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Anochecía, amanecía, atardecía, venía a visitarla Gertrudis, venía su tía, ella las escuchaba y les decía sí a todo y les agradecía los regalitos que le traían. ¿Siempre andas pensando en Trinidad?, le preguntaba a diario la señora Rosario, y ella sí, también en su hijito.

Te pareces a Trinidad, le decía la señora Rosario, bajas la cabeza, no luchas, que se olvidara de su desgracia, eres joven, podía rehacer su vida. Amalia no salía de Mirones, andaba puro remiendo, se lavaba y peinaba rara vez, un día al mirarse en un espejito pensó si Trinidad te viera ya no te querría. En la noche, cuando don Atanasio regresaba, ella se metía a su cuarto a conversar con él. Vivía en un cuartito de techo tan bajo que Amalia no podía estar de pie, y había en el suelo un colchón despanzurrado y mil cachivaches.

Mientras conversaban, don Atanasio sacaba su botellita y tomaba. ¿Creía que los soplones le habían pegado a Trinidad, don Atanasio, que cuando vieron que se les moría lo habían dejado en la puerta del San Juan de Dios? A veces, don Atanasio sí, eso pasaría, y otras no, lo soltarían y él se sentiría mal y se iría solito al Hospital, y otras qué te importa ya, ya se había muerto, piensa en ti, olvídate de él.

VI

¿HABÍA sido ese primer año, Zavalita, al ver que San Marcos era un burdel y no el paraíso que creías?

¿Qué no le había gustado, niño? No que las clases comenzaran en junio en vez de abril, no que los catedráticos fueran decrépitos como los pupitres, piensa, sino el desgano de sus compañeros cuando se hablaba de libros, la indolencia de sus ojos cuando de política.

Los cholos se parecían terriblemente a los niñitos bien, Ambrosio. A los profesores les pagarían miserias, decía Aída, trabajarían en ministerios, darían clases en colegios, quién les iba a pedir más. Había que comprender la apatía de los estudiantes, decía Jacobo, el sistema los formó así: necesitaban ser agitados, adoctrinados, organizados. ¿Pero dónde estaban los comunistas, dónde aunque fuera los apristas? ¿Todos encarcelados, todos deportados? Eran críticas retrospectivas, Ambrosio, entonces no se daba cuenta y le gustaba San Marcos. ¿Qué sería del catedrático que en un año glosó dos capítulos de la Síntesis de Investigaciones Lógicas publicada por la Revista de Occidente? Suspender fenomenológicamente el problema de la rabia, poner entre paréntesis, diría Husserl, la grave situación creada por los perros de Lima: ¿qué cara pondría el Director? ¿Qué del que sólo hacía pruebas de ortografía, qué del que preguntó en el examen errores de Freud?

– Te equivocas, uno tiene que leer incluso a los oscurantistas -dijo Santiago.

– Lo lindo sería leerlos en su propio idioma -dijo Aída- Quisiera saber francés, inglés, hasta alemán.

– Lee todo, pero con sentido crítico -dijo Jacobo-. Los progresistas siempre te parecen malos y los decadentes siempre buenos. Eso es lo que te critico.

– Sólo digo que "Así se templó el acero" me aburrió y que me gustó "El castillo" -protestó Santiago-. No estoy generalizando.

– La traducción de Ostrovski debe ser mala y la de Kafka buena, ya no discutan -dijo Aída.

¿Qué del anciano pequeñito, barrigón, de ojos azules y melena blanca que explicaba las fuentes históricas? Era tan bueno que daban ganas de seguir Historia y no Psicología, decía Aída, y Jacobo sí, lástima que fuera hispanista y no indigenista. Las aulas abarrotadas de los primeros días se fueron vaciando, en setiembre sólo asistía la mitad de los alumnos y ya no era difícil pescar asiento en las clases. No se sentían defraudados, no era que los profesores no supieran o quisieran enseñar, piensa, a ellos tampoco les interesaba aprender. Porque eran pobres y tenían que trabajar, decía Aída, porque estaban contaminados de formalismo burgués y sólo querían el título, decía Jacobo; porque para recibirse no hacía falta asistir ni interesarse ni estudiar: sólo esperar. ¿Estaba contento en San Marcos flaco, de veras enseñaban ahí las cabezas del Perú flaco, por qué se había vuelto tan reservado flaco? Sí estaba papá, de veras papá, no se había vuelto papá. Entrabas y salías de la casa como un fantasma, Zavalita; te encerrabas en tu cuarto y no le dabas cara a la familia, pareces un oso decía la señora Zoila, y el Chispas te ibas a volver virolo de tanto leer, y la Teté por qué ya no salías nunca con Popeye, supersabio. Porque Jacobo y Aída bastaban, piensa, porque ellos eran la amistad que excluía, enriquecía y compensaba todo. ¿Ahí, piensa, me jodí ahí?

