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6 de noviembre.

En la puerta del hospital me he encontrado con el médico residente que atendió a mi madre en urgencias. Le he reconocido al instante porque tiene pinta de todo menos de médico: lleva una coleta y un pendiente. Lo que no esperaba era que él me reconociera a mí, porque debe de estar harto de atender enfermos, y me extraña que se quede con las caras de los familiares. Le he saludado con una sonrisa y el consabido holaquetal. Él se ha detenido y me ha respondido con idéntico holaquetal.

– Aquí estamos -le he dicho-, a ver a mi madre, que sigue en la UVI.

Se lo cuento porque la enfermera me explicó que el médico residente no sigue después la evolución de los pacientes a los que ha atendido.

– ¿Es tu madre? -me pregunta él.

– Pues sí, claro.

– No, lo digo porque pensaba que era tu abuela. Como eres tan joven…

Con eso ya he subido contenta a la planta nueve. Allí me he encontrado, en el hall de espera (ya no lo llamo sala porque más que sala es un descansillo enorme), con una abigarrada turbamulta que se hacía sitio a codazos, y en un principio he pensado que habría pasado algo grave, una catástrofe masiva, como un descarrilamiento de tren, un accidente de autobús o un ataque terrorista. Luego, cuando me he fijado, me he dado cuenta de que la mayoría de las personas que allí había aglomeradas eran gitanos, y que además compartían un más que reconocible aire de familia: no veía más que la misma nariz repetida en un montón de caras diferentes de todas las edades. Casi todos los hombres llevaban gruesos cadenones de oro colorao colgando al cuello, mientras que todas y cada una de ellas lucían el pelo muy largo y pendientes a juego (largos). Una anciana arrugadísima, vestida de negro de pies a cabeza y rodeada de otras cuatro abuelas a su imagen y semejanza, también ajadas como pasas, gemía: «¡Ayyyy, mi hijoooo, que se vea él aquí, ay qué degrassssia! Señor, ¿por qué no me llevas a mí en su lugar que yo ya tengo edaaaaaá?» Por el volumen y cadencia del lamento casi parecía que se tratara de cante jondo.

Después de más de veinte días yendo a la UVI prácticamente a diario, me dicen ¡hoy! que si tengo niños pequeños, que no olvide lavarme las manos con Betadine al llegar a casa antes de tocarlos. A buenas horas. Gracias a Dios, o a la Diosa, o a la Divina Providencia o al Famoso Todo Cósmico, eres resistente. Como tu abuela.

Tal y como Sonia me había explicado, el piso del rumano estaba bien, más que bien. Parecía muy limpio, era bastante amplio para lo que se estilaba en Nueva York y, sobre todo, tenía algo que lo hacía mágico a mis ojos: era completamente exterior y todas las habitaciones tenían luz, incluidas la cocina y el cuarto de baño. Al cuarto que me correspondía, el del bailarín metido a gogó, lo amueblaban un futón, una especie de barra metálica colgada de una pared a otra a modo de armario y cuatro cajas de cartón apiladas en una esquina como cajones. Y nada más. Ni una estantería ni una mesa ni una silla, porque por lo visto, y según me explicaría el rumano más tarde, el bailarín no leía nunca y mucho menos escribía, ni siquiera mails. Como bien me había anticipado Sonia, no encontré trazas de presencia femenina en todo el apartamento, excepto un paquete de tiras de cera depilatoria y unas pinzas de cejas que en realidad, y como descubriría más tarde, no pertenecían a mujer alguna sino al bailarín.

