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– Ya ves qué bien te recibió -dijo el coronel Espina-. Ya has visto qué clase de hombre es el General.

– Necesito poner en orden mi cabeza -murmuró Bermúdez-. La tengo hecha una olla de grillos.

– Anda a descansar -dijo Espina-. Mañana te presentaré a la gente del Ministerio y te pondré al tanto de las cosas. Pero dime al menos si estás contento.

– No sé si contento -dijo Bermúdez-. Como borracho, más bien.

– Bueno, ya sé que ésa es tu manera de darme las gracias -se rió Espina.

– He venido a Lima sólo con este maletín -dijo Bermúdez-. Pensaba que era cuestión de unas horas.

– ¿Necesitas dinero? -dijo Espina-. Sí, hombre, te presto algo ahora, y mañana hacemos que te den un adelanto en la caja.

– ¿Qué desgracia te pasó en Pucallpa? -dice Santiago.

– Voy a buscarme un hotelito cerca de aquí -dijo Bermúdez. Vendré mañana temprano.

– ¿Por mí, por mí? -dijo don Fermín-. ¿O lo hiciste por ti, para tenerme en tus manos, pobre infeliz?

– Uno que creía que era mi amigo me mandó allá -dice Ambrosio-. Anda allá, negro, el oro y el moro. Puro cuento, niño, la ensartada más grande del siglo.

Ah, si yo le contara.

Espina lo acompañó hasta la puerta del despacho y se dieron la mano. Bermúdez salió, en una mano el maletín, en la otra el sombrerito. Tenía un aspecto distraído y grave, miraba como para adentro. No contestó la venia del oficial de la puerta del Ministerio. ¿Era la hora de salida de las oficinas? Las calles estaban llenas de gente y de ruido. Se mezcló con la muchedumbre, siguió la corriente, fue, vino, volvió por aceras estrechas y atestadas, arrastrado por una especie de remolino o hechizo, deteniéndose a veces en una esquina o umbral o farol para encender un cigarrillo.

En un café del jirón Azángaro pidió un té con limón, que saboreó muy despacio, y al salir dejó de propina el doble de la cuenta. En una librería refugiada en un pasillo del jirón de la Unión, hojeó novelitas de carátulas llameantes y letra manoseada y minúscula, mirando sin ver, hasta que Los Misterios de Lesbos encendieron sus ojos, un segundo. La compró y salió.

Todavía ambuló un rato por el centro, el maletín bajo el brazo, el sombrerito arrugado en la mano, fumando sin tregua. Oscurecía ya y las calles estaban desiertas cuando entró al Hotel Maury y pidió una habitación.

Le alcanzaron una ficha y tuvo la pluma levantada unos segundos donde decía profesión, escribió al fin funcionario. El cuarto estaba en el tercer piso, la ventana daba a un patio interior. Se metió a la bañera y se acostó en ropa interior. Manoseó Los Misterios de Lesbos, dejando que sus ojos corrieran ciegos sobre las figuritas negras apretadas. Luego apagó la luz. Pero no pudo atrapar el sueño hasta muchas horas después.

Desvelado, permanecía de espaldas, el cuerpo inmóvil, el cigarrillo ardiendo entre los dedos, respirando con ansiedad, los ojos fijos en la sombra oscura de arriba.

IV

– ASI QUE en Pucallpa y por culpa de ese Hilario Morales, así que sabes cuándo y por qué te jodiste -dice Santiago-. Yo haría cualquier cosa por saber en qué momento me jodí.

¿Se acordaría, traería el libro? El verano estaba acabando, parecían las cinco y todavía no eran las dos, y Santiago piensa: trajo el libro, se acordó. Se sentía eufórico al entrar al polvoriento zaguán de losetas y pilares desportillados, impaciente, que él ingresara, que ella ingresara, optimista, y tú ingresaste, piensa, y ella ingresó: ah, Zavalita, te sentías feliz.

– Está sano, es joven, tiene trabajo, tiene mujer -dice Ambrosio-. ¿En qué forma puede haberse jodido, niño?

Solos o en grupos, las caras hundidas en sus apuntes, ¿cuántos de éstos entrarían, dónde estaba Aída?, los postulantes daban vueltas al patio a paso de procesión, repasaban sentados en las bancas astilladas, recostados contra las mugrientas paredes se interrogaban a media voz. Cholos, cholas, aquí no venía la gente bien. Piensa: mamá, tenías razón.

