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– Aquí se ha estado haciendo trampa -dijo el que daba las órdenes-. Venimos a protestar.

– A mí me dejó asombrado -dijo el coronel Espina-. Carajo, el tranquilo de Cayo con tamaña hembra. ¿Increíble, no, don Fermín?

– No permitimos que haya fraude -dijo Téllez-. ¡Viva el general Odría, viva don Emilio Arévalo!

– Estamos aquí para cuidar el orden -dijo uno de los guardias-. No tenemos nada que ver con la votación. Protesten con los de las mesas.

– ¡Viva! -gritaban los hombres-. ¡Arévalo-Odría!

– Lo gracioso es que yo le daba consejos -dijo el coronel Espina-. No trabajes tanto, goza un poco de la vida. Y vea usted con la que salió, don Fermín.

La gente se había acercado, mezclado con ellos, y los miraba y miraba a los guardias y se reía. Y entonces en la puerta del rancho surgió un hombrecito que miró a Trifulcio asustado: ¿qué bulla era ésta? Tenía saco y corbata, anteojos y un bigotito sudado.

– Despejen, despejen -dijo, con voz temblona. Ya se cerró la votación, ya son las seis. Guardias, que se retire esta gente.

– Creías que te iba a despedir por lo que me enteré del asunto de tu mujer -dijo don Fermín-. Creíste que haciendo eso me tenías del pescuezo. También tú querías chantajearme, infeliz.

– Dicen que ha habido trampa, señor -dijo uno de los guardias.

– Dicen que vienen a protestar, doctor -dijo el otro.

– Y yo le pregunté cuándo vas a traer a tu mujer de Chincha -dijo el coronel Espina-. Nunca, se quedará en Chincha, nomás. Fíjese cómo se ha avivado el provinciano de Cayo, don Fermín.

– Es cierto, quieren hacer trampa -dijo un tipo que salió del rancho-. Quieren robarle la elección a don Emilio Arévalo.

– Oiga, qué le pasa -el hombrecito había abierto los ojos como platos-. ¿Usted acaso no controló la votación como representante de la lista Arévalo? ¿De qué trampa habla si ni siquiera hemos contado los votos?

– Basta, basta -dijo don Fermín-. Déjate de llorar. ¿No fue así, no pensaste eso, no lo hiciste por eso?

– No permitimos -dijo el que daba las órdenes -Vamos adentro.

– Después de todo, tiene derecho a divertirse -dijo el coronel Espina-. Espero que al General no le parezca mal esto de que se eche una querida; así, tan abiertamente.

Trifulcio cogió al hombrecito de las solapas y con suavidad lo retiró de la puerta. Lo vio ponerse amarillo, lo sintió temblar. Entró al rancho, detrás de Téllez, de Urondo y del que daba las órdenes. Adentro un jovencito en overol se paró y gritó ¡aquí no se puede entrar, policía, policía! Téllez le dio un empujón y el joven se fue al suelo gritando ¡policía, policía!

Trifulcio lo levantó, lo sentó en una silla: quietecito, calladito, hombre. Téllez y Urondo cargaron las ánforas y salieron a la calle. El hombrecito miraba aterrado a Trifulcio: era un delito, iban a ir a la cárcel, y se le deshacía la voz.

– Cállate, a ti te ha pagado Mendizábal -dijo Téllez.

– Cállate si no quieres que te callen -dijo Urondo.

– No vamos a permitir que haya fraude -dijo a los guardias el que daba las órdenes-. Estamos llevando las ánforas al Jurado Departamental.

– Aunque no creo, porque nada de lo que hace Cayo le parece mal -dijo el coronel Espina-. Dice que el mejor servicio que he prestado al país ha sido desenterrar a Cayo de la provincia y traerlo a trabajar conmigo. Lo tiene en el bolsillo al General, don Fermín.

– Bueno, está bien -dijo don Fermín-. No llores más, infeliz.

En la camioneta, Trifulcio se sentó adelante. Vio por la ventanilla que en la puerta del rancho el hombrecito y el muchacho de overol discutían con los guardias. La gente los miraba, unos señalaban la camioneta, otros se reían.

– Bueno, no querías chantajearme sino ayudarme -dijo don Fermín-. Harás lo que yo te diga, bueno, me obedecerás. Pero basta, ya no llores más.

