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Piensa: dar marcha atrás. Ve los muros ásperos color naranja, las tejas rojas, las ventanitas con rejas negras de las casas de duende de la Quinta. La puerta del departamento está abierta, pero no aparece el Batuque, chusco, brincando, ruidoso y efusivo. ¿Por qué dejas abierta la casa cuando vas al chino, amor? Pero no, ahí está Ana, qué te pasa, viene con los ojos hinchados y llorosos, despeinada: se lo habían llevado al Batuque, amor.

– Me lo arrancharon de las manos -solloza Ana-. Unos negros asquerosos, amor. Lo metieron al camión. Se lo robaron, se lo robaron.

La besa en la sien, cálmate amor, le acaricia el rostro, cómo había sido, la lleva del hombro hacia la casa, no llores sonsita.

– Te llamé a La Crónica" y no estabas -Ana hace pucheros-. Unos bandidos, unos negros con caras de forajidos. Yo lo llevaba con su cadena y todo. Me lo arrancharon, lo metieron al camión, se lo robaron.

– Almuerzo y voy a la perrera a sacarlo -la besa de nuevo Santiago-. No le va a pasar nada, no seas sonsa.

– Se puso a patear, a mover su colita -se limpia los ojos con el mandil, suspira-. Parecía que entendía, amor. Pobrecito, pobrecito.

– ¿Te lo arrancharon de las manos? -dice Santiago-. Qué tal raza; voy a armar un lío.

Coje el saco que ha arrojado sobre una silla y da un paso hacia la puerta, pero Ana lo ataja: que almorzará primero rapidito, amor. Tiene la voz dulce, hoyuelos en las mejillas, los ojos tristes, está pálida.

– Ya se enfriaría el chupe -sonríe, le tiemblan los labios-. Me olvidé de todo con lo que pasó, corazón. Pobrecito el Batuquito.

Almuerzan sin hablar, en la mesita pegada a la ventana que da al patio de la Quinta: tierra color ladrillo, como las canchas de tenis del Terrazas, un caminito sinuoso de grava y, a la orilla, matas de geranios. El chupe se ha enfriado, una película de grasa tiñe los bordes del plato, los camarones parecen de lata. Estaba yendo al chino de San Martín a comprar una botella de vinagre, corazón, y de repente frenó a su lado un camión y se bajaron dos negros con caras de bandidos, de forajidos de lo peor, uno le dio un empujón y el otro le arranchó la cadena y antes de que ella se diera cuenta ya lo habían metido a la perrera, ya se habían ido. Pobrecito, pobre animalito. Santiago se pone de pie: esos abusivos lo iban a oír. ¿Veía, veía? Ana solloza de nuevo también él tenía miedo de que lo mataran, amor.

– No le harán nada corazón -besa a Ana en la mejilla, un sabor instantáneo a carne viva y a sal-.

Lo traigo ahorita, vas a ver.

Trota hasta la farmacia de Porta y San Martín, pide prestado el teléfono y llama a "La Crónica". Contesta Solórzano, el de judiciales: qué carajo iba a saber dónde quedaba la perrera, Zavalita.

– ¿Se llevaron a su perro? -el boticario adelanta una cabeza solícita-. La perrera queda en el Puente del Ejército. Vaya rápido, a mi cuñado le mataron su chihuahua, un animalito carísimo.

Trota hasta Larco, toma un colectivo, ¿cuánto costaría la carrera desde el Paseo Colón hasta el Puente del Ejército?, cuenta en su cartera ciento ochenta soles. El domingo estarían ya sin un centavo, una lástima que Ana dejara la Clínica, mejor no iban al cine a la noche, pobre Batuque, nunca más un editorial sobre la rabia. Baja en el Paseo Colón, en la Plaza Bolognesi encuentra un taxi, el chofer no conocía la perrera señor. Un heladero de la Plaza Dos de Mayo los orienta: más adelante, un letrerito cerca del río, Depósito Municipal de Perros, era allí. Un gran canchón rodeado de un muro ruin de adobes color caca -el color de Lima, piensa, el color del Perú-, flanqueado por chozas que, a lo lejos, se van mezclando y espesando hasta convertirse en un laberinto de esteras, cañas, tejas, calaminas. Apagados, remotos gruñidos. Hay una escuálida construcción junto a la entrada, una plaquita dice Administración. En mangas de camisa, con anteojos, calvo, un hombre dormita en un escritorio lleno de papeles y Santiago golpea la mesa: se habían robado a su perro, se lo habían arranchado a su señora de las manos, el hombre respinga asustado, carajo esto no se iba a quedar así.

