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– Ya sé que la disciplina de un partido tiene que ser así -dijo Santiago-. Ya sé que si no, sería un caos. No me estoy defendiendo, Carlitos.

– No te vayas por las ramas, Ochoa -dijo Saldívar-. Cíñete al tema en debate.

– Justamente, precisamente -dijo Ochoa-. Yo pregunto: ¿está la Federación de San Marcos lo bastante fuerte para lanzarse a una acción frontal contra la dictadura?

– Pronúnciate de una vez, que no tenemos tiempo -dijo Héctor.

– Y si no está lo bastante fuerte y se lanza a la huelga -dijo Ochoa- ¿qué sería la actitud de la Federación? Yo pregunto.

– ¿Por qué no te vas a dirigir el programa Kolynos pregunta por veinte mil soles? -dijo Washington.

– ¿Sería o no sería una actitud de provocación? -dijo Ochoa, imperturbable-. Yo pregunto, y constructivamente respondo: sí sería. ¿Qué? Una provocación.

– Era en medio de esas reuniones que de repente sentía que nunca sería un revolucionario, un militante de verdad -dijo Santiago-. De repente una angustia, un mareo, una sensación de estar malgastando horriblemente el tiempo.

– El joven romántico no quería discusiones -dijo Carlitos-. Quería acciones epónimas, bombas, disparos, asaltos a cuarteles. Muchas novelas, Zavalita.

– Ya sé que te fastidia hablar para defender la huelga -dijo Aída-. Pero consuélate, a ves que todos los apristas están en contra. Y sin esos, la Federación rechazará nuestra moción.

– Debían inventar una pastilla, un supositorio contra las dudas, Ambrosio -dice Santiago-Fíjate qué lindo, te lo enchufas y ya está: creo.

Levantó la mano y comenzó a hablar antes que Saldívar le diera la palabra: la huelga consolidaría los Centros, foguearía a los delegados, las bases apoyarían porque ¿acaso no habían demostrado su confianza en ellos eligiéndolos? Tenía las manos en los bolsillos y se clavaba las uñas.

– Igual que cuando hacía el examen de conciencia, los jueves, antes de la confesión -dijo Santiago-. ¿Había soñado con calatas porque había querido soñar con ellas o porque quiso el diablo y no pude impedirlo? ¿Estaban ahí en la oscuridad como intrusas o como invitadas?

– Estás equivocado, sí tenías pasta de militante -dijo Carlitos-. Si tuviera que defender ideas contrarias a las mías, me saldrían rebuznos o gruñidos o píos.

– ¿Qué es lo que haces en "La Crónica”? -dijo Santiago-. ¿Qué es lo que hacemos a diario, Carlitos?

Santos Vivero levantó la mano, había escuchado las intervenciones con una expresión de suave desasosiego, y antes de hablar cerró los ojos y tosió como si todavía dudara.

– La tortilla se volteó en el último minuto -dijo Santiago-. Parecía que los apristas estaban en contra, que no habría huelga. Quizá todo hubiera sido diferente entonces, yo no hubiera entrado a "La Crónica", Carlitos.

Él pensaba, compañeros y camaradas, que lo fundamental en estos momentos no era la lucha por la reforma universitaria, sino la lucha contra la dictadura.

Y una manera eficaz de luchar por las libertades públicas, la liberación de los presos, el retorno de los desterrados, la legalización de los partidos, era, compañeros y camaradas, forjando la alianza obrero-estudiantil, o, como había dicho un gran filósofo, entre trabajadores manuales e intelectuales.

– Si citas a Haya de la Torre otra vez, te leo el Manifiesto Comunista -dijo Washington-. Lo tengo aquí.

– Pareces una puta vieja que recuerda su juventud, Zavalita -dijo Carlitos-. En eso tampoco nos parecemos. Lo que me ocurrió de muchacho se me borró y estoy seguro que lo más importante me pasará mañana. Tú parece que hubieras dejado de vivir cuando tenías dieciocho años.

– No lo interrumpas que se puede arrepentir -susurró Héctor. -¿No ves que está a favor de la huelga?

Sí, ésta podía ser una buena oportunidad, porque los compañeros tranviarios estaban demostrando valentía y combatividad, y su sindicato no estaba copado por los amarillos. Los delegados no debían seguir ciegamente a las bases, debían mostrarles el rumbo: despertarlas, compañeros y camaradas, empujarlas a la acción.

