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– ¡Yo no soy beato, ni lo seré nunca! -respondió Martín muy amostazado-. Lo que nos pasa a todos tus amigos es que, como somos menos feos que tú, no aborrecemos tanto a Dios y se nos olvidan tus lecciones de impiedad. Quiere esto decir que, en mi concepto, tú eres de la clase de impíos más detestable que se conoce. No lo eres, en efecto, por espontáneas y tranquilas reflexiones filosóficas; ni tampoco por el sentimentalismo romántico de ciertos poetas; no como los respetables, y muchos de ellos honrados o felices, autores franceses que hemos, leído juntos, como Volney, Voltaire, Diderot, etc., sino pura y simplemente porque eres feísimo y malo; por falta de goces o de paciencia; por perversidad natural, como algunos reptiles y alimañas… En una palabra: si tú no hubieras nacido tan deforme, ya habrías tenido novia, tal vez te hubieras casado con ella, ¡y quién sabe si a estas horas serías el padrazo más creyente, más optimista y más religioso de la ciudad!… Pero, amigo, eres tan horrible y te dolerá tanto no haber encontrado todavía una mujer que te escuche, que, ¡vamos!…, me explico que no estés agradecido al Criador ni ames a tus prójimos como a ti mismo…

– ¡Al Criador! ¡Al Criador! -repuso Vitriolo con amarga ironía. ¡Os repito que nos vende desde que le han dado ese plato de lentejas! Paco Antúnez…, llegas oportunísimamente… ¡Tú, que eres mi discípulo mayor, mi brazo derecho, mi brazo fuerte, mi brazo secular, cerrarás la puerta del templo (digo de la trasbotica) a ese caballero escribiente que ya fuma tabaco propio!

– ¡Nada me importa no volver por aquí! -replicó el maltratado discípulo-. ¡Y ya verás cómo poco a poco se van yendo todos estos incautos a quienes pudres con tus doctrinas! En cuanto a lo demás, sepan ustedes, señores, que si Vitriolo aborrece tanto a la Dolorosa, consiste en que estuvo enamorado de ella y recibió calabazas… ¡o algo peor que calabazas!…

– ¡Mentira! -gritó el boticario hecho un veneno-. ¡Fue muy al revés! ¡Yo no la quise cuando don Elías me la daba (enterrada en onzas)…! Pero bien sabe todo el mundo que soy amigo de don Antonio Arregui, y que su suegra manda aquí por todas las medicinas. Por consiguiente, eso que has dicho es una infame calumnia.

– Pues allí viene el que me lo ha contado esta mañana… -respondió Martín, señalando a nuestro Pepito, que asomó en tal momento por un arco de la plaza.

– ¿Aquél? ¿Y quién es aquél? ¡Ah, Pepito! ¡Otro Judas! ¡Otro desertor como tú! ¡También asistía él antes a nuestra reunión, y era de los más calientes contra el bando apostólico! ¡Verán ustedes cómo ahora pasa de largo, sin mirar siquiera hacia aquí!… ¡Vendrá de adular al obispo, a ver si lo hace sacristán!… Señor don Carmelo, dígaselo usted de mi parte a su ilustrísima… ¡Dígale que Pepito no cree en Dios!… ¡Oiga! ¡Y qué compuesto sale tan de mañana!… ¡Nada! ¡No nos saluda! ¡Habrá trasto como él! ¡Sin duda irá a pedir un destino a la forastera del afrancesado, a esa prima vigésima de un marqués de mentirijillas, cuyo título no está en la Guía de forasteros!…

– ¡Cálmate! -le advirtió por lo bajo Paco Antúnez, mozo arrogante, honesto, limpio y simpático, bien que no menos republicano y librepensador que Vitriolo-. ¡Vas a disgustar a todo el mundo!

– ¡No me calmo! ¡Estoy harto de padecer! -replicó el enemigo personal del Criador y de las criaturas-. ¡Miren cómo me ha puesto de frescas ese escribientillo, sólo porque dije que el Niño Jesús es de madera! Pues ¡de madera es! ¡Y si, en lugar de una cruz de plata hubiesen puesto una púa de hierro a la bola que lleva en la mano, tendríamos al mundo convertido en un trompo!

