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Sorbe la sopa ruidosamente, mordisquea los trozos de pescado, coge los huesos y los chupa y deja brillantes escuchando o respondiendo o preguntando, y engulle pedacitos de pan, apura largos tragos de cerveza y se limpia con la mano el sudor: el tiempo se lo tragaba a uno sin darse cuenta, niño. Piensa: ¿por qué no me voy? Piensa: tengo que irme y pide más cerveza: Llena los vasos, atrapa el suyo y mientras habla, recuerda, sueña ó piensa, observa el círculo de espuma salpicado de cráteres, bocas que silenciosamente se abren vomitando burbujas rubias y desaparecen en el líquido amarillo que su mano calienta.

Bebe sin cerrar los ojos, eructa, saca y enciende cigarrillos, se inclina para acariciar al Batuque: cosas pasadas, qué carajo. Habla y Ambrosio habla, las bolsas de sus párpados son azuladas, las ventanillas de su nariz laten como si hubiera corrido, como si se ahogara, y después de cada trago escupe, mira nostálgico las moscas, escucha, sonríe o se entristece o confunde y sus ojos, a ratos, parecen enfurecerse o asustarse o irse; a ratos tiene accesos de tos. Hay canas entre sus pelos crespos, lleva sobre el overol un saco que debió ser también azul y tener botones, y una camisa de cuello alto que se enrosca en su garganta como una cuerda. Santiago ve sus zapatones enormes: enfangados, retorcidos, jodidos por el tiempo. Su voz le llega titubeante, temerosa, se pierde, cautelosa, implorante, vuelve, respetuosa o ansiosa o compungida, siempre vencida: no treinta, cuarenta, cien más. No sólo se había desmoronado, envejecido, embrutecido; a lo mejor andaba tísico también. Mil veces más jodido que Carlitos o que tú, Zavalita. Se iba, tenía que irse y pide más cerveza. Estás borracho, Zavalita, ahorita ibas a llorar. La vida no trataba bien a la gente en este país, niño, desde que salió de su casa había vivido unas aventuras de película. A él tampoco lo había tratado bien la vida, Ambrosio, y pide más cerveza. ¿Iba a vomitar? El olor a fritura, pies y axilas revolotea, picante y envolvente, sobre las cabezas lacias o hirsutas; sobre las crestas engomadas y las chatas nucas con caspa y brillantina, la música de la radiola calla y regresa, calla y regresa, y ahora, más intensas e irrevocables que los rostros saciados y las bocas cuadradas y las pardas mejillas lampiñas, las abyectas imágenes de la memoria están también allí: más cerveza. ¿No era una olla de grillos este país, niño, no era un rompecabezas macanudo el Perú? ¿No era increíble que los odriístas y los apristas que tanto se odiaban ahora fueran uña y carne, niño? ¿Qué diría su papá de esto, niño? Hablan y a ratos oye tímidamente, respetuosamente a Ambrosio que se atreve a protestar: tenía que irse, niño.

Está chiquito e inofensivo, allá lejos, detrás de la mesa larguísima que rebalsa de botellas y tiene los ojos ebrios y aterrados. El Batuque ladra una vez, ladra cien veces. Un remolino interior, una efervescencia en el corazón del corazón, una sensación de tiempo suspendido y tufo. ¿Hablan? La radiola deja de tronar, truena de nuevo. El corpulento río de olores parece fragmentarse en ramales de tabaco, cerveza, piel humana y restos de comida que circulan tibiamente por el aire macizo de "La Catedral", y de pronto son absorbidos por una invencible pestilencia superior: ni tú ni yo teníamos razón papá, es el olor de la derrota papá. Gentes que entran, comen, ríen, rugen, gentes que se van, y el eterno perfil pálido de los chinos del mostrador. Hablan, callan, beben, fuman, y cuando el serranito aparece allí, inclinado sobre el tablero erizado de botellas las otras mesas están vacías y ya no se escucha la radiola ni el crujido del fogón, sólo al Batuque ladrando, Saturnina. El serranito cuenta con sus dedos tiznados y ve la cara urgente de Ambrosio adelantándose hacia él: ¿se sentía mal, niño? Un poquito de dolor de cabeza, ya estaba pasando. Estás haciendo un papelón, piensa, he tomado mucho, Huxley, aquí lo tienes al Batuque sano y salvo, me demoré porque encontré a un amigo. Piensa: amor. Piensa: párate, Zavalita, ya basta. Ambrosio mete la mano al bolsillo y Santiago estira los brazos: ¿estaba cojudo, hombre?, él pagaba. Trastabillea y Ambrosio y el serranito lo sujetan: suéltenme, podía solo, se sentía bien. Pa su diablo, niño, no era para menos, si había tomado tanto. Avanza paso a paso entre las mesas vacías y las sillas cojas de "La Catedral", mirando fijamente el suelo chancroso: ya está, ya pasó. El cerebro se va despejando, va huyendo la modorra de las piernas, van aclarándose los ojos. Pero las imágenes están siempre ahí. Entreverándose en sus pies, el Batuque ladra, impaciente.

