé de sacarlas de allí en vez de dejarlas en el apartamento del FMN como suelo hacer porque me parece idiota llevarlas siempre encima y correr el riesgo de perderlas si sé con seguridad que no voy a dormir allí. Asciendo los dos tramos de escaleras sobre mis ridículos zapatos de Jourdan y de pronto me siento muy mareada, unas náuseas vertiginosas me revuelven el estómago y unas palpitaciones de ritmo cada vez más intenso disparan el pulso de mi sangre; no sé ni cómo consigo llegar hasta la puerta del apartamento y arrastrarme hasta el cuarto de baño, apoyo la cabeza en las rodillas, escucho el timbre del teléfono que suena, a estas horas sólo puede ser él, el FMN, y me parece tan extraño, tan distante y absurdo que hace apenas diez minutos todo fuera amor y lujo y un carrusel de colores y luces brillantes, una especie de ruido histérico que se suponía era mi vida, y de pronto esté aquí, en silencio, sin más compañía que este retortijón agudo en las profundidades del estómago que, tal vez por eso mismo, antes de que me dé cuenta, brota desde allí y me hace vomitar una resaca que ha llegado antes de tiempo. ¿No debería llegar mañana? Pero mañana, antes de despertarme, ya tendría en la cama, en una bandeja de desayuno especial para este tipo de momentos (Philippe Starck, desde luego), una copa de champán, perdón, espumoso californiano, que el FMN me sirve cada mañana, así que nunca me llega la resaca porque nunca le doy ocasión a presentarse, nunca corto el suministro de alcohol el tiempo suficiente para que se manifieste la abstinencia, y de pronto caigo en la cuenta de que si ahora empiezo a vomitar y vienen los temblores y el dolor de cabeza me voy a tener que comer la tragedia yo solita, porque ahora no hay rumano que me traiga paracetamoles ni sopitas, porque ahora éste debe de estar en la casa de su novia, esa de la que nada conozco pero que seguro que no bebe ni se viste de puta de lujo. Podría llamar al FMN, sé que lleva el móvil en el bolsillo, probablemente esté esperando mi llamada. Pero no, un destello de cordura me acomete en medio de todo este delirio, no puedo llamarle. Recuerdo que tengo paracetamol en alguna parte, en esa habitación que prácticamente no he pisado desde que llegué, me arrastro como puedo por el pasillo entre temblores, revuelvo las maletas de arriba abajo… nada. Y entonces, milagro, encuentro en el neceser cuatro Valiums que había metido allí en Madrid para ayudarme a dormir en el avión pero que no utilicé porque pensé que si me quedaba dormida en semejante postura no habría quiropráctico capaz de deshacerme después la contractura. Los agarro como si de diamantes se tratasen y me dirijo al cuarto de baño donde me los trago, los cuatro, con un chorro de agua del grifo, sin vaso, y desde allí me arrastro al futón y me quedo dormida mientras escucho el timbre del teléfono que vuelve a sonar, distante como los ruidos de la calle.

Los ojos se me cerraron tan deprisa que ni tiempo me dio a darme cuenta de que me quedaba dormida, y luego todo se confunde en sucesión de vigilia y duermevela, me despertaba un instante y me sentía incapaz de levantarme del futón, tenía la boca pastosa y los miembros entumecidos y sabía que no me convenía quedarme así, que al menos debería desnudarme y ponerme un pijama, pero el cuerpo me pesaba como si hubiera comido piedras y no conseguía moverlo, así que me volvía a dormir, y al rato me despertaba y me resultaba extrañísimo encontrarme allí, con un letargo que me pesaba como escamas sobre los ojos, me preguntaba qué hora podría ser, volvía a dormirme, me despertaba un instante, el tiempo justo para escuchar el crujido orgánico de la madera del suelo y calcular, por el cambio en la calidad de la luz que entraba por la ventana, que ya no era por la mañana sino por la tarde, o que ya no era la tarde sino la noche, y hacerme una idea aproximada por no decir remota de las horas que llevaba durmiendo. Volvía a dormirme y en mi sueño aparecía el FMN y mi cuerpo sentía el calor del suyo y cuando estábamos a punto de unirnos me despertaba, y sentía todavía el hueco de su figura en la sábana, su olor en mi cabello o el calor de su último beso en la mejilla, y poco a poco el recuerdo de aquel sueño se disipaba disuelto en otro sueño en el que había vuelto a sumirme, viajando a toda velocidad por el tiempo y el espacio sobre una cama que se había convertido en alfombra mágica, abandonando el plano del lugar en el que me quedé dormida de forma que, cuando me despertaba más tarde, después de haber estado sumergida durante un tiempo indefinido en una nada viscosa de la que iba emergiendo despacio, ignoraba dónde me encontraba e incluso quién era. Apenas recordaba que había atravesado vastas regiones para regresar de la nada, pero notaba en el centro de mi conciencia la certidumbre de una tristeza, y esa tristeza me recordaba quién era, alguien triste, sola, y entonces mis vestidos, colgados de la barra como figuras exánimes, fantasmas de otro tiempo reciente que ya era lejano, un tiempo mejor que ya era peor, venían en mi ayuda para sacarme de la nada de la que no habría podido salir sin ayuda y recordarme que estaba en Nueva York, en un apartamento del Bronx, efectivamente sola, y de ahí me transportaban a distintos dormitorios, al de mi casa en Madrid, al del apartamento del FMN, al del piso de mis padres, al de Santa Pola, diferentes alcobas en las que había dormido, recordando el estampado de las colchas, la orientación de las ventanas, el color de las paredes, días lejanos que en aquel momento parecían recientes e incluso actuales, evocaciones enroscadas y confusas que se amalgamaban y tiraban de nuevo de mí hacia el subsuelo del sueño, nostalgias a las que cedía porque me encontraba demasiado cansada para resistirme, y una dulzura laxa se iba apoderando de mis huesos y ablandándolos, por más que yo supiera que no debía dejarme llevar, que no podía dormir durante días seguidos. Pero nada parecía aliviar aquel cansancio infinito, y las horas de sueño, en vez de repararme, sólo me daban más sueño.

Estuve durmiendo dos días y medio, hasta que el rumano, que sí se pasaba de cuando en cuando por el apartamento, o al menos con la suficiente asiduidad como para reparar en mi presencia y para advertir que yo no me movía de la cama, se preocupó y me obligó a levantarme. Me duché, por supuesto, y comí algo, pero lo único que me apetecía era volver a la cama. Pensé que probablemente estaba incubando una gripe, así que volví al futón y el ciclo de sueño se reanudó.

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