– ¡No es mucho más grande que un trompo nuestro mezquino mundo, si se le compara con la inmensidad y con el poder de Dios! -exclamó gravemente el teólogo, creyendo que el sesgo del debate le favorecía para hacerse oír-. Si el mundo y el hombre no son de madera, son de barro…, y están hechos de la nada, como dice la Sagrada Escritura. La fuerza y santidad de ese Niño de palo, y de la cruz que ostenta ese trompo consisten en la moral que simbolizan y en el sacrificio que recuerdan; consisten en que ayudan a desarmar la ira, a templar la concupiscencia, a hacer al hombre, hombre…

– ¡Y el que usted hable así consiste -interrumpió Vitriolo- en que es barbero del señor Obispo desde que Su Ilustrísima desempeñaba un pobre curato en Vizcaya!…

– ¡A mucha honra! -contestó el familiar, conteniendo con su noble actitud las risotadas de unos y el movimiento de indignación y retirada de otros-. ¡Es muy verdad que sigo afeitando a mi señor y padre, el cual me sacó de la miseria cuando la guerra civil dejó pidiendo limosna a toda mi familia! Pero eso no quita que yo, yo, que sería muy capaz de ahogar a usted con las manos si no me lo impidieran mis ideas religiosas, me complazca en pedir a Dios que lo mire con misericordia en la hora de la muerte.

– ¡Bien dicho, señor cura! -exclamó el capitán-. ¡Déme usted esos cinco!

– ¡Palabras de carlista! ¡Estratagema de apostólico! -replicó el boticario-. ¡Por todas partes se va a Roma!

– ¡Lo mismo me explicaría y procedería -repuso el teólogo- si fuera judío, moro o protestante! No, yo no defiendo aquí ahora ninguna religión determinada, sino la religiosidad en abstracto, el temor de Dios, el amor al hombre… En fin, lo perdono a usted, y me marcho. ¡Usted abrirá los ojos con el tiempo!

Vitriolo conoció que quedaba mal, y trató de detener al diácono, diciéndole a roda prisa:

– ¡Defiende usted las tinieblas! ¡Defiende usted la Inquisición y el f anat ismo! ¡Defiende usted la mentira, profesada como industria para tiranizar y explotar a los hombres! En cambio; nosotros, los filósofos, defendemos los fueros de la razón, la causa de la verdad, la despreocupación del entendimiento, la dignidad de la especie humana. ¡Nosotros no queremos que nadie viva engañado, ni sometido a las desigualdades de la suerte, en la esperanza de otra vida y de un cielo que no pueden existir, que no existen, que repugnan a la buena lógica, como lo demuestra el célebre dilema de Epicuro!…

Pero el teólogo no oía ya al farmacéutico, pues se había marchado efectivamente, dejándolo con la palabra en la boca.

La mayoría del público, y con especialidad las personas graves, comenzaron a desfilar también, renunciando a las decantadas ventajas de convertirse al ateísmo, con lo que pronto la tertulia quedó en cuadro…

– Pero, ¡hombre! -arguyó entonces el capitán, encarándose con Vitriolo-. Suponiendo que todas esas infamias que usted dice sean ciertas, ¿qué adelanta con darnos tan malas noticias? ¿Qué pierde usted con que yo, en medio de mis reumas, de mi retiro forzoso, del atraso de mis pagas y del disgusto de conocer a muchos malvados como usted, me consuele esperando hacer en otra parte una campaña mejor que la de esta pobre vida? ¿Me equivoco? Pues ¡déjeme usted en mi dulce engaño! ¡No haga usted el oficio de Satanás! ¡Piense usted en sus ungüentos, y déjenos a nosotros con nuestros santos… de madera, que también nos sirven de medicina!

– ¡Valiente modo de discurrir! -contestó el boticario-. ¡Bien se conoce que no ama usted la verdad, ni ha visto un libro por el forro! ¡Los militares fueron ustedes siempre oscurantistas, inquisitoriales, serviles!

– ¡Vaya usted mucho enhoramala! -repuso el capitán, levantándose-. ¡Yo no soy servil! ¡Yo soy más liberal que usted! ¡Yo me he batido contra Napoleón y contra Angulema! Yo he derramado mi sangre defendiendo la independencia y la libertad de mi patria, hasta que, por viejo y achacoso, me dieron el retiro… Pero todavía soy capaz… En fin, no quiero incomodarme… Repito que hago una tontería en venir por aquí… ¡Todos sois unos impíos, unos luteranos, unos mocosos, que debíais estar en la cárcel!… Mas, ¿qué le hemos de hacer? ¡El mundo marcha así! Conque muchachos, ¡hasta luego!… Son las ocho, y voy a ver si me dan de almorzar.

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