– Sólo para demostrar que no es como los demás, acabará casándose con una negra, china o india -se rió el Chispas-. Ya verás, Teté.
– Al menos cuéntanos qué amigos tienes, anda -dijo la Teté-. ¿Siempre comunistas?
– Ha pasado de los comunistas a los crápulas -se rió el Chispas-. Tiene un amigo en Chorrillos que parece salido del Frontón. Una cara de forajido y un tufo que marea.
– Si el periodismo no te gusta, no sé qué esperas para amistarte con el papá y venir a trabajar con él -dijo la Teté.
– Los negocios me gustan menos que el periodismo -dijo Santiago-. Eso está bien para el Chispas.
– Si no vas a ser abogado, ni quieres hacer negocios; nunca vas a tener plata -dijo la Teté.
– El problema es que tampoco quiero tener plata -dijo Santiago-. Además, para qué. El Chispas y tú serán millonarios; ustedes me darán cuando me haga falta.
– Estás en tu noche -dijo el Chispas-. ¿Se puede saber qué tienes contra la gente que quiere ganar plata?
– Nada, simplemente que yo no quiero ganar plata -dijo Santiago.
– Bueno, eso es lo más fácil del mundo -dijo el Chispas.
– Antes de que peleen vamos a comer unos pollos -dijo la Teté-. Me muero de hambre.
A LA mañana siguiente se despertó antes que Símula. Eran sólo las seis en el reloj de la cocina, pero el cielo ya estaba claro y no hacía frío. Barrió su cuarto y tendió la cama con toda calma, como siempre estuvo midiendo el agua de la ducha con el pie un buen rato y acabó entrando a poquitos; se jabonó sonriendo, acordándose de la señora: las patitas, las tetitas, el potito. Salió y Símula, que preparaba el desayuno, la mandó a despertar a Carlota. Desayunaron y a las siete y media fue a comprar los periódicos. El muchacho del quiosco la estuvo fastidiando y en vez de responderle una malacrianza se bromeó un rato con él.
Se sentía de buen humor, sólo faltaban tres días para el domingo. Querían que las despertaran temprano, dijo Símula, súbeles el desayuno de una vez. Sólo en la escalera vio la fotografía del periódico. Tocó la puerta varias veces, la voz dormida de la señora ¿sí?, y entró hablando: había una foto del señor en “La Prensa”, señora. En la semioscuridad una de las dos formas de la cama se enderezó, se encendió la lamparita del velador. La señora se echó los cabellos atrás y mientras ella colocaba la bandeja en la silla y la aderezaba a la cama, la señora miraba el periódico.
¿Le abría la cortina, señora?, pero ella no contestó: pestañeaba, los ojos clavados en la fotografía. Por fin, sin mover la cabeza, estiró una mano y remeció a la señorita Queta.
– Qué quieres -se quejaron las sábanas-. Déjame dormir, es medianoche.
– Se mandó mudar, Queta -la remecía con furia, miraba asombrada el periódico-. Se largó, se mandó mudar.
La señorita Queta se incorporó, se frotaba los ojos hinchados con las dos manos, se inclinó a mirar, y Amalia como siempre sintió vergüenza al verlas así tan juntas, sin nada.
– Al Brasil -repetía la señora, con voz espantada-. Sin venir, sin llamar. Se largó sin decirme una palabra, Queta.
Amalia llenaba las tazas, trataba de leer pero sólo veía los pelos negros de la señora, los colorados de la señorita Queta, se había ido, qué iba a pasar.
– Bueno, habrá tenido que partir de urgencia -decía la señorita Queta, tapándose el pecho con la sábana-. Ahora te mandará el pasaje. Te habrá dejado alguna carta, seguro.
La señora se había desencajado y Amalia veía cómo le temblaba la boca, la mano que sujetaba el periódico lo iba arrugando: el desgraciado ése, Queta, sin telefonear, sin dejarle un centavo, y sollozó. Amalia dio media vuelta y salió del cuarto: no te pongas así, chola, oía, mientras bajaba volando las gradas para contarles a Carlota y a Símula.
