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– Me voy para que no se arrepienta de lo que está diciendo -ronca, la voz lastimada-. No necesito trabajo, sépase que no le acepto ningún favor, ni menos su plata. Sépase que no se merecía el padre que tuvo, sépasela. Váyase a la mierda, niño.

– Ya está, ya está, no me importa -dice Santiago-. Ven, no te vayas, ven.

Hay un rugido breve a sus pies, el Batuque mira también: la figurilla oscura se aleja pegada a las paredes de los corralones, destaca contra los ventanales lucientes del garaje de la Ford, se hunde en la escalerilla del Puente.

– Ya está -solloza Santiago, inclinándose, acariciando la rolita tiesa, el hocico ansioso-. Ya nos vamos, Batuquito.

Se incorpora, solloza de nuevo, saca un pañuelo y se limpia los ojos. Unos segundos permanece inmóvil, su espalda apoyada contra el portón de "La Catedral", recibiendo la garúa en la cara llena de lágrimas de nuevo. El Batuque se frota contra sus tobillos, le lame los zapatos, gruñe bajito mirándolo. Echa a andar, despacio, las manos en los bolsillos, hacia la Plaza Dos de Mayo, y el Batuque trota a su lado. Hay hombres tumbados al pie del monumento y a su alrededor un muladar de colillas, cáscaras y papeles; en las esquinas la gente toma por asalto los ómnibus maltrechos que se pierden envueltos en terrales en dirección a la barriada; un policía discute con un vendedor ambulante y las caras de ambos son odiosas y desalentadas y sus voces están como crispadas por una exasperación vacía. Da la vuelta a la Plaza, al entrar a la Colmena detiene un taxi: ¿su perrito no iría a ensuciar el asiento? No, maestro, no lo iba a ensuciar: a Miraflores, a la calle Porta. Entra, pone al Batuque en sus rodillas, esa hinchazón en el saco. Jugar tenis, nadar, hacer pesas, aturdirse, alcoholizarse como Carlitos. Cierra los ojos, tiene la cabeza contra el espaldar, su mano acaricia el lomo, las orejas, el hocico frío, el vientre tembloroso. Te salvaste de la perrera, Batuquito, pero a ti nadie vendrá a sacarte nunca de la perrera, Zavalita, mañana iría a visitar a Carlitos a la Clínica y le llevaría un libro, no Huxley. El taxi avanza por ciegas calles ruidosas, en la oscuridad oye motores, silbatos, voces fugitivas. Lástima no haberle aceptado a Norwin el almuerzo, Zavalita. Piensa: él los mata a palos y tú a editoriales. El era mejor que tú, Zavalita. Había pagado más, se había jodido más.

Piensa: pobre papá. El taxi disminuye la velocidad y él abre los ojos: la Diagonal está ahí, atrapada en los cristales delanteros del taxi, oblicua, plateada, hirviendo de autos, sus avisos luminosos titilando ya. La neblina blanquea los árboles del Parque, las torres de la iglesia se desvanecen en la grisura, las copas de los ficus oscilan: pare aquí. Paga la carrera y el Batuque comienza a ladrar. Lo suelta, lo ve cruzar la entrada de la Quinta como un bólido. Oye adentro los ladridos, se acomoda el saco, la corbata, oye el grito de Ana, imagina su cara. Entra al patio, las casitas de duende tienen iluminadas las ventanas, la silueta de Ana que abraza al Batuque y viene hacia él, por qué te demoraste tanto amor, qué nerviosa había estado, qué asustada amor.

– Entremos, este animal va a enloquecer a toda la Quinta -y la besa apenas-. Calla, Batuque.

Va al baño y mientras orina y se lava la cara oye a Ana, qué había pasado corazón, por qué se había tardado así, jugando con el Batuque, menos mal que lo encontraste amor, y oye los dichosos ladridos. Sale y Ana está sentada en la salita, el Batuque en sus brazos. Se sienta a su lado, la besa en la sien.

– Has estado tomando -lo tiene cogido del saco, lo mira medio risueña, medio enojada-. Hueles a cerveza, amor. No me digas que no, has estado tomando ¿no?

– Me encontré con un tipo que no veía hacía siglos. Fuimos a tomarnos un trago. No pude librarme, amor.

– Y yo aquí, medio loca de angustia -oye su voz quejumbrosa, mimosa, cariñosa-. Y tú tomando cerveza con tus amigotes. ¿Por qué al menos no me llamaste donde la alemana, amor?

– No había teléfono, nos metimos a una cantina de mala muerte -bostezando, desperezándose, sonriendo-. Y además no me gusta molestar a la loca de la alemana todo el tiempo. Me siento pésimo, me duele una barbaridad la cabeza.

Bien hecho, por haberla tenido con los nervios rotos toda la tarde, y le pasa la mano por la frente y lo mira y le sonríe y le habla bajito y le pellizca una oreja: bien hecho que duela cabecita, amor, y él la besa. ¿Quería dormir un ratito, le cerraba la cortina, corazón? Sí, se pone de pie, un ratito, se tumba en la cama, y las sombras de Ana y del Batuque trajinan a su alrededor, buscándose.

