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Manuel apenas se movía. Hubiera podido decirse que únicamente oscilaba, atraído por las alternadas idas y venidas de la bella aristócrata, cuyo traje de seda crujía a cada garbosa contorsión de sus brazos y talle, como las lucientes escamas de elegante culebra que se yergue y enrosca alternativamente, queriendo fascinar a la ansiada víctima.

Pero el infortunado joven, a quien la negra suerte había reservado aquel último escarnio, no levantaba la vista del suelo.

Soledad aprovechaba en tanto la general distracción para devorar a su amante con los ojos… Seguía Antonio casi vuelto de espaldas a su mujer y al público… Y, como si todavía fuese posible que la comedia sustituyese a la tragedia, don Trajano y Pepito sentían unos celos feroces al pensar que no eran ellos idóneos para el personalísimo arte de Terpsícore.

Acabó de bailar la llamada marquesa y quedó, con los brazos medio tendidos, esperando el inexcusable abrazo de ordenanza. Manuel se detuvo cortado…, y ella permaneció también inmóvil, afectando pudor…

– ¡Que la abrace! -gritó el público.

Manuel avanzó tímidamente, y abrazó a la hermosa forastera entre los aplausos del gentío.

Tendió entonces Luisita la mano al joven para que la condujese a su sitio, y díjole a los pocos pasos, deteniéndolo:

– ¿Conque ya no se marcha usted? Vaya usted a visitarme, y hablaremos de América… Yo tengo intereses en Lima.

– Señora… -contestó Manuel lúgubremente-. ¡Lo que tiene usted, o ha tenido, es la crueldad de bailar con un cadáver!

La forastera sintió escalofríos de horror, y, soltando la mano del infeliz, lo saludó ceremoniosamente y corrió a su asiento.

– ¡Es un hombre finísimo!… ¡Un hombre delicioso!… -iba diciendo a izquierda y derecha para ocultar su miedo y su humillación.

En aquel mismo instante sonó una voz terrible, comparable a la trompeta del Juicio Final: la voz de Manuel Venegas, que decía:

– ¡Cien mil reales por que baile conmigo aquella señora!

Y señalaba a Soledad.

Todo el mundo se puso de pie, y Antonio el primero de todos. La gente menuda prorrumpió en vítores y aplausos.

Reinó, pues, una agitación indescriptible.

Manuel Venegas estaba plantado en medio de la explanada, solo, con los brazos cruzados, y fijos los ojos en la Dolorosa.

Esta y su madre contenían a Antonio, mientras que las autoridades, los prebendados, el señor de Mirabel y otras muchas personas de viso le decían que Venegas estaba en su derecho; que la petición era legal; que sólo podía rechazarse haciendo otra oferta mayor, pero que sería temeridad intentarlo, cuando aquel hombre poseía millones y estaba medio loco.

La gente de pelea y toda la chusma de chiquillos y pordioseros gritaban entre tanto:

– ¡Ya está dicho! ¡Cien mil reales! ¡Si el otro no da más, que tenga paciencia! ¡Vamos, señora; salga usted a bailar, que anochece! ¡El Niño Jesús es antes que todo! ¡Señor Arregui, aquí no se lucha más que con dinero! ¡Suelte usted la mosca o la mujer! ¡No hay escapatoria!

Antonio tuvo que desistir de su empeño de ir a concertar con Manuel un desafío a muerte, que era el plan que se deducía de sus medias palabras, y, apremiado por el mayordomo de la Cofradía, que gritaba con voz oficial: ¡Cien mil reales por que baile la señora de Arregui con don Manuel Venegas!, exclamó con irritado acento:

– ¡Todo mi caudal por que no baile!

– ¡Eso no sirve! ¡Esa proposición es nula! ¡Desde lo que pasó aquí hace ocho años, quedó establecido que sólo se admiten pujas de dinero presente! ¡Don Elías no le pagó a la Hermandad aquellos dos mil duros, y los cofrades tuvimos que pechar con las costas del juicio!

Así dijeron a Antonio en varias formas los gritos de la muchedumbre y hasta los discursos de importantes personas.

Manuel seguía impasible, esperando en su puesto.

Soledad había ya dicho a su marido:

– ¡Déjalo! ¡Bailaré! ¿Eso qué importa? ¡También ha bailado la prima del marqués!

