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Ambrosio había caminado por la Colmena hasta el Parque Universitario. Fue a averiguar los precios del ómnibus, compró un pasaje en uno que salía a las diez, así que tuvo tiempo de tomar un café con leche y dar una vueltecita. Estuvo mirando las vitrinas de la avenida Iquitos, calculando si se compraba una camisa para volver a Chincha más presentable de lo que salió, quince años atrás. Pero sólo le quedaban cien soles y no se animó. Compró un tubo de pastillas de menta, todo el viaje sintió esa frescura perfumada en las encías, la nariz y el paladar. Pero en el estómago sentía cosquillas: qué dirían los que lo reconocieran al verlo así. Todos debían haber cambiado mucho, algunos se morirían, otros se habrían mandado mudar del pueblo, a lo mejor la ciudad había cambiado tanto que ni la reconocía. Pero apenas se detuvo el ómnibus en la plaza de Armas, aunque todo se había achicado y achatado, reconoció todo: el olor del aire, el color de las bancas y de los tejados, las losetas en triángulo de la vereda de la Iglesia. Se había sentido apenado, mareado, avergonzado. No había pasado el tiempo, no había salido de Chincha, ahí doblando la esquina estaría la oficinita de "Transportes Chincha" donde comenzó su carrera de chofer. Sentado en una banca había fumado, mirado. Sí, algo había cambiado: las caras.

Observaba ansiosamente a hombres y mujeres y había sentido que el pecho le latía fuerte al ver acercarse a una figura cansada y descalza, con un sombrero de paja y un bastón que tanteaba: ¡el ciego Rojas! Pero no era él, sino un ciego albino y todavía joven que fue a acuclillarse bajo una palmera. Se levantó, echó a andar, y cuando llegó a la barriada vio que habían pavimentado algunas calles y construido casitas con pequeños jardines que tenían el pasto marchito. Al fondo, donde comenzaban las chacras del camino a Grocio Prado, ahora había un mar de chozas. Había estado yendo y viniendo por los polvorientos pasadizos de la barriada sin reconocer ninguna cara. Después había ido al cementerio, pensando la tumba de la negra estará junto a la del Perpetuo. Pero no estaba y no se había atrevido a preguntarle al guardián dónde la habían enterrado. Había vuelto al centro de la ciudad al atardecer, desilusionado, olvidado del nuevo bautizo y los papeles y con hambre. En el café-restaurant "Mi Patria" que ahora se llamaba "Victoria" y atendían dos mujeres en vez de don Rómulo, había comido un churrasco encebollado, sentado cerca de la puerta, mirando todo el tiempo la calle, tratando de reconocer alguna cara: todas distintas. Se había acordado de algo que le dijo Trifulcio esa noche, la víspera de su partida a Lima, cuando caminaban a oscuras: estoy en Chincha y siento que no estoy, reconozco todo y no reconozco nada. Ahora entendía lo que había querido decirle.

Había merodeado todavía por otros barrios: el colegio José Pardo, el hospital San José, el teatro Municipal, habían modernizado un poquito el mercado. Todo igualito pero más chiquito, todo igualito pero más chato, sólo la gente distinta: se había arrepentido de haber ido, niño, se había regresado esa noche jurando no volveré. Ya se sentía bastante jodido aquí, niño, allá ese día además de jodido se había sentido viejísimo. ¿Y cuando se acabara la rabia se acabaría tu trabajo en la perrera, Ambrosio? Sí, niño. ¿Y qué haría?

Lo que había estado haciendo antes de que el administrador lo hiciera llamar con el Pancras y le dijera okey, échanos una mano por unos días aunque sea sin papeles. Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría ¿no niño?

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