– Menos mal que le alcanzó la plata, niño. ¿De veras se siente mejor?

– Estoy un poco mareado, pero no borracho, el trago no me hace nada. La cabeza me da vueltas de tanto pensar.

– Cuatro horas, niño, no sé qué voy a inventar ahora. Puedo perder mi trabajo, usted no se da cuenta. En fin, se lo agradezco. Las cervecitas, el almuerzo, la conversación. Ojalá pueda corresponderle alguna vez, niño.

Están en la vereda, el serranito acaba de cerrar el portón de madera, el camión que ocultaba la entrada ha partido, la neblina borronea las fachadas y en la luz colar acero de la tarde fluye, opresivo e idéntico, el chorro de autos, camiones y ómnibus por el Puente del Ejército. No hay nadie cerca, los lejanos transeúntes son siluetas sin cara que se deslizan entre velos humosos. Nos despedimos y ya está, piensa, no lo verás más. Piensa: no lo he visto nunca, nunca he hablado con él, un duchazo, una siesta y ya está.

– ¿De veras se siente bien, niño? ¿No quiere que lo acompañe?

– El que se siente mal eres tú -dice, sin mover los labios-. Toda la tarde, las cuatro horas te has sentido mal.

– Ni crea, tengo muy buena cabeza para el trago -dice Ambrosio, y, un instante, ríe. Queda con la boca entreabierta, la mano petrificada en el mentón. Está inmóvil, a un metro de Santiago, con las solapas levantadas, y el Batuque, las orejas tiesas, los colmillos fuera, mira a Santiago, mira a Ambrosio, y escarba el suelo, sorprendido o inquieta o asustado. En el interior de "La Catedral" arrastran sillas y parece que baldearan el piso.

– Sabes de sobra de qué estoy hablando -dice Santiago-. Por favor, deja de hacerte el cojudo.

No quiere o no puede entender, Zavalita: no se ha movido y en sus pupilas hay siempre la misma porfiada ceguera, esa atroz oscuridad tenaz.

– Por si quería que lo acompañe, niño -tartamudea y baja los ojos, la voz-. ¿Quiere que le busque un taxi, es decir?

– En "La Crónica" necesitan un portero -y él también baja la voz-. Es un trabajo menos fregado que la perrera. Yo haré que te tomen sin papeles. Estarías mucho mejor. Pero, por favor, deja un ratito de hacerte el cojudo.

– Está bien, está bien -hay un malestar creciente en sus ojos, parece que su voz fuera a rasgarse en chillidos-. Qué le pasa, niño, por qué se pone así.

– Te daré todo mi sueldo de este mes -y su voz se entorpece bruscamente, pero no solloza; está rígido, los ojos muy abiertos-. Tres mil quinientos soles. ¿No es cierto que con esa plata puedes?

Calla, baja la cabeza y automáticamente, como si el silencio hubiera desatado un inflexible mecanismo, el cuerpo de Ambrosio da un paso atrás y se encoge y sus manos se adelantan a la altura del estómago, como para defenderse o atacar. El Batuque gruñe.

– ¿Se le ha subido el trago? -ronca, la voz descompuesta-. Qué le pasa, qué es lo que quiere.

– Que dejes de hacerte el cojudo -cierra los ojos y toma aire-. Que hablemos con franqueza de la Musa, de mi papá. ¿él te mandó? Ya no importa, quiero saber. ¿Fue mi papá?

Se le corta la voz y Ambrosio da otro paso atrás y Santiago lo divisa, agazapado y tenso, los ojos desorbitados por el espanto o la cólera: no te vayas, ven.

No se ha embrutecido, no eres un cojudo, piensa, ven, ven. Ambrosio ladea el cuerpo, agita un puño, como amenazando o despidiéndose.

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