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Le he preguntado a Caridad por qué no se desespera con un trabajo como éste, si no le entran ganas de tirar la toalla a veces. Dice que no, que para ella es muy satisfactorio. Por lo visto al principio trabajaba en la UVI de neonatos y allí sí que no se vio capaz. Tuvo que pedir el traslado porque cada vez que un bebé no sobrevivía ella se pasaba días llorando.

– Pero es muy distinto tratar con adultos. Si alguno fallece lo sientes, por supuesto, pero es más fácil de aceptar. Te dices lo que suelen decir las abuelas, que le ha llegado la hora. Pero es difícil de entender que le llegue la hora a un bebé, porque su vida se cuenta precisamente en horas y a veces no llegan ni al día. Además, aquí sobreviven más de los que fallecen, y cada uno de los que sobrevive me lo tomo como un triunfo personal. Es un trabajo bonito, de verdad, aunque no lo parezca. Claro que tiene sus días malos, pero cuando se muere alguien que lo lleva escrito desde que lo ingresan entonces lo asumes desde el principio. Sin embargo el otro día, por ejemplo, me enteré de que se había muerto un señor que había estado aquí dos meses y que nos había costado muchísimo sacar adelante. Pues se murió en planta de la manera más tonta, se ahogó con un moco, ya ves. Y como en planta van tan cortos de personal, no había ningún enfermero alrededor que se diera cuenta a tiempo. Mira, esa muerte fue de las que me dolió.

Me da vergüenza reconocer que, por mí, hubiera caído tan bajo como para llamar al FMN sólo porque no tenía manera de pagarme un médico, es decir, que habría renunciado con la mayor tranquilidad a todo lo que se entiende por principios, orgullo y dignidad. Me habría encantado escribirte que me comí aquella hepatitis -que luego resultó no serlo- yo sola, consumida en el futón de aquel apartamento en el Bronx, que habría preferido morirme a volver a llamar a aquel miserable que se había atrevido a abofetearme en pleno Mercado de la Carne (y nunca mejor dicho), pero no me queda más remedio que ser fiel a la verdad y confesar que si no le llamé hecha un mar de lágrimas explicándole que no había respondido a sus llamadas porque estaba enferma y que no sabía lo que me pasaba y casi no me podía mover, fue porque a Sonia se le ocurrió llamar a Tania, y resulta que Tania sí que tenía seguro médico por cuenta de la universidad para la que trabajaba, y que bastaba con que yo me presentara en el médico y diera el nombre de Tania, su número de la Seguridad Social y el número del departamento de Stony Brook para que su seguro cubriera la visita médica, porque Tania aseguraría que yo era ella, o que ella era yo, o sea, que la visita la había hecho Tania Fernández. Y además, ya puestos, se empeñó en que me fuera al Monte Sinaí, o sea, al hospital más pijo de Nueva York, que casualmente estaba al lado de la casa de Sonia, donde trabajaba una doctora muy amiga suya (lesbiana, por supuesto), una WASP de lo más uptight neoyorquino que hablaba con un extraño acento británico porque había estudiado en Bristol, según me explicó, que sabía perfectamente lo de la suplantación de identidades, que fue amabilísima conmigo y que se encargó de que me trataran como a una reina y me hicieran todo tipo de pruebas y análisis de sangre, de orina y hasta de saliva, lo juro.

Me tuvieron esperando tranquilamente acomodada en una cama de una habitación de lo más agradable (habitación que casi no disfruté porque me pasé el rato dormida) hasta que trajeron los resultados de las pruebas, y entonces me recibió la encantadora médica (que trataba también, según me enteré más tarde, a toda la plana de músicos de NY y que estaba especializada en endocrinología y nutrición), que interpretó conmigo los resultados.

