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– La primera vez que le oía decir palabrotas, Carlitos -dijo Santiago-. Insultar a alguien así.

– Me las va a pagar -su frente comida de arrugas, piensa, su cólera helada-. Yo le voy a enseñar a tratar a sus señores.

– Siento mucho haberte hecho pasar ese mal rato, papá, te juro que -y su cara girando de golpe, piensa, y el manotón que te cerraba la boca, Zavalita -La primera, la única vez que me pegó -dice Santiago-. ¿Te acuerdas, Ambrosio?

– Tú también tienes que arreglar cuentas conmigo, mocoso -su voz convertida en un gruñido, piensa-.¿No sabes que para conspirar hay que ser vivo? ¿Que era imbécil conspirar desde tu casa por teléfono? ¿Que la policía podía escuchar? El teléfono estaba intervenido, imbécil.

– Habían grabado lo menos diez conversaciones mías con los de Cahuide, Carlitos -dijo Santiago-. Bermúdez se las había hecho escuchar. Se sentía humillado, eso es lo que le dolía más.

A la altura del colegio Raimondi el tráfico estaba interrumpido; Ambrosio desvió el auto hacia Arenales, y no hablaron hasta el cruce de Javier Prado.

– No se trataba de ti, además -su voz deprimida, preocupada, piensa, ronca-. Me estaba siguiendo los pasos a mí. Aprovechó esta ocasión para hacérmelo saber sin decírmelo de frente.

– Creo que nunca me sentí tan amargado, hasta esa vez del burdel -dijo Santiago-. Porque los habían metido presos por mí, por lo de Jacobo y Aída, porque me habían soltado y a ellos no, por ver al viejo en ese estado.

De nuevo la avenida Arequipa casi desierta, los faros del auto y las rápidas palmeras, y los jardines y las casas a oscuras.

– Así que eres comunista, así que tal como te lo anticipé no entraste a San Marcos a estudiar sino a politiquear -su tonito amargado, piensa, áspero, burlón-. A dejarte embaucar por los vagos y los resentidos.

– He aprobado los exámenes, papá. Siempre he sacado buenas notas, papá.

– A mí qué carajo que seas comunista, aprista, anarquista o existencialista -furioso de nuevo, piensa, manoteándose la rodilla, sin mirarme-. Que tires bombas, robes o mates. Pero después de cumplir veintiún años. Hasta entonces vas a estudiar, y sólo a estudiar. A obedecer, sólo a obedecer.

Piensa: ahí. ¿No se te ocurrió que ibas a destrozarle los nervios a tu madre? Piensa no. ¿Que ibas a meter en un lío a tu padre? No, Zavalita, no se te ocurrió. La avenida Angamos, la Diagonal, la Quebrada, Ambrosio agazapado sobre el volante: no pensaste, no se te ocurrió. ¿Porque era muy cómodo, muy bonito, no? El papito te daba de comer, el papito te vestía y te pagaba los estudios y te regalaba propinas, y tú a jugar al comunismo, y tú a conspirar contra la gente que daba trabajo al papito, carajo eso no. No el manotazo papá, piensa, eso es lo que me dolió. La avenida 28 de Julio, sus árboles, la avenida Larco, el gusanito, la culebra, los cuchillos.

– Cuando produzcas y te mantengas, cuando ya no dependas del bolsillo del papito, entonces sí -suavemente, piensa, salvajemente-. Comunista, anarquista, bombas, allá tú. Mientras tanto a estudiar, a obedecer.

Piensa: lo que no te perdoné, papá. El garaje de la casa, las ventanas iluminadas, en una de ellas el perfil de la Teté, ¡ahí está el supersabio, mamá!

– ¿Y ahí cortaste con Cahuide y tus compinches?-dijo Carlitos.

– Anda tú, flaco, yo tengo que terminar de arreglar este lío -ya arrepentido, piensa, ya tratando de amistarse conmigo-. Y báñate, hasta piojos habrás traído de la Prefectura.

– Y con la abogacía y con la familia y con Miraflores, Carlitos.

