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– Sí papá, ni me interrogaron siquiera.

– Bueno, menos mal que pasó el susto -hasta con un poquito de orgullo, Zavalita-. Qué querías hablar conmigo, flaco.

– He estado pensando en lo que dijiste y tienes razón, papá -sintiendo que se te secaba la boca de golpe, Zavalita-. Quiero irme de la casa y buscar un trabajo. Algo que me permita seguir estudiando, papá.

Don Fermín no se burló, no se rió. Alzó el vaso, tomó un trago, se limpió la boca.

– Estás enojado con tu padre porque te dio un manazo -agachándose para ponerte una mano en la rodilla, Zavalita, mirándote como diciéndote olvidémonos, amistémonos-. Siendo ya tan grande, siendo ya todo un revolucionario perseguido.

Se enderezó, sacó su cajetilla de Chesterfield, su encendedor.

– No estoy enojado contigo, papá. Pero no puedo seguir viviendo de una manera y pensando de otra. Por favor, trata de entenderme, papá..

– ¿No puedes seguir viviendo cómo? -ligeramente herido, Zavalita, de pronto apenado, cansado-. ¿Qué hay aquí que vaya contra tu manera de pensar, flaco?

– No quiero depender de las propinas -sintiendo que te temblaban las manos, la voz, Zavalita-. No quiero que cualquier cosa que haga recaiga sobre ti. Quiero depender de mí mismo, papá.

– No quieres depender de un capitalista -sonriendo afligido, Zavalita, adolorido pero sin rencor-. ¿No quieres vivir con tu padre porque recibe contratos del gobierno? ¿Es por eso?

– No te enojes, papá. (*) No creas que trato de, papá.

– Ya eres grande, ya puedo tener confianza en ti ¿no es cierto? -adelantando una mano hacia tu cara Zavalita, palmeándote la mejilla-. Te voy a explicar por qué me puse tan furioso. Hay algo que estaba a punto de concretarse en estos días. Militares, senadores, mucha gente influyente. El teléfono estaba intervenido por mí, no por ti. Algo se filtraría, el cholito de Bermúdez se aprovechó de ti para darme a entender que sospechaba algo, que sabía. Ahora hay que parar todo, empezar desde el principio. Ya ves, tu padre no es un lacayo de Odría ni mucho menos. Lo vamos a sacar, llamaremos a elecciones. ¿Sabrás guardar el secreto, no? al Chispas no le hubiera contado esto, ya ves que a ti te trato como a un hombrecito, flaco.

– ¿La conspiración del general Espina? -dijo Carlitos-.? Tu padre estuvo complicado también? Nunca se supo.

– Así que pensabas mandarte mudar y que a tu padre se lo cargara el diablo -diciéndote con los ojos ya pasó, no hablemos más, yo te quiero-. Ya ves que mis relaciones con Odría son precarias, ya ves que no tienes por qué tener escrúpulos.

– No es por eso, papá. Ni siquiera sé si me interesa la política, si soy comunista. Es para poder decidir mejor qué es lo que voy a hacer, Qué es lo que quiero ser.

– He estado pensando, ahora en el carro -dándote tiempo a recapacitar, Zavalita, sonriéndote siempre-. ¿Quieres que te mande al extranjero por un tiempo?

A México, por ejemplo. Das tus exámenes y en enero te vas a estudiar a México, por uno o dos años. Ya veremos la manera de convencer a tu madre. ¿Qué te parece, flaco?

– No sé, papá, no se me había ocurrido -pensando que te quería comprar, Zavalita, que acababa de inventar eso para ganar tiempo-. Tengo que pensarlo, papá.

– Hasta enero tienes tiempo de sobra -poniéndose de pie, Zavalita, palmeándote en la cara otra vez-. Así verás las cosas mejor, verás que el mundo no es el mundito de San Marcos. ¿De acuerdo, flaco? Y ahora vámonos a la cama, son las cuatro ya.

Bebió su último trago, apagó la luz, subieron juntos la escalera. Frente al dormitorio, don Fermín se inclinó para besarlo: tenías que tener confianza en tu padre, flaco, fueras lo que fueras, hicieras lo que hicieras, tú eras lo que él más quería, flaco. Entró al dormitorio y se tumbó en la cama. Estuvo mirando el pedazo de cielo de la ventana hasta que amaneció.