– ¡No bailas! -replicó duramente Antonio.

– Dices bien… ¡Que no baile! -exclamó la señá María Josefa-. Vámonos a casa.

– ¡Eso es imposible! -repusieron los hombres graves y la autoridad-. ¡Hay que respetar las costumbres del pueblo! ¡Hay que evitar un motín! El Niño Jesús no puede perder ese dinero…

– ¡Iré a mi casa y a casa de mis amigos por todo el oro que pueda juntar…, y pujaré hasta las nubes!… -contestóles el digno riojano.

– ¡Locura! -arguyeron los otros-. ¡Pronto será de noche! Además, ¿cómo irse usted de aquí sin la señora? Ni ¿cómo llevársela sin baile? ¡Nadie lo consentiría!

En tal situación dejó su asiento la forastera, la dictadora de aquel pueblo, la mujer de todos temida y reverenciada, y, llegándose a Soledad la cogió de la mano, y le dijo políticamente:

– Señora: quisiera tener el honor de llevarla yo del brazo al baile… Y usted, caballero Arregui, reflexione que yo misma he bailado con la persona de que se trata… Vamos, señora… Se lo suplico.

Soledad se levantó.

Arregui no supo qué contestar, y bajó la cabeza desesperadamente.

El público abrió calle, y la forastera condujo a Soledad adonde le aguardaba su atrevido amante.

Este acababa de sacar de la faja lo que había parecido un par de pistolas, y que resultó ser un par de paquetes de onzas de oro. Contó trescientas trece sobre la bandeja que le presentaba un cofrade, y dijo naturalísimamente:

– Sobra media onza. Désela usted a un pobre.

En seguida se volvió hacia Soledad; saludóla, quitándose caballerosamente el sombrero, y, como en esto principiase la música, comenzó también el fatídico baile de aquellos dos seres que no habían cruzado nunca ni una palabra, y que, sin embargo, podía decirse que habían pasado la vida juntos, alentados por una sola alma, subordinados a un mismo destino.

Soledad no bailaba: iba y venía de un lado a otro con los ojos fijos en tierra, como dominada por un vértigo. Manuel no bailaba tampoco: seguía los pasos de Soledad, mirándola codiciosamente, como el sediento mira el agua que va a llegar a sus labios.

Antonio temblaba, con la faz oculta entre las manos, para no ver el ludibrio que se hacía de su amor, tal vez de su honra.

El público guardaba un silencio medroso, que parecía la anticipación del remordimiento.

Detúvose al fin Soledad, como dando por concluida tan espantosa danza, y levantó hacia Manuel unos ojos hechiceros, voluptuosos y malignos, en que se leía toda la carta que le había escrito al amanecer…

Manuel se llegó entonces a su querida con los brazos abiertos, en los cuales se arrojó ella, sin poder dominar el amoroso arrebato de su alma y de su sangre. Recogióla el mísero; la estrechó frenéticamente a su corazón, como el trofeo de toda su vida…, y el mundo y el cielo desaparecieron a la vista de los dos insensatos…

– ¡Socorro! ¡Que la ahoga! -prorrumpió súbitamente la madre, corriendo hacia ellos.

– ¡Asesino! -gritó Arregui, al alzar los ojos y ver lo que pasaba.

– ¡La ha matado! -exclamaron otras muchas personas entre alaridos de indescriptible horror.

Y era que todos habían visto a Soledad ponerse azul, echar sangre por la boca y por los oídos y doblar la cabeza sobre el seno de Manuel Venegas… ¡Era que los más cercanos habían oído crujir endebles huesos entre aquellas dos férreas tenazas con que el atleta, loco, seguía estrechando contra su pecho a la Dolorosa!

¡Y el desdichado, ignorante, sin duda, de que le había dado muerte, miraba entre tanto en derredor suyo, como desafiando al universo a que se la quitara!…

A todo esto, la madre había llegado y pugnaba inútilmente por desasir a su hija de los brazos de aquel león…

Antonio se abalanzaba por su parte al puñal que tenía a los pies el Niño Jesús, y corría hacia Manuel, lanzando aullidos de venganza…

Manuel lo vio llegar; conoció que iba a ser herido; sintió el golpe; pero no hizo nada para defenderse, por no soltar a su adorada…

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