Se habían matriculado en los mismos cursos, se sentaban en la misma banca, iban juntos a la Biblioteca de San Marcos o a la Nacional; a duras penas se separaban para dormir. Leían los mismos libros, veían las mismas películas, se enfurecían con los mismos periódicos. Al salir de la Universidad, a mediodía y en las tardes, conversaban horas en "El Palermo” de la Colmena, discutían horas en la pastelería “Los Huérfanos” de Azángaro, comentaban horas las noticias políticas en un café-billar a espaldas del Palacio de Justicia. A veces se zambullían en un cine, a veces recorrían librerías, a veces emprendían como una aventura largas caminatas por la ciudad. Asexuada, fraternal, la amistad parecía también eterna.

– Nos importaban las mismas cosas, odiábamos las mismas cosas, y nunca estábamos de acuerdo en nada -dice Santiago-. Eso era formidable, también.

– ¿Por qué estaba amargado, entonces? -dice Ambrosio-. ¿Por la muchacha?

– Nunca la veía a solas -dice Santiago-. No estaba amargado; a ratos un gusanito en el estómago, nada más.

– Usted quería enamorarla y no podía, teniendo ahí al otro -dice Ambrosio. Sé lo que se siente estando cerca de la mujer que uno quiere y no pudiendo hacer nada.

– ¿Te pasó eso con Amalia? -dice Santiago.

– Vi una película con ese tema -dice Ambrosio.

La Universidad era un reflejo del país, decía Jacobo, hacía veinte años esos profesores a lo mejor eran progresistas y leían, después por tener que trabajar en otras casas y por el ambiente se habían mediocrizado y aburguesado, y ahí, de pronto, viscoso y mínimo en la boca del estómago: el gusanito. También era culpa de los alumnos, decía Aída, les gustaba este sistema, y si todos tenían la culpa no había más remedio que conformarnos decía Santiago, y Jacobo: la solución era la reforma universitaria. Un cuerpo diminuto y ácido en la maleza de las conversaciones, súbito en el calor de las discusiones, interfiriendo, desviando, malogrando la atención con ráfagas de melancolía o nostalgia. Cátedras paralelas, co-gobierno, universidades populares, decía Jacobo: que entrara a enseñar todo el que fuera capaz, que los alumnos pudieran tachar a los malos profesores, y como el pueblo no podía venir a la Universidad que la Universidad fuera al pueblo.

¿Melancolía de esos imposibles diálogos a solas con ella que deseaba, nostalgia de esos paseos a solas con ella que inventaba? Pero si la Universidad era un reflejo del país San Marcos nunca iría bien mientras el Perú fuera tan mal, decía Santiago, y Aída si se quería curar el mal de raíz no había que hablar de reforma universitaria sino de Revolución. Pero ellos eran estudiantes y su campo de acción era la Universidad, decía Jacobo, trabajando por la reforma trabajarían por la Revolución: había que ir por etapas y no ser pesimista.

– Estaba usted celoso de su amigo -dice Ambrosio-. Y los celos son lo más venenoso que hay.

– A Jacobo le pasaría lo mismo que a mí -dice Santiago-. Pero los dos disimulábamos. El también sentiría ganas de desaparecerlo de una mirada mágica para quedarse solo con la muchacha -se ríe Ambrosio.

– Era mi mejor amigo -dice Santiago-. Yo lo odiaba, pero a la vez lo quería y lo admiraba.

– No debes ser tan escéptico -dijo Jacobo-. Eso de todo o nada es típicamente burgués.

– No soy escéptico -dijo Santiago-. Pero hablamos y hablamos y ahí nos quedamos.

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