SE enjuagó la boca, limpió su cuerpo con minucia, se friccionó el cerebro con una toalla empapada en colonia. Se vistió muy despacio, la mente en blanco y un zumbido delicado en las orejas. Volvió al dormitorio y ellas se habían cubierto con las sábanas. Distinguió en la penumbra las cabelleras en desorden, las manchas de rouge y rimmel en las caras saciadas, el sosiego adormecido de sus ojos. Queta se había encogido ya para dormir, pero Hortensia lo miraba.
– ¿No vas a quedarte? -su voz era desinteresada y opaca.
– No hay sitio -dijo él, desde la puerta, y le sonrió antes de salir-. Vendré mañana, quizás.
Bajó la escalera de prisa, recogió el maletín de la alfombra, salió a la calle. Sentados en el muro del jardín, Ludovico y Ambrosio conversaban con los guardias de la esquina. Al verlo se callaron y pusieron de pie.
– Buenas noches -murmuró, alcanzando un par de libras a los guardias-. Tómense algo contra el frío.
Entrevió apenas sus sonrisas, oyó sus gracias y entró al auto: a Chaclacayo. Apoyó la cabeza en el respaldo, se subió las solapas, ordenó que cerraran las ventanillas de adelante. Oía, inmóvil, el rumor de la charla de Ambrosio y Ludovico, y de cuando en cuando abría los ojos y reconocía calles, plazas, la oscura carretera: todo zumbaba en su cabeza, monótonamente. Dos reflectores cayeron sobre el automóvil cuando éste se detuvo. Oyó órdenes y buenas noches, divisó las siluetas de los guardias que abrían el portón. ¿A qué hora mañana, don Cayo?, dijo Ambrosio. A las nueve.
Las voces de Ambrosio y Ludovico se perdieron á su espalda, y desde la entrada de la casa, divisó siluetas retirando la tranquera del garaje. Estuvo sentado en el escritorio unos minutos, tratando de anotar en su libreta los asuntos del día siguiente. En el comedor se sirvió un vaso de agua helada y subió al dormitorio a pasos lentos, sintiendo temblar el vaso en su mano. Las pastillas para dormir estaban en la repisa del baño, junto a la máquina de afeitar. Tomó dos, con un largo trago de agua. A oscuras dio cuerda al reloj y puso el despertador a las ocho y media. Se subió las sábanas hasta el mentón. La sirvienta había olvidado cerrar las cortinas y el cielo era un cuadrado negro salpicado de brillos diminutos. Las pastillas demoraban entre diez y quince minutos en traer el sueño. Se había acostado a las tres y cuarenta y las agujas fosforescentes del despertador marcaban las cuatro menos cuarto. Unos cinco minutos de desvelo todavía.
TRES
I
LLEGÓ a la redacción poco antes de las cinco y se estaba quitando el saco cuando sonó el teléfono al fondo de la sala. Vio qué Arispe levantaba el aparato, movía la boca, echaba una ojeada a los escritorios vacíos y lo veía: Zavalita, por favor. Cruzó la redacción, se detuvo ante la mesa colmada de puchos, papeles, fotos y rollos de pruebas.
– Los conchudos de policiales no vienen hasta las siete -dijo Arispe-. Vaya usted, tome los datos y se los pasa después a Becerrita.
– General Garzón 311 -leyó Santiago en el papel-. Jesús María ¿no?
– Vaya bajando, yo les paso la voz a Periquito y a Darío -dijo Arispe-. Debe haber fotos de ella en el archivo. ¿La Musa chaveteada? -dijo Periquito en la camioneta, mientras cargaba su cámara-. Vaya notición.
– Hace años cantaba en Radio el Sol -dijo Darío, el chofer-. ¿Quién la mató?
– Un crimen pasional, parece -dijo Santiago-. Nunca oí hablar de ella.
– Le saqué fotos cuando salió Reina de la Farándula, una real hembra -dijo Periquito-. ¿Haces policiales ahora, Zavalita?
– Era el único en la redacción cuando le dieron el dato a Arispe -dijo Santiago-. Me servirá de escarmiento para no llegar más a la hora.
La casa estaba junto a una botica, había dos patrulleros y gente aglomerada en la calle, ahí viene “La Crónica” gritó un chiquillo. Tuvieron que mostrar los carnets del diario a un policía y Periquito fotografió la fachada, la escalera, el primer rellano. Una puerta abierta, piensa, humo de cigarrillos.
– A usted no lo conozco -dijo un gordo de papada, vestido de azul, examinando el carnet-¿Qué fue de Becerrita?