– Yo quería que supieras, papá -dijo, Santiago-. Si los periodistas y la policía se ponen a averiguar, a lo mejor van a molestarte a la casa.
– Muy bien hecho, flaco -asentía, Zavalita, sonreía, tomaba sorbitos de café-. Hay alguien que quiere fregarme la paciencia. No es la primera vez, no será la última. La gente es así. Si el pobre negro supiera que lo creen capaz de una cosa así.
Se rió otra vez, tomó el último traguito de café, se limpió la boca: si tú supieras la cantidad de anónimos canallas que ha recibido tu padre en su vida, flaco.
Miró a Santiago con ternura y se inclinó para cogerlo del brazo.
– Pero hay algo que no me gusta nada, flaco. ¿Te hacen trabajar en eso, en “La Crónica”? ¿Tú tienes que ocuparte de los crímenes?
– No, papá, yo no tengo nada que ver con eso. Estoy en la sección de noticias locales.
– Pero el trabajo de noche no te sienta, si sigues enflaqueciendo así te puedes enfermar del pulmón. Basta ya de periodismo, flaco. Busquemos algo que te convenga más. Algún trabajo de día.
– El trabajo de "La Crónica" no es casi nada, papá, unas pocas horas al día. Menos que en cualquier otro puesto. Y me queda el día libre para la Universidad.
– ¿Estás yendo a clases, de veras estás yendo? Clodomiro me cuenta que vas, que pasas los exámenes, pero yo nunca sé si creerle. ¿Es verdad, flaco?
– Claro que sí, papá -sin enrojecer, sin vacilar, a lo mejor heredé eso de ti papá-. Te puedo enseñar las notas. Estoy en tercero de Derecho ya. Voy a recibirme, ya verás.
– ¿No has dado tu brazo a torcer todavía? -dijo don Fermín, despacio.
– Ahora va a ser distinto, el domingo voy a ir a la casa a almorzar, papá. Pregúntale al Chispas, le dije que avisara a la mamá. Voy a ir a verlos seguido, te prometo.
Ahí la sombra que empañó sus ojos, Zavalita. Se enderezó en el asiento, soltó el brazo de Santiago y trató de sonreír pero su cara siguió abatida, su boca apenada.
– No te exijo nada, pero al menos piénsalo y no digas que no antes de oírme -murmuró-. Sigue en "La Crónica" si tanto te gusta. Tendrás llave de la casa, te arreglaremos el cuartito junto al escritorio. Estarás completamente independiente ahí, tanto como ahora. Pero así tu madre se sentirá más tranquila.
– Tu madre sufre, tu madre llora, tu madre reza -dijo Santiago-. Pero ella se acostumbró desde el primer día, Carlitos, yo la conozco. Es él quien vive contando los días, él quien no se acostumbra.
– Ya te has demostrado que puedes vivir solo y mantenerte -insistía don Fermín-. Ya es hora de que vuelvas a tu casa, flaco.
– Déjame un tiempo más así, papá. Voy a ir a la casa todas las semanas, se lo he dicho al Chispas ya, pregúntale. Te lo prometo, papá.
– No sólo estás flaco, tampoco tienes ni qué ponerte, estás pasando apuros. ¿Porqué eres tan orgulloso, Santiago? Para qué está tu padre si no es para ayudarte.
– No necesito plata, papá. Con lo que gano me alcanza de sobra.
– Ganas mil quinientos soles y te estás muriendo de hambre -bajando los ojos, Zavalita, avergonzándose de que supieras que él sabía-. No te estoy riñendo, flaco. Pero no entiendo, que no quieras que te ayude no lo entiendo.
– Si necesitara plata te hubiera pedido, papá. Pero me alcanza, yo no soy gastador. La pensión es muy barata. No paso apuros, te juro que no.
– Ya no tienes que avergonzarte de que tu padre sea un capitalista -sonrió don Fermín, sin ánimos-. El canallita de Bermúdez nos puso al borde de la quiebra. Nos canceló los libramientos, varios contratos, nos mandó auditores para que nos expulgaran los libros con lupa y nos arruinaran con impuestos. Y ahora, con Prado, el gobierno se ha vuelto una mafia terrible. Los contratos que recuperamos cuando salió Bermúdez nos los volvieron a quitar para dárselos a pradistas. A este paso voy a volverme un comunista, como tú.
– Y todavía quieres darme plata -trató de bromear Santiago-. De repente el que te va a ayudar soy yo, papá.
– Todos se quejaban de Odría porque se robaba -dijo don Fermín-. Ahora se roba tanto o más que antes, y todos contentos.
– Es que ahora se roba guardando ciertas formas, papá. La gente lo nota menos.
