Mi padre ha adelgazado visiblemente en estos ¿once? días. Como es un hombre tan alto empieza a parecerse a un personaje de un cuadro de El Greco, con ese aire no se sabe si entre espiritual o tétrico. Ya estoy perdiendo la cuenta del tiempo, las tardes son todas iguales aquí, una monótona letanía de horas sucesivas. De todas formas, advierto que se ha puesto corbata para venir, y eso me parece buena señal. Una enfermera viene y no podemos evitar preguntarle lo de siempre aun a sabiendas de que no nos puede dar más información que la que los médicos nos han proporcionado. Pero nos la da. No exactamente información, un nuevo punto de vista, una actitud diferente a la hora de evaluar la cuestión, su particular interpretación del carpe diem: «Ustedes aférrense al día. Piensen que hoy sigue aquí, y eso es bueno. No intenten pensar en cómo va a ser mañana, sólo en que hoy sigue aquí, que resiste.» Lo dice con una sonrisa que no parece ensayada a pesar de que yo no pueda evitar preguntarme si no habrá aprendido a esbozarla como herramienta terapéutica para familiares durante el tiempo que lleva aquí. Únicamente nos ha dedicado tres minutos, pero nos ha regalado un mundo: su sonrisa, ensayada o no, ha brotado como por contagio en el rostro demacrado de mi padre.
Más tarde, Caridad, la enfermera lectora, ya fuera de la UVI, en el pasillo, tras los saludos de rigor y el cómo te encuentras de ánimo hoy (como nos ve venir todos los días ya nos trata con familiaridad) me comenta, mientras espero a que salga mi padre (mi hermana ha ido a ocupar mi puesto), que los médicos son mucho más fríos, que no conocen ni al paciente ni sus circunstancias, que se limitan a pasar cinco minutos diarios, verificar el historial, contrastarlo con las gráficas de las máquinas y emitir un diagnóstico. «Pero no están aquí a pie de cama como nosotras, que no tendremos la carrera hecha, pero que vamos viendo la evolución minuto a minuto, que llegamos incluso a cogerle cariño a enfermos con los que no hemos hablado nunca, porque no pueden hacerlo.» Me habla del día en que se dio cuenta de que a un paciente le habían estado administrando durante ocho días un medicamento que sólo podía administrarse, como máximo, durante siete, y eso en casos extremos. Cuando fue a indagar se enteró de que los hematólogos que debían verificar al enfermo (el medicamento tenía algo que ver con los leucocitos) llevaban nueve días sin aparecer por la UVI. Caridad no acabó la carrera de Medicina, la dejó a la mitad, me dice, pero no se arrepiente, asegura. Piensa que ser enfermera puede ser mucho más satisfactorio. Pero también es cierto que puede que los hematólogos llevaran nueve días sin aparecer porque sencillamente no dieran abasto en un hospital colapsado. Y yo me pregunto una vez más cómo teniendo la carga impositiva más alta de Europa, nuestro dinero se gasta en enviar tropas a un país que no nos lo ha pedido pero no en arreglar la sanidad pública o en conseguir que tú puedas ir a una guardería.
Ayer tu padre llegó a casa diciendo: «Tú, que te quejas siempre de que la vida no tiene sentido, de que el hombre es un lobo para el hombre, deberías haber subido al metro conmigo hoy. En cuanto me he montado con el bebé se han levantado varias personas para cederme su asiento, y cuando he dicho que no nos hacía falta, una señora ha insistido y prácticamente me ha incrustado en el suyo. Y medio vagón hacía comentarios sobre la niña, que qué buena era y que qué suerte tenía yo.» Incluso una señora le ha regalado una medallita de la Virgen de Lourdes, para que te protegiera. Supersticiosa como soy -tendrás tiempo de descubrirlo-, te la he cosido al carrito.
Pero no, lo que cuenta no me hace creer en la bondad intrínseca del género humano. Cuando iba camino del hospital ha subido al metro un negro famélico pidiendo dinero. Era un esqueleto andante de ojos amarillos y le costaba mucho caminar. Creo que tenía sida. Según el negro iba avanzando por el pasillo con la mano extendida, como un zombi suplicante, los pasajeros apartaban la mirada. La única que le ha dado algo he sido yo: todo lo que tenía en el monedero, impulsada por el sentimiento de culpa y por la vergüenza ajena.
A la gente le hace ilusión ver una nueva vida, pero no aguantan ver la muerte cerca: les recuerda demasiado la inevitabilidad de la suya.
Ésa es la razón por la que tu tío, mi cuñado Julián, marido de tu tía Asun, se ha negado a entrar en la UVI a ver a tu abuela. Dice que no soporta los hospitales. A mí, al contrario, no me deprimen, quizá porque los asocio con algo bueno. He pasado media vida en hospitales a partir de la adolescencia a cuenta de la traqueítis crónica y siempre recuerdo que el dolor terminaba, no empezaba, cuando llegaba al centro. En cuanto te enganchaban un gotero con morfina o un inhalador sabías que había empezado el fin del sufrimiento, que el dolor o el ahogo acabarían en breve. Y esa asociación hospital-alivio se confirmó cuando tú naciste. La situación ahora es muy distinta, pero a pesar de todo me esfuerzo en intentar no asociar UVI con dolor, más bien al contrario. Prefiero pensar que si tu abuela sobrevive es gracias al hospital, que si se hubiera quedado en casa estaría utilizando el pasado como tiempo verbal para escribir sobre ella, que si no le inyectaran drogas a través de los goteros estaría aullando de dolor.
Dijo Fernando Pessoa que «ser pesimista es tomar algo por trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad».
2 de noviembre.