– Antes de irme de la casa, cuando entré a San Marcos, yo era un tipo puro -dice Santiago.

Reconoció algunas caras del examen escrito, cambió sonrisas y holas, pero Aída no aparecía, y fue a instalarse junto a la entrada. Oyó a un grupo releyendo geografía, oyó a un muchacho, inmóvil, los ojos bajos, recitando como si rezara, los Virreyes del Perú.

– ¿De ésos que se fuman los ricachos en los toros?- se ríe Ambrosio.

La vio entrar: el mismo vestido recto color ladrillo, los mismos zapatos sin taco del examen escrito.

Avanzaba con su aire de alumna uniformada y estudiosa por el atestado zaguán, volvía a un lado y otro su cara de niña agrandada, sin brillo, sin gracia, sin pintar, buscando algo, alguien, con sus, ojos duros y adultos. Sus labios se plegaron, su boca masculina se abrió y la vio sonreír: el tosco rostro se suavizó, iluminó. La vio venir hacia él: hola Aída.

– Me cagaba en la plata y me creía capaz de grandes cosas -dice Santiago-. Un puro en ese sentido.

– En Grocio Prado vivía la beata Melchorita, daba todo lo que tenía y se las pasaba rezando -dice Ambrosio-. ¿Usted quería ser un santo como ella, muchacho?

– Te traje "La noche quedó atrás” -dijo Santiago-. Ojalá te guste.

– Me hablaste tanto que me muero de ganas de leerla -dijo Aída-. Aquí tienes la novela del francés sobre la Revolución China.

– ¿Jirón Puno, calle de Padre Jerónimo? -dice Ambrosio-. ¿Regalan plata en esa casa a los negros fregados como el que habla?

– Ahí dimos el examen de ingreso el año que entré a San Marcos -dice Santiago-. Yo había estado enamorado de chicas de Miraflores, pero en Padre Jerónimo me enamoré por primera vez de verdad.

– No parece una novela, sino un libro de historia -dijo Aída.

– Ah, qué tal -dice Ambrosio-. ¿Y ella también se enamoró de usted?

– Aunque es una autobiografía, se lee como una novela -dijo Santiago-. Ya verás el capítulo "La noche de los cuchillos largos", sobre una revolución en Alemania. Formidable; ya verás.

– ¿Sobre una revolución? -Aída hojeó el libro, la voz y los ojos ahora llenos de desconfianza-. ¿Pero este Valtin es comunista o anticomunista?

– No sé si se enamoró de mí, no sé si supo que yo estaba enamorado de ella -dice Santiago-. A veces pienso que sí, a veces que no.

– Usted no supo, ella no sabía, qué enredado, ¿acaso esas cosas no se saben siempre, niño? -dice Ambrosio-. ¿Quién era la muchacha?

– Te advierto que si es anti te lo devuelvo -y la suave voz tímida de Aída se volvió desafiante-. Porque yo soy comunista.

– ¿Tú eres comunista? -la miró atónito Santiago- ¿de veras eres comunista?

Todavía no eras, piensa, querías ser comunista.

Sentía su corazón golpeando fuerte y estaba maravillado: en San Marcos no se estudia nada, flaco, sólo se hacía política, era una cueva de apristas y de comunistas, todos los resentidos del Perú se juntaban ahí.

Piensa: pobre papá. Ni siquiera habías entrado a San Marcos, Zavalita, y mira lo que descubrías.

– En realidad, soy y no soy -confesó Aída-. Porque dónde andarán los comunistas aquí.

¿Cómo se podía ser comunista sin saber siquiera si existía un partido comunista en el Perú? A lo mejor Odría los había encarcelado a todos, a lo mejor deportado o asesinado. Pero si aprobaba el oral y entraba a San Marcos, Aída averiguaría en la Universidad, se pondría en contacto con los que quedaban y estudiaría marxismo y se inscribiría en el Partido. Me miraba desafiándome, piensa, a ver discúteme, su voz era suavecita y sus ojos insolentes, dime son unos ateos, ardientes, a ver niégame, inteligentes, y tú, piensa, la escuchabas asustado y admirado: eso existía, Zavalita. Piensa: ¿me enamoré ahí?

– Una compañera de San Marcos -dice Santiago-. Hablaba de política, creía en la Revolución.

– Caramba, no se enamoraría de una aprista, niño -dice Ambrosio.

– Los apristas ya no creían en la Revolución -dice Santiago-. Ella era comunista.

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