El rumano era aún más delgado y alto de lo que yo lo recordaba, más largo que un día sin pan, que hubiera dicho mi madre, o que un domingo sin alka seltzer, que hubiera dicho mi primo Gabi. Estaba esperándome cuando llegué desde el JFK en un taxi que me costó el presupuesto de la comida para tres semanas y nada más abrirme la puerta y enseñarme la distribución del piso y la habitación que me correspondía me comunicó, muy azorado, que había quedado con su novia y que, sintiéndolo mucho, muchísimo, me tenía que dejar sola. No me dejó teléfono donde localizarle. En cuanto él se marchó aparqué mis dos maletas y mi ordenador portátil en una esquina de la habitación y me tumbé cuan larga soy en el futón. No había dormido en el avión porque, al tratarse de un vuelo chárter, los asientos estaban reducidos a su mínima expresión y había viajado comprimida, con las rodillas prácticamente en la barbilla, así que entre las once horas de viaje (una de mi casa al aeropuerto, dos entre facturación y embarque y ocho de vuelo), más la hora que pasé de pie en la cola de inmigración, más la hora de taxi en pleno atasco neoyorkino, llevaba unas veinticuatro sin dormir y me dolían todos los huesos de mi baqueteado cuerpo, de forma que me quedé dormida sin darme cuenta siquiera, y cuando volví a abrir los ojos me encontré acurrucada en el futón vestida tal y como había llegado a NY, con las botas puestas y todo. En ese momento escuché el ruido de la puerta al abrirse, me levanté y encontré al rumano que llegaba. Como la luz del día todavía entraba a raudales en la casa, me figuré que su cita no había podido ser muy larga.

– ¿Qué hora es? -le pregunté.

– Las doce -me anunció tras consultar su reloj de pulsera.

– Pues no has tardado mucho, ¿no?

– ¿Qué?

– Eso, que ha durado poco la cita…

– Pero si me fui ayer, ayer por la mañana… -Me miró con cara de pensar que estaba loca.

Yo había estado durmiendo, vestida y con las botas puestas, durante veinticinco horas seguidas.

7 de noviembre.

Ayer por la noche ofrecimos una cenita que resultó un desastre gastronómico porque yo llegué a las nueve y media a casa desde el hospital y, teniendo en cuenta que tu padre tiene muy buena voluntad pero muy poca maña en la cocina, no nos dio tiempo a preparar nada especial aparte de los siempre socorridos espaguetis y ensalada. Habida cuenta de las circunstancias a nadie se le ocurrió quejarse, excepto a «Suicide Sonia», que se negó a probar algo más que dos hojas de lechuga, aduciendo que a ella, mientras hubiera vino, le daba igual comer. Eramos cuatro parejas: Consuelo y Jorge, Sonia la actriz («Sweet Sonia») y Esteve, Sonia la guionista y un tal Ángel con el que se acuesta de cuando en cuando, tu padre y yo. Resultó muy deprimente comprobar cómo, una vez acabada la cena, nos dividimos, casi sin darnos cuenta, en dos sectores: el masculino, que salió en bandada a la terraza a fumar (no dejo hacerlo en casa porque me niego a convertirte en fumadora pasiva desde tan tierna edad) y de paso a examinar la planta de maría que allí había crecido y discutir sobre sus posibles usos y utilidades (pocos, me temo, porque está ya la pobre más muerta que viva); y el femenino, que permaneció en el salón teorizando sobre un único tema de conversación: ventajas y desventajas de la maternidad. Y digo lo de «teorizando» porque allí sólo había dos madres, y las que más hablaban eran precisamente las que no lo eran, así que sus argumentos no podían provenir, evidentemente, de la praxis.

Qué ironía, tanto ir de feministas y posmodernos y al final acabamos reproduciendo los esquemas tradicionales: los hombres al salón de fumar y las señoras a hablar de temas propios de su sexo alrededor del café.

En mitad de la conversación te oímos llorar de hambre y hubo que traerte a nuestro lado para darte el biberón. Tu padre, que te oyó desde la terraza, se presentó a echar una mano, gesto que despertó los admirados «oooooohs» y «aaaaaahs» de mis amigas, que no cesaban de repetir: «¡Es un padrazo, un auténtico padrazo! ¡Qué suerte tienes, Eva!» Excepto «Suicide Sonia», que ya se había metido ella solita media botella de Campo Viejo del 96 entre pecho y espalda y que soltó la frase de la noche: «O sea, que cuando ella se levanta a buscar a la niña porque llora y se la pone en el regazo para darle el biberón, os parece de lo más normal, mientras que él es un padrazo sólo porque se pasa a echar un vistazo. Pues vaya panda de feministas estamos hechas.» Sonia tiene razón: no hay peor machista que una mujer machista. Es como si un negro se afiliase al Ku Klux Klan.

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