Mi hermana Laureta, la madre de Laurita, hace tiempo que quiere separarse. O al menos lleva años diciéndolo. Laureta se casó por primera vez a los veintitrés años con un francés de buenísima familia y larguísimo apellido que vivía y vive de las rentas familiares y al que conoció en Ibiza. Hasta los veinte había estado estudiando Psicología y trabajando de camarera en el Pachá de la playa de San Juan, el club más fashion de la provincia de Alicante que sólo contrata a bellezones para servir detrás de la barra (obvia decir que mi hermana lo era y todavía lo es), pero se ve que ese ambiente se le quedaba pequeño, así que un día le dio una de sus ventoleras y se cogió un ferry directo a la isla sin más equipaje que una mochila y varios pareos. Hablamos de hace más de dos décadas, cuando la isla aún no era un nido de hooligans y pastilleros y sí un puerto franco para poetas, pintores, escritores, hippies de toda condición y aventureros y desarraigados en general. A mi hermana le había dado por Ibiza porque siempre había sido muy excéntrica, y entonces esta isla era lo más de lo más -supongo que ahora se hubiera ido a Goa-, porque Laureta se tenía y se tiene por una persona de ideas originales y brillantes y se pasa el día en actividad constante pero poco fructífera: en general se interesa por todo lo que le parece novedoso, original, arriesgado y progresista, y se mueve y habla mucho -es muy elocuente y un tanto dramática a la hora de expresarse- pero acaba haciendo poco. Es plenamente sabedora de su apariencia personal, su atractivo y su carisma, y por eso a veces -bastantes- resulta un tanto narcisista. Siempre ha actuado según sus propias reglas, y si se le contradice se puede poner bastante agresiva e intolerante: ya desde muy pequeña sus explosiones de mal genio eran sonadas e impredecibles. Una vez, por ejemplo, me tiró un plato de sopa caliente a la cara cuando le hice notar que estaba sorbiéndola, y gracias a Dios que me aparté a tiempo, u hoy no podría presumir de este cutis de porcelana que tu padre tanto alaba. Pero, por otra parte, Laureta se preocupa por buscar la compañía de los demás y, cuando está de buenas, tiene unas maneras agradables y complacientes, de modo que siempre ha utilizado su encanto para conseguir lo que quiere sin tener que esforzarse demasiado.
Cuando se hartó de Ibiza, por ejemplo, eligió el camino más fácil para dejar la isla: el matrimonio. La opción parecía natural porque, a qué negarlo, la actividad laboral no iba mucho con Laureta, como si ella fuera un objeto de lujo y no de servicio. Como ella siempre ha sido para los hombres lo que la miel para los osos, no le resultó difícil encontrar un más que buen partido. Porque Laureta desprendía y aún desprende una penetrante emanación de feminidad, una aura de intensa sensualidad que los vuelve locos precisamente porque no parece ir dedicada a ellos sino que más bien los excluye, como si mi hermana perteneciese a una casta muy superior a la que deben rendir pleitesía. Esa exagerada conciencia en su propia valía prometía un despliegue descomunal de sus atributos, y fue, supongo, lo que, entre porro y porro y fiestecita en la cala atrapó al francés riquísimo y guapísimo que le propuso matrimonio en un tiempo récord. Serge, que así se llamaba aquel príncipe azul, encandiló al principio a todas las mujeres de la familia (tía Reme incluida) excepto a mí, que era curiosamente a quien más quería encandilar (ya en la misma boda el tío, borracho perdido, intentó meterme mano, imagínate, a la hermana pequeña de su novia que apenas había cumplido quince años. Esto no se lo había contado nunca a nadie excepto a tu padre). A los veintiséis años, Laureta ya tenía dos hijos (y seguía tan delgada como si ella no hubiese intervenido siquiera en su concepción), dos casas (una en Madrid y otra en Ibiza), dos coches, dos asistentas (una para limpiar y otra para cuidar de los niños), dos ojeras permanentes bajo los ojos y una cara de amargada tremenda, porque resultó que el francés, un bon vivant acostumbrado a los mejores lujos, se hartó pronto del genio de Laureta, y huyó de ella viajando sin cesar y haciéndole el más mínimo caso. Por no estar, no estuvo ni en el parto de sus hijos, pues según versión oficial en ambas ocasiones estaba en viaje de negocios (si fue capaz de tirarle los tejos a una menor el mismo día de su boda, y para más inri hermana de su futura señora, imagínate dónde podía estar, sobre todo teniendo en cuenta que sus únicos negocios consistían en hablar de tanto en tanto con el administrador encargado de gestionar sus rentas). Antes de tenerte a ti, cuando Laureta me contaba lo de la ausencia de Serge en sus partos, me parecía mal, pero no tan mal como me parece ahora que ya he vivido un parto yo misma, un parto que no sé si habría sabido sobrellevar sin la presencia de tu padre. En fin, como te iba diciendo, en su día Serge le había parecido a Laureta muy moderno y original, tan francés, tan glamuroso, tan vivido, pero en cuanto se casó con él dejó de parecérselo. Y es que a ella, independiente y muy suya, le disgusta que le digan qué y cómo hacer algo, y especialmente si lo que le dicen es cómo y en qué pensar, como él intentaba hacer. Laureta siempre había actuado siguiendo sus propias reglas y raramente obedecía órdenes. Nunca las había aceptado por parte de mi padre y, desde luego, no iba a acatar las de su marido. Una buena Acuario como ella precisa un ambiente no estructurado que le permita tomar sus propias decisiones y responder a las necesidades del momento en vez de seguir una rutina o una forma fija de hacer las cosas. Necesita vivir en una atmósfera excitante y estimulante, y el matrimonio pronto suele dejar de serlo.