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– Y por supuesto que te convenció, Zavalita -dijo Carlitos.

– Me convenció de que creía en lo que nos decía -dijo Santiago-. Y, además, se notaba que le gustaba lo que hacía.

– ¿Cuál es la posición del Partido sobre la unidad de acción con las otras organizaciones fuera de la ley? -dijo Jacobo-. El Apra, los trozkistas.

– No vacilaba, tenía fe -dijo Santiago-. Yo ya envidiaba a la gente que creía ciegamente en algo, Carlitos.

– Estaríamos dispuestos a trabajar con el Apra contra la dictadura -dijo Llaque-. Pero los apristas no quieren que la derecha los siga acusando de extremistas y hacen todo por demostrar su anticomunismo.

Y los trozkistas no son más de diez, y seguramente agentes de la policía.

– Es lo mejor que le puede ocurrir a un tipo, Ambrosio -dice Santiago-. Creer en lo que dice, gustarle lo que hace.

– ¿Por qué el Apra que se ha vuelto pro-imperialista sigue teniendo respaldo en el pueblo? -dijo Aída.

– Por el peso de la costumbre y por su demagogia y por los mártires apristas -dijo Llaque-. Sobre todo, por la derecha peruana. No entiende que el Apra ya no es su enemiga sino su aliada, y la sigue persiguiendo y así la prestigia ante el pueblo.

– Es verdad, la estupidez de la derecha ha convertido al Apra en un gran partido -dijo Carlitos-. Pero si la izquierda no ha pasado de una masonería no ha sido por el Apra, sino por falta de gente capaz.

– Es que los capaces como tú y yo no nos metemos a la candela -dijo Santiago-. Nos contentamos con criticar a los incapaces que sí se meten. ¿Te parece justo, Carlitos?

– Me parece que no y por eso no hablo nunca de política -dijo Carlitos-. Tú me obligas con tus masoquismos asquerosos de cada noche, Zavalita.

– Ahora me toca preguntar a mí, camaradas -sonrió Llaque, como avergonzado-. ¿Quieren entrar a Cahuide? Pueden trabajar como simpatizantes, no necesitan inscribirse en el Partido todavía.

– Yo quiero entrar al Partido ahora mismo. -dijo Aída.

– No hay apuro, pueden tomarse tiempo para reflexionar -dijo Llaque.

– En el círculo hemos tenido de sobra para eso -dijo Jacobo-. Yo también quiero inscribirme.

– Yo prefiero seguir como simpatizante -el gusanito, el cuchillo, la culebra-. Tengo algunas dudas, me gustaría estudiar un poco más antes de inscribirme.

– Muy bien, camarada, no te inscribas hasta que superes todas las dudas -dijo Llaque-. Como simpatizante se puede desarrollar también un trabajo muy útil:

– Ahí quedó demostrado que Zavalita ya no era puro, Ambrosio -dice Santiago-. Que Jacobo y Aída eran más puros que Zavalita.

¿Y si te inscribías ese día, Zavalita, piensa? ¿La militancia te habría arrastrado, comprometido cada vez más, habría barrido las dudas y en unos meses o años te habría vuelto un hombre de fe, un optimista, un oscuro puro heroico más? Habrías vivido mal, Zavalita, como habrán Jacobo y Aída piensa, entrado a y salido de la cárcel unas veces, sido aceptado en y despedido de sórdidos empleos, y en vez de editoriales en “La Crónica” contra los perros rabiosos escribirías en las paginitas mal impresas de “Unidad”, cuando hubiera dinero y no lo impidiera la policía piensa, sobre los avances científicos de la patria del socialismo y la victoria en el sindicato de panificadores de Lurín de la lista revolucionaria sobre la entreguista aprista propatronal, o en las peor impresas de “Bandera Roja”, contra el revisionismo soviético y los traidores de “Unidad” piensa, o habrías sido más generoso y entrado a un grupo insurreccional y soñado y actuado y fracasado en las guerrillas y estarías en la cárcel, como Héctor piensa, o muerto y fermentando en la selva, como el cholo Martínez piensa, y hecho viajes semiclandestinos a Congresos de la Juventud, piensa Moscú, llevado saludos fraternales a Encuentros de Periodistas, piensa Budapest, o recibido adiestramiento militar, piensa la Habana o Pekín. ¿Te habrías recibido de abogado, casado, sido asesor de un sindicato, diputado, más desgraciado o lo mismo o más feliz? Piensa: ay, Zavalita.