– Por los resultados obtenidos en las pruebas te puedo afirmar categóricamente que no tienes hepatitis ni mononucleosis. Normalmente no obtendríamos resultados de mono con tanta rapidez, pero en este hospital contamos con nuestro propio laboratorio y, dada la importancia del caso… -(En realidad yo no creía que el caso tuviera tanta importancia como para apremiar al laboratorio, pero me abstuve de manifestarlo)-. Tampoco estás embarazada. Ya sé que no habías contemplado esa posibilidad -añadió, supongo que al advertir mi cara de pasmo- pero, como profesionales, debíamos descartarla. Aparece una ligera anemia que podría justificar cierto cansancio, pero difícilmente se podría afirmar que una persona no pueda siquiera levantarse de la cama por culpa de una leve deficiencia de hierro. En fin, podemos hacer más análisis, por supuesto, pero primero me gustaría hacerte unas cuantas preguntas, si no tienes inconveniente.

– No, ninguno.

– ¿Has sufrido algún shock emocional o algún acontecimiento traumático recientemente?

Dudé antes de responder. ¿Que un negro de metro noventa te abofetee en plena calle puede considerarse shock emocional o acontecimiento traumático?

– No, ninguno.

– ¿Consumes drogas?

– No -mentía-. Sí… pero muy esporádicamente.

– ¿Qué tipo de drogas?

– ¿Se refiere a las legales o a las ilegales? Bueno, no fumo. Sí tomo café, bebo alcohol y de vez en cuando me meto alguna que otra raya.

– Cuando dices que bebes alcohol, ¿de qué cantidades estamos hablando? ¿Bebes a diario, por ejemplo?

– No siempre, aunque últimamente la verdad es que he estado bebiendo mucho…

– Pero estos días en los que dices haberte sentido tan cansada, en los que apenas podías levantarte de la cama, no has bebido ¿verdad?

– Exacto.

– Ya… ¿Y recuerdas la última vez que bebiste?

– Pues sí. Hace cinco…, no, seis… no, siete noches. Salí y bebí bastante. Después me fui a mi apartamento a dormir y desde entonces prácticamente no he podido levantarme.

– Ya… Todo concuerda.

– ¿Concuerda?

– Verás, lo cierto es que no podría afirmarlo con rotundidad, pero si has llevado un ritmo de ingesta de alcohol diario y constante durante un tiempo prolongado lo lógico es que al interrumpir este ritmo el organismo presente un síndrome de abstinencia. Esos síndromes se pueden manifestar de maneras muy distintas según cada individuo, y este cansancio extremo, esa especie de gripe que crees tener, pudiera tener relación con la abstinencia. Ya te digo que esto es sólo una hipótesis, pero vistos los resultados de los análisis y lo que tú misma me has explicado, me parece la explicación más plausible. Pero, evidentemente, yo no conozco tu caso, ni tus circunstancias, y por lo tanto no me puedo aventurar.

– Vale, supongamos que yo admito que sí que he estado bebiendo mucho, muchísimo. Entonces, según usted, ¿qué debería hacer?

– Quizá lo mejor es que volvieses a casa y procurases alimentarte bien y hacer un poco de ejercicio suave. Caminar, ya sabes, esas cosas. Si sigues encontrándote tan cansada en quince días deberíamos hacerte nuevas pruebas. Y si vuelves a beber, entonces eres tú quien debe decidir.

– ¿Decidir qué?

– Decidir consultar tu problema con un especialista. Yo no trato adicciones.

A punto estuve de decirle que lo mío no se trataba de una adicción, que yo no era ninguna alcohólica, pero preferí callarme y me despedí con la mejor de mis sonrisas.

– Y bien, ¿qué te ha dicho? -me preguntaron a la vez Sonia y Tania, que me estaban esperando en la sala de espera.

No sabía qué decirles, porque desde luego no podía contarle que aquella doctora estupenda poco menos que me había llamado alcohólica.

– Anemia -respondí, con la sensación de que no mentía puesto que de alguna forma sí era cierto que estaba anémica, o eso me había dicho-. Y… también ha dicho que tiene que ver con lo mucho que bebo.

– ¿Y cómo sabe ella lo que tú bebes? -dijo Sonia-. Oye -ahora se dirigía a Tania-, ¿tú le has dicho algo a esta mujer de con quién salía Eva?

– ¿Yooo? ¿Yo qué le iba a decir?

– Eso, ¿qué le iba a decir? ¿Y cómo va a saber Tania con quién salgo?

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