– ¿Y entonces cómo puedes trabajar en un diario de los Prado? -se humillaba, Carlitos, si le hubiera dicho pídeme de rodillas que vuelva y vuelvo, se hubiera arrodillado-. ¿No son ellos más capitalistas que tu padre? ¿Puedes ser un empleadito de ellos y no trabajar conmigo en unos pequeños negocios que se están viniendo abajo?
– Estábamos hablando de lo más bien y de repente te has enojado, papá -se humillaba pero tenía razón, Zavalita, dijo Carlitos-. Mejor no hablemos más de eso.
– No me he enojado, flaco -asustándose, Zavalita, pensando no irá el domingo, no me llamará, pasarán más años sin verlo-. Me amarga que sigas despreciando a tu padre, nada más.
– No digas eso papá, tú sabes que eso no es cierto, papá.
– Está bien, no discutamos, no me he enojado -llamaba al mozo, sacaba su cartera, trataba de disfrazar su decepción, volvía a sonreír-. Te esperamos el domingo, entonces. Cómo se va a poner tu madre de contenta.
Volvieron a pasar por las canchas de básquet y los jugadores ya no estaban. La neblina se había diluido y alcanzaban a verse los acantilados, lejanos y pardos, y los techos de las casas del Malecón. Se detuvieron a unos metros del auto, Ambrosio había bajado a abrir la puerta.
– No puedo entenderlo, flaco -sin mirarte, Zavalita, cabizbajo, como hablando a la tierra húmeda o a los pedruscos musgosos-. Creí que te habías ido de la casa por tus ideas, porque eras comunista y querías vivir como un pobre, para luchar por los pobres. Pero ¿para esto, flaco? ¿Para tener un puestecito mediocre, un futuro mediocre?
– Por favor, papá. No discutamos eso, te ruego, papá.
– Te hablo así porque te quiero, flaco -los ojos dilatados, piensa, la voz hecha trizas-. Tú puedes llegar a mucho, puedes ser alguien, hacer grandes cosas. ¿Por qué estás arruinando así tu vida, Santiago?
– Yo me quedo por aquí nomás, papá -Santiago lo besó, se apartó de él-. Nos veremos el domingo, iré a eso de las doce.
Se alejó hacia la playita a grandes trancos, torció por la pista hacia el Malecón, cuando comenzaba a subir la cuesta oyó arrancar el automóvil: lo vio alejarse por Agua Dulce, brincar en los baches, desaparecer en el polvo. Nunca se había conformado, Zavalita. Piensa: si estuvieras vivo, seguirías inventando cosas para hacerme volver a la casa, papá.
– Ya ves, ya viste el periódico, ni una palabra de la tal Queta -dijo Carlitos-. Y más bien te amistaste con tu padre y te vas a amistar con tu madre. Cómo te irán a recibir el domingo, Zavalita.
Con risas, bromas y llanto, piensa. No había sido tan difícil, el hielo se había roto un instante después que se abrió la puerta y oyó el grito de la Teté ¡ahí estaba ya, mami! Acababan de regar el jardín, piensa, el pasto estaba húmedo, la pileta seca. Ingrato, corazón, hijito, ahí los brazos de la mamá en tu cuello, Zavalita. Lo abrazaba, sollozaba, lo besaba, el viejo y el Chispas y la Teté sonreían, las sirvientas revoloteaban alrededor, ¿hasta cuándo con esas loqueras, hijito, no tenías remordimientos de hacer pasar a tu madre este calvario, hijito? Pero él no estaba ahí: no habían sido mentiras, papá.
– Me di cuenta lo incómodo que se sintió Becerrita cuando entraste a la redacción -dijo Carlitos-. Te vio y casi se traga el pucho. Increíble.
– No hay nada nuevo, fuera de las cojudeces de esa puta, mejor nos olvidamos -gruñó Becerrita, revolviendo con desesperación unos papeles-. Hágase una carilla de relleno, Zavalita. Prosigue la investigación, se examinan nuevas pistas. Cualquier cosa, una carilla.
– Es humano, es lo formidable de este asunto, Zavalita -dijo Carlitos-. Haber descubierto el corazón de Becerrita. Estás flaco, tienes ojeras, habían entrado a la sala, quién te lavaba la ropa, se había sentado entre la señora Zoila y la Teté, ¿la comida de la pensión era buena?, sí mamá, y en los ojos del viejo ninguna incomodidad, ¿ibas a clases?, ninguna complicidad ni turbación en su voz. Sonreía, bromeaba, esperanzado y dichoso, pensaría va a volver, todo se iría a arreglar, y la Teté dinos la verdad, truquero, no creo que no tengas enamorada. Era la verdad, Teté.