– No fue horror al dogma, fue un reflejo de niñito anarquista que no quiere recibir órdenes- dijo Carlitos-. Fue que en el fondo tenías miedo de romper con la gente que come y se viste y huele bien.

– Pero si yo detestaba esa gente, si la sigo detestando -dijo Santiago-. Si eso es de lo único que estoy seguro, Carlitos.

– Entonces fue espíritu de contradicción, afán de buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro -dijo Carlitos-. Debiste dedicarte a la literatura y no a la revolución, Zavalita.

– Yo sabía que si todos se dedicaran a ser inteligentes y a dudar, el Perú andaría siempre jodido -dijo Santiago-. Yo sabía que hacían falta dogmáticos, Carlitos.

– Con dogmáticos o con inteligentes, el Perú estará siempre jodido -dijo Carlitos-. Este país empezó mal y acabará mal. Como nosotros, Zavalita.

– ¿Nosotros los capitalistas? -dijo Santiago.

– Nosotros los cacógrafos -dijo Carlitos-. Todos reventaremos echando espuma, como Becerrita. A tu salud, Zavalita.

– Meses, años soñando con inscribirme en el Partido, y cuando se presenta la ocasión me echo atrás -dijo Santiago-. No lo voy a entender nunca, Carlitos.

– Doctor, doctor, tengo algo que se me sube y se me baja y no sé lo que es -dijo Carlitos-Es un pedito loco, señora, usted tiene carita de poto y el pobre pedito no sabe por donde salir. Lo que te friega la vida es un pedito loco, Zavalita.

¿Juran consagrar su vida a la causa del socialismo y de la clase obrera?, había preguntado Llaque, y Aída y Jacobo sí juro, mientras Santiago observaba; después eligieron sus seudónimos.

– No te sientas disminuido -le dijo Llaque a Santiago-. En la Fracción Universitaria, simpatizantes y militantes son iguales.

Les dio la mano, adiós camaradas, que salieran diez minutos después que él. La mañana estaba nublada y húmeda cuando dejaron atrás la librería de Matías y entraron al "Bransa" de la Colmena y pidieron cafés con leche.

– ¿Te puedo hacer una pregunta? -dijo Aída-. ¿Por qué no te inscribiste? ¿Qué dudas tienes?

– Ya te hablé una vez -dijo Santiago-. Todavía no estoy convencido de algunas cosas. Quisiera…

– ¿Todavía no estás convencido de que Dios no existe? -se rió Aída.

– Nadie tiene por qué discutir su decisión -dijo Jacobo-. Déjalo que se tome su tiempo.

– No se la discuto, pero te voy a decir una cosa -dijo Aída, riéndose-. Nunca te inscribirás, y cuando termines San Marcos te olvidarás de la revolución, y serás abogado de la International Petroleum y socio del Club Nacional.

Jacobo levantó la mano.

– En la Fracción preparábamos esas reuniones como un ballet -dijo Santiago-. Turnarse, desarrollar cada uno un argumento distinto, no dejar sin rebatir ninguna opinión contraria.

Estaba con la corbata caída, despeinado, hablaba en voz baja: la huelga era una ocasión magnífica para provocar una toma de conciencia política en el estudiantado. Las manos caídas a lo largo del cuerpo para desarrollar la alianza obrero-estudiantil. Mirando a Saldívar muy serio: iniciar un movimiento que podía extenderse a reivindicaciones como liberación de estudiantes presos y amnistía política. Calló y Huamán levantó la mano.

– Yo había estado contra la idea de la huelga por las mismas razones que expuso Huamán, un aprista -dijo Santiago-. Pero como la Fracción había acordado la huelga, me tocó defenderla contra Huamán. Eso es el centralismo democrático, Carlitos.

Huamán era pequeñito y amanerado, nos había costado tres años reconstituir los Centros y la Federación de San Marcos después de la represión, sus gestos eran elegantes, ¿cómo íbamos a lanzar una huelga, por razones extra-universitarias, que podía ser rechazada por las bases?, y hablaba con una mano en la solapa y revoloteando la otra como una mariposa, si las bases rechazaban la huelga perderíamos la confianza de los estudiantes, y su voz era impostada, florida y. por momentos chillona, y además vendría la represión y los Centros y la Federación serían desmantelados antes de que hubieran podido actuar.

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