– Lo peor es que me gasté toda la plata, amor. No sé cómo vamos a llegar hasta el lunes.

– Bah, qué importa. Menos mal que el chino de San Martín me fía siempre, menos mal que es el chino más bueno que hay.

– Lo peor es que nos quedamos sin cine. ¿Daban algo bueno, hoy?

– Una con Marlon Brando, en el Colina -y la voz de Ana, lejanísima, llega como a través del agua-. Una policial de ésas que te gustan, amor. Si quieres, me prestó plata de la alemana.

Está contenta, Zavalita, te perdona todo porque le trajiste al Batuque. Piensa: en este momento es feliz.

– Me prestó y vamos al cine, pero me prometes que nunca más te vas a tomar cerveza con tus amigotes sin avisarme -se ríe Ana, cada vez más lejos.

Piensa: te prometo. La cortina tiene una esquina plegada y Santiago puede ver un retazo de cielo casi oscuro, y adivinar, afuera, encima, cayendo sobre la Quinta de los duendes, Miraflores, Lima, la miserable garúa de siempre.

II

POPEYE Arévalo había pasado la mañana en la playa de Miraflores. Miras por gusto la escalera, le decían las chicas del barrio, la Teté no va a venir. Y, efectivamente, la Teté no fue a bañarse esa mañana. Defraudado, volvió a su casa antes del mediodía, pero mientras subía la cuesta de la Quebrada iba viendo la naricita, el cerquillo, los ojitos de Teté, y se emocionó: ¿cuándo vas a hacerme caso, cuándo Teté? Llegó a su casa con los pelos rojizos todavía húmedos, ardiendo de insolación la cara llena de pecas. Encontró al senador esperándolo: ven pecoso, conversarían un rato. Se encerraron en el escritorio y el senador siempre quería estudiar arquitectura? Sí papá, claro que quería. Sólo que el examen de ingreso era tan difícil, se presentaban montones y entraban poquísimos. Pero él chancaría fuerte, papá, y a lo mejor ingresaba. El senador estaba contento de que hubiera terminado el colegio sin ningún curso jalado y desde fin de año era una madre con él, en enero le había aumentado la propina de una a dos libras. Pero aun así, Popeye no se esperaba tanto: bueno, pecoso, como era difícil ingresar a Arquitectura mejor no se arriesgaba este año, que se matriculara en los cursos de Pre y estudiara fuerte, y así el próximo año entrarás seguro: ¿qué le parecía, pecoso? Bestial, papá, la cara de Popeye se encendió más, sus ojos brillaron. Chancaría, se mataría estudiando y el año próximo seguro que ingresaba.

Popeye había temido un verano fatal, sin baños de mar, sin matinés, sin fiestas, días y noches aguados por las matemáticas, la física y la química, y a pesar de tanto sacrificio no ingresaré y habré perdido las vacaciones por las puras. Ahí estaban ahora, recobradas, la playa de Miraflores, las olas de la Herradura, la bahía de Ancón, y las imágenes eran tan reales, las plateas del Leuro, el Montecarlo y el Colina, tan bestiales, salones donde él y la Teté bailaban boleros, como las de una película en tecnicolor. ¿Estás contento?, dijo el senador, y él contentísimo. Qué buena gente es, pensaba, mientras iban al comedor, y el senador eso sí, pecoso, acabadito el verano a romperse el alma- ¿se lo prometía?, y Popeye se lo juraba, papá.

Durante el almuerzo el senador le hizo bromas, ¿la hija de Zavala todavía no te daba bola, pecoso?, y él se ruborizó: ya le estaba dando su poquito, papá. Eres una criatura para tener enamorada, dijo su vieja, que se dejara de adefesios todavía. Qué ocurrencia, ya está grande, dijo el senador, y además la Teté era una linda chiquilla. No des tu brazo a torcer, pecoso, a las mujeres les gustaba hacerse de rogar, a él le había costado un triunfo enamorar a la vieja, y la vieja muerta de risa. Sonó el teléfono y el mayordomo vino corriendo: su amigo Santiago, niño. Tenía que verlo urgente, pecoso. ¿A las tres en el Cream Rica de Larco, flaco? A las tres en punto, pecoso. ¿Tu cuñado iba a sacarte la mugre si no dejabas en paz a la Teté, pecoso?, sonrió el senador, y Popeye pensó qué buen humor se gasta hoy. Nada de eso, él y Santiago eran adúes, pero la vieja frunció el ceño: a ese muchachito le falla una tuerca ¿no? Popeye se llevó a la boca una cucharadita de helado, ¿quién decía eso?, otra de merengue, a lo mejor lo convencía a Santiago de que fueran a su casa a oír discos y de que llamara a la Teté, sólo para conversar un rato, flaco. Se lo había dicho la misma Zoila en la canasta del viernes, insistió la vieja. Santiago les daba muchos dolores de cabeza últimamente a ella y a Fermín, se pasaba el día peleando con la Teté y con el Chispas, se había vuelto desobediente y respondón. El flaco se había sacado el primer puesto en los exámenes finales, protestó Popeye, que más querían sus viejos.

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