El jardín, la mamá, besos, su cara con lágrimas, no veía loco, no veía por ser tan loco, hasta la cocinera y la sirvienta estaban ahí, y los grititos excitados de la Teté: el regreso del hijo pródigo, Carlitos, si en vez de horas hubiera estado adentro un día me hubieran recibido con banda de música. El Chispas se despeñaba por las escaleras: qué susto nos pegaste, hombre. Lo sentaron en la sala, lo rodearon, la señora Zoila le alborotaba el pelo y lo besaba en la frente. El Chispas y la Teté se morían de curiosidad: ¿a la Penitenciaría, a la Prefectura, había visto ladrones, asesinos? el viejo trató de hablar con Palacio pero el Presidente estaba durmiendo, flaco, pero llamó al Prefecto y le había dicho incendios, supersabio. Unos huevos fritos, le decía la señora Zoila a la cocinera, una leche con cocoa y si queda ese pastel de limón. No le habían hecho nada mamá, había sido una equivocación mamá.

– Está feliz que lo metieran preso, se siente un héroe -dijo la Teté-. Ahora sí, quién te va aguantar.

– Vas a salir retratado en "El Comercio" -dijo el Chispas-. Con tu número y una cara de hampón.

– ¿Qué es, cómo es; qué te hacen cuando estás preso? -dijo la Teté.

– Te desvisten, te ponen un uniforme rayado y grillos en los pies -dijo Santiago-. Los calabozos están llenos de ratas y no tienen luz.

– Calla truquero -dijo la Teté-. Cuenta, cuenta cómo es.

– Ya ves, loquito, ya ves tanto querer ir a San Marcos -dijo la señora Zoila-. ¿Me prometes que el otro año te pasarás a la Católica? ¿Que nunca más te meterás en política?

Te prometía mamá, nunca mamá. Eran las dos cuando se fueron a acostar. Santiago se desnudó, se puso el piyama, apagó la lamparilla. Sentía el cuerpo embotado, mucho calor.

– ¿Nunca más buscaste a los de Cahuide? -dijo Carlitos.

Se subió la sábana hasta el cuello y el sueño huyó y el cansancio se agolpó en la espalda. La ventana estaba abierta y se veían algunas estrellas.

– A Llaque lo tuvieron preso dos años, a Washington lo desterraron a Bolivia -dijo Santiago-. A los otros los soltaron quince días después.

Un malestar como un ladrón rondando en la oscuridad, piensa, remordimientos, celos, vergüenza. Te odio papá, te odio Jacobo, te odio Aída. Sentía unas terribles ganas de fumar y no tenía cigarrillos.

– Pensarían que te asustaste -dijo Carlitos-. Que los traicionaste, Zavalita.

La cara de Aída, de Jacobo y Washington y Solórzano y Héctor y de nuevo la de Aída. Piensa: ganas de ser chiquito, de nacer de nuevo, de fumar. Pero si iba a pedirle al Chispas habría que conversar con él.

– En cierta forma me asusté, Carlitos -dijo Santiago-. En cierta forma los traicioné.

Se sentó en la cama, hurgó en los bolsillos del saco, se levantó y revisó todos los ternos del ropero. Sin ponerse la bata ni las zapatillas bajó al primer rellano y entró al cuarto del Chispas. La cajetilla y los fósforos estaban en la mesa de noche, el Chispas dormía boca bajo sobre las sábanas. Regresó a su cuarto. Sentado junto a la ventana ansiosamente, deliciosamente fumó, arrojando la ceniza al jardín. Poco después sintió frenar el auto a la puerta. Vio entrar a don Fermín, vio a Ambrosio yendo hacia su cuartito del fondo. Ahora estaría abriendo el escritorio, ahora prendiendo la luz.

Buscó a tientas las zapatillas y la bata y salió del cuarto. Desde la escalera vio que la luz del escritorio estaba encendida. Bajó, se detuvo junto a la puerta de cristal: sentado en uno de los sillones verdes, el vaso de whisky en la mano, sus ojos trasnochados, las canas de sus sienes. Sólo había encendido la lámpara de pie, como en las noches que se quedaba en casa y leía los periódicos, piensa. Tocó la puerta y don Fermín vino a abrir.

– Quisiera hablar contigo un momentito, papá.

– Entra, vas a resfriarte ahí afuera -ya no enojado, Zavalita, contento de verte-. Hay mucha humedad, flaco.

Lo cogió del brazo, lo hizo entrar, volvió al sillón, Santiago se sentó frente a él.

– ¿Han estado despiertos hasta ahora? -como si ya te hubiera perdonado, Zavalita, o nunca te hubiera reñido-. El Chispas tiene un buen pretexto para no ir mañana a la oficina.

– Nos acostamos hace rato, papá. Yo estaba desvelado.

– Desvelado con tantas emociones -mirándote con cariño, Zavalita-. Bueno, no es para menos. Ahora tienes que contarme todo con detalles. ¿Te trataron bien, de veras?

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