– ¿Y para esto tanta espera? -dijo Trifulcio-. Si sólo había ahí dos tipos del señor Mendizábal. Los otros eran mirones, nomás.

– No te desprecio, no te odio -dijo don Fermín-. Está bien, me tienes respeto, lo hiciste por mí. Para que yo no sufriera, bueno. No eres un infeliz, está bien.

– Mendizábal se creía muy seguro -dijo Urondo-. Como éstas son sus tierras, creyó que iba a barrer con los votos. Pero se ensartó.

– Está bien, está bien -repetía don Fermín.

X

LA POLICÍA había arrancado los cartelones de la fachada de San Marcos, borrado los vivas a la huelga y los mueras a Odría. No se veían estudiantes en el parque Universitario. Había guardias apiñados frente a la capilla de los próceres, dos patrulleros en la esquina de Azángaro, tropa de asalto en los corralones vecinos. Santiago recorrió la Colmena, la plaza San Martín. En el Jirón de la Unión cada veinte metros aparecía un guardia impávido entre los transeúntes, la metralleta bajo el brazo, la máscara contra gases a la espalda, un racimo de granadas lacrimógenas en la cintura. La gente que salía de las oficinas, los vagos y los donjuanes los miraban con apatía o con curiosidad, pero sin temor. También en la Plaza de Armas había patrulleros, y ante las rejas de Palacio, además de los centinelas de uniformes negros y rojos, se veían soldados encasquetados. Pero al otro lado del puente, en el Rímac, no había siquiera agentes de tránsito. Muchachos con caras de matones, matones con caras de tuberculosos fumaban bajo los rancios faroles de Francisco Pizarro, y Santiago avanzó entre cantinas que escupían borrachitos tambaleantes y los mendigos, las criaturas desarrapadas y los perros sin dueño de otras veces. El hotel Mogollón era apretado y largo como la callejuela sin asfalto donde estaba. No había nadie en el nicho que hacía de recepción, el corredorcito y la escalera se hallaban a oscuras. En el segundo piso, cuatro varillas doradas enmarcaban la puerta del cuarto, más pequeña que su vano. Dio los tres golpecitos de contraseña y empujó: la cara de Washington, un catre con una frazada, una almohada sin funda, dos sillas, una bacinica.

– El centro está lleno de policías -dijo Santiago-. Se esperan otra manifestación relámpago esta noche.

– Una mala noticia, lo cogieron al cholo Martínez al salir de Ingeniería -dijo Washington; estaba demacrado y ojeroso, así tan serio parecía otra persona-. Su familia fue a la Prefectura, pero no pudo verlo.

De los tablones del techo pendían telarañas, el único foco estaba muy alto y la luz era sucia.

– Ahora los apristas no pueden decir que sólo ellos caen -dijo Santiago; sonrió, confuso.

– Tenemos que cambiar de sitio -dijo Washington-. Incluso la reunión de esta noche es peligrosa.

– ¿Crees que si le pegan va a hablar? -lo tenían amarrado y una silueta retaca y maciza tomaba impulso y golpeaba, la cara del cholo se contraía en una mueca, su boca aullaba.

– Nunca se sabe -Washington alzó los hombros y bajó los ojos, un instante-. Además, no le tengo confianza al tipo del hotel. Esta tarde me pidió mis papeles otra vez. Llaque va a venir y no he podido avisarle lo de Martínez.

– Lo mejor será tomar un acuerdo rápido y salir de aquí -Santiago sacó un cigarrillo y lo encendió; dio varias pitadas y luego volvió a sacar la cajetilla y se la alcanzó a Washington-. ¿Se reúne siempre la Federación esta noche?

– Lo que queda de la Federación, hay doce delegados fuera de combate -dijo Washington-. En principio sí, a las diez, en Medicina.

– Nos van a caer ahí de todas maneras -dijo Santiago.

– Puede que no, el gobierno debe saber que esta noche probablemente se levantará la huelga y dejará que nos reunamos -dijo Washington-. Los independientes se han asustado y quieren dar marcha atrás. Parece que los apristas también.

– ¿Qué vamos a hacer nosotros? -dijo Santiago.

– Es lo que hay que decidir ahora -dijo Washington-. Mira, noticias del Cuzco y de Arequipa. Allá las cosas andan todavía peor que aquí.

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