Cuando hubo suficiente luz, se levantó y fue hacia el ropero. El alambre estaba donde lo había escondido la última vez.

– Hacía un montón de tiempo que no me robaba a mí mismo, Carlitos -dijo Santiago.

Gordo, trompudo, su colita en espiral, el chancho estaba entre las fotografías del Chispas y de la Teté junto al banderín del Colegio. Cuando terminó de sacar los billetes ya había llegado el lechero, el panadero, y Ambrosio limpiaba el carro en el garaje.

– ¿Al cuánto tiempo entraste a trabajar a "La Crónica? -dijo Carlitos.

– A las dos semanas, Ambrosio -dice Santiago.

DOS

I

ESTOY mejor que donde la señora Zoila, pensaba Amalia, que en el laboratorio, una semana que no se soñaba con Trinidad. ¿Por qué se sentía tan contenta en la casita de San Miguel? Era más chica que la de la señora Zoila, también de dos pisos, elegante, y el jardín qué cuidado, eso sí. El jardinero venía una vez por semana y regaba el pasto y podaba los geranios, los laureles y la enredadera que trepaba por la fachada como un ejército de arañas. A la entrada había un espejo empotrado, una mesita de patas largas con un jarrón chino, la alfombra de la salita era verde esmeralda, los sillones color ámbar y había cojines por el suelo. A Amalia le gustaba el bar: las botellas con sus etiquetas de colores, los animalitos de porcelana, las cajas de puros envueltas en celofán. Y también los cuadros: la tapada que miraba la Plaza de Acho, los gallos Que peleaban en el Coliseo: La mesa del comedor era rarísima, medio redonda medio cuadrada, y las sillas con sus altos espaldares parecían confesionarios. Había de todo en el aparador: fuentes, cubiertos, pilas de manteles, juegos de té, vasos grandes y chicos y largos y chatos, copas. En las mesitas de las esquinas los jarrones tenían siempre flores fresquitas -Amalia cambia las rosas, Carlota hoy compra gladiolos, Amalia hoy cartuchos-, olía tan bien, y el repostero parecía recién pintado de blanco. Qué chistosas las latas, miles, con sus tapas coloradas y sus patodonalds, supermanes y ratonesmickey. De todo en el repostero: galletitas, pasitas, papitas fritas, conservas que se rebalsaban, cajas de cerveza, de whisky, de aguas minerales. En el frigidaire, enorme, había verduras y botellas de leche para regalar. La cocina tenía unas losetas negras y blancas y daba a un patio con cordeles. Ahí estaban los cuartos de Amalia, Carlota y Símula, ahí el bañito de ellas con su excusado, su duchita y su lavador.

UNA aguja hincaba su cerebro, un martillo golpeaba sus sienes. Abrió los ojos y aplastó la palanquita del despertador: el suplicio cesó. Permaneció inmóvil, mirando la esfera fosforescente. Las siete y cuarto ya.

Alzó el fono que comunicaba con la entrada, ordenó el carro a las ocho. Fue al cuarto de baño, demoró veinte minutos en ducharse, afeitarse y vestirse. El malestar en el cerebro aumentó con el agua fría, el dentífrico añadió un sabor dulzón al gusto amargo de la boca ¿iba a vomitar? Cerró los ojos y fue como si viera pequeñas llamas azules consumiendo sus órganos, la sangre circulando espesamente bajo la piel. Sentía los músculos agarrotados, le zumbaban los oídos.

Abrió los ojos: dormir más: Bajó al comedor, apartó el huevo pasado y las tostadas, bebió la taza de café puro con asco. Disolvió dos alka-seltzérs en medio vaso de agua, y apenas apuró el burbujeante líquido, eructó.

En el escritorio, fumó dos cigarrillos mientras preparaba su maletín. Salió y en la puerta los guardias de servicio se llevaron la mano a las viseras: Era una mañana despejada, el sol alegraba los techos de Chiclacayo, los jardines y los matorrales de la orilla del río se veían muy verdes. Esperó fumando que Ambrosio sacara el automóvil del garaje.

SANTIAGO pagó las dos empanadas calientes y la Coca-cola, salió y el jirón Carabaya estaba ardiendo.

Los cristales del tranvía Lima-San Miguel repetían los avisos luminosos y el cielo también estaba rojizo, como si Lima se fuera a convertir en el infierno de verdad.

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