– Después de Santos Vivero, los apristas comenzaron a hablar de nuevo, y nosotros de nuevo -dijo Santiago-. Salimos de la academia de billar de acuerdo y esa noche la Federación aprobó una huelga indefinida de solidaridad con los tranviarios. Caí preso exactamente diez días después, Carlitos.

– Fue tu bautizo de fuego -dijo Carlitos-. Mejor dicho, tu partida de defunción, Zavalita.

IX

– O SEA que hubiera sido mejor para ti quedarte en la casa, no ir a Pucallpa -dice Santiago.

– Sí, mucho mejor -dice Ambrosio-. Pero quién iba a saber, niño..

Pero qué bonito que habla, gritó Trifulcio. Había ralos aplausos en la Plaza, una maquinita, algunos vivas. Desde la escalerilla de la tribuna, Trifulcio veía a la muchedumbre rizándose como el mar bajo la lluvia. Le ardían las manos pero seguía aplaudiendo.

– Primero, quién te mandó gritar Viva el Apra a la Embajada de Colombia -dijo Ludovico.- Segundo, quiénes son tus compinches. Y tercero, dónde están tus compinches. De una vez, Trinidad López.

– Y a propósito -dice Santiago. ¿Por qué te fuiste de la casa?

– Asiento Landa, ya hemos estado parados bastante rato en el Te Deum -dijo don Fermín-. Asiento, don Emilio.

– Ya estaba cansado de trabajar para los demás -dice Ambrosio-. Quería probar por mi cuenta, niño.

A ratos gritaba viva-don-Emilio-Arévalo, a ratos viva-el-general-Odría, a ratos Arévalo-Odría. Desde la tribuna le habían hecho gestos, dicho no lo interrumpas mientras habla, requintado entre dientes, pero Trifulcio no obedecía: era el primero en aplaudir, el último en dejar de hacerlo.

– Me siento ahorcado con esta pechera -dijo el senador Landa-. No soy para andar de etiqueta. Yo soy un campesino, qué diablos.

– Ya, Trinidad López -dijo Hipólito-. Quién te mandó, quiénes son y dónde están. De una vez.

– Yo creía que mi viejo te despidió -dice Santiago.

– Ya sé por qué no le aceptó a Odría la senaduría por Lima, Fermín -dijo el senador Arévalo-. Por no ponerse frac ni tongo.

– Qué ocurrencia, al contrario -dice Ambrosio-. Me pidió que siguiera con él y yo no quise. Vea qué equivocación, niño.

A ratos se acercaba a la baranda de la tribuna, encaraba a la muchedumbre con los brazos en alto, ¡tres hurras por Emilio Arévalo!, y él mismo rugía ¡hurrá!, ¡tres hurras por el general Odría!, y estentóreamente ¡rrá rrá rrá!

– El Parlamento está bien para los que no tienen nada que hacer -dijo don Fermín-. Para ustedes, los terratenientes.

– Ya me calenté, Trinidad López -dijo Hipólito-. Ahora sí que me calenté, Trinidad.

– Sólo me metí en esta macana porque el Presidente insistió para que encabezara la lista de Chiclayo -dijo el senador Landa-. Pero ya me estoy arrepintiendo. Voy a tener que descuidar (*) “Olave”. Esta maldita pechera.

– ¿Cómo supiste que el viejo se murió? -dice Santiago.

– No seas farsante, la senaduría te ha rejuvenecido diez años -dijo don Fermín-. Y no puedes quejarte, en unas elecciones como éstas se es candidato con gusto.

– Por el periódico, niño -dice Ambrosio-. No se imagina la pena que me dio. Porque qué gran hombre fue su papá.

Ahora la Plaza hervía de cantos, murmullos y vítores. Pero al estallar en el micro, la voz de don Emilio Arévalo apagaba los ruidos: caía sobre la Plaza desde el techo de la Alcaldía, el campanario, las palmeras, la glorieta. Hasta en la Ermita de la Beata había colocado Trifulcio un parlante.

– Alto ahí, las elecciones serían fáciles para Landa, que corrió solo -dijo el senador Arévalo-. Pero en mi departamento hubo dos listas, y ganar me ha costado la broma de medio millón de soles.

– Ya viste, Hipólito se calentó y te dio -dijo Ludovico-. Quién, quiénes, dónde. Antes que Hipólito se caliente de nuevo, Trinidad.

– No tengo la culpa de que la otra lista por Chiclayo tuviera firmas apristas -se rió el senador Landa-. La tachó el Jurado Electoral, no yo.

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