– Qué es eso de entrar a la oficina echando carajos -el calvo se frota los ojos estupefactos y hace muecas-. Más respeto.

– Si le ha pasado algo a mi perro la cosa no se va a quedar así -saca su carnet de periodista, golpea la mesa otra vez-. Y los tipos que agredieron a mi señora lo van a lamentar, le aseguro.

– Cálmese un poco -revisa el carnet, bosteza, el disgusto de su cara se disuelve en aburrimiento beatífico-. ¿Recogieron a su perrito hace un par de horas? Entonces estará entre los que trajo ahorita el camión.

Que no se pusiera así, amigo periodista, no era culpa de nadie. Su voz es desganada, soñolienta como sus ojos, amarga como los pliegues de su boca: jodido, también. A los recogedores se les pagaba por animal, a veces abusaban, qué se le iba a hacer, era la lucha por los frejoles. Unos golpes sordos en el canchón, aullidos como filtrados por muros de corcho.

El calvo sonríe a medias y sin gracia, abúlicamente se pone de pie, sale de la oficina murmurando. Cruzan un descampado, entran a un galpón que huele a orines. Jaulas paralelas, atestadas de animales que se frotan unos contra otros y saltan en el sitio, olfatean los alambres gruñen. Santiago se inclina ante cada jaula, no era ése, explora la promiscua superficie de hocicos, lomos, rabos tiesos y oscilantes; aquí tampoco. El calvo va a su lado, la mirada perdida, arrastrando los pies.

– Compruebe, ya no hay donde meterlos -protesta, de repente-. Después nos ataca su periódico, qué injusticia. La Municipalidad afloja miserias, tenemos que hacer milagros.

– Carajo -dice Santiago-. Tampoco aquí.

– Paciencia -suspira el calvo-. Quedan cuatro galpones más.

Salen de nuevo al descampado. Tierra removida, hierbajos, excrementos, charcas pestilentes. En el segundo galpón una jaula se agita más que las otras, los alambres vibran y algo blanco y lanudo rebota, sobresale, se hunde en el oleaje: menos mal, menos mal.

Medio hocico, un pedacito de rabo, dos ojos encarnados y llorosos: Batuquito. Todavía estaba con su cadena, no tenían derecho, qué tal concha, pero el calvo calma, calma, iba a hacer que se lo saquen. Se aleja a pasos morosos y, un momento después, vuelve seguido de un sambo bajito de overol azul: a ver, que se sacara al blanquiñoso ése, Pancras. El sambo abre la jaula, aparta a los animales, atrapa al Batuque del pescuezo, se lo alcanza a Santiago. Pobre, estaba temblando, pero lo suelta y da un paso atrás, sacudiéndose.

– Siempre se cagan -ríe el sambo-. Su manera de decir estamos contentos de salir de la prisión.

Santiago se arrodilla junto al Batuque, le rasca la cabeza, le da a lamer sus manos. Tiembla, gotea pis, se tambalea borracho y sólo en el descampado. Comienza a brincar y a hurgar la tierra, a correr.

– Acompáñeme, vea en qué condiciones se trabaja -toma a Santiago del brazo, ácidamente le sonríe-. Escríbase algo en su periódico, pida que la Municipalidad nos aumente la partida.

Galpones malolientes y en escombros, un cielo gris acero, bocanadas de aire mojado. A cinco metros de ellos una oscura silueta, de pie junto a un costal, forcejea con un salchicha que protesta con voz demasiado fiera para su mínimo cuerpo y se retuerce histérico: ayúdalo, Pancras. El sambo bajito corre, abre el costal, el otro zambulle adentro al salchicha. Cierran el costal con una cincha, lo colocan en el suelo y el Batuque comienza a gruñir, tira de la cadena gimiendo, qué te pasa, mira espantado; ladra ronco. Los hombres tienen ya los garrotes en las manos, ya comienzan uno-dos a golpear y a rugir, y el costal danza; bota, aúlla enloquecido, uno-dos rugen los hombres y golpean. Santiago cierra los ojos, aturdido.

– En el Perú estamos en la edad de piedra, mi amigo -una sonrisa agridulce despierta la cara del calvo-. Mire en qué condiciones se trabaja, dígame si hay derecho.

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