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A eso de las once vieron bajar a la señora del autito blanco de la señorita Queta, que partió ahí mismo.

Venía muy tranquila, qué hacían despiertas, era tardísimo. Y Símula: estaban oyendo la radio pero no decían nada de la revolución, señora. Qué revolución ni ocho cuartos, Amalia se dio cuenta que estaba tomadita, ya se había arreglado todo. Pero si ellas habían visto, señora, decía Carlota, la manifestación y los policías y todo, y la señora tontas, no había de qué asustarse. Había hablado por teléfono con el señor, les iban a dar un escarmiento a los arequipeños y mañana ya estaría todo en paz. Tenía hambre y Símula le hizo un churrasco: el señor no pierde la serenidad por nada, decía la señora, no vuelvo a preocuparme así por él. Apenas levantó la mesa, Amalia se fue a acostar. Ya está, había comenzado todo de nuevo, bruta, te habías amistado con él. Sentía una languidez suave, una flojera tibiecita. Cómo se llevarían ahora, ¿se pelearían de vez en cuando?, no iría más a casa de su amigo, que alquilara un cuartito, ahí podrían pasar los domingos. Se lo arreglarás bonito, bruta. Si pudiera conversar con Carlota y contarle. No, tenía que aguantarse las ganas hasta que volviera a ver a Gertrudis.

LANDA venía con los ojos rutilando, muy locuaz y oliendo a alcohol, pero apenas entró puso una cara de duelo: sólo podía quedarse un momento, qué tragedia. Se inclinó a besar la mano de Hortensia, pidió a Queta un besito en la mejilla amariconando la voz, y se dejó caer en el sillón entre ambas, declamando: una espina entre dos rosas, don Cayo. Estaba ahí, semicalvo, enfundado en un terno gris de línea impecable que disimulaba sus curvas, con una corbata granate, piropeando a Hortensia y a Queta y él pensó la seguridad, la desenvoltura que da la plata.

– La Comisión de Fomento se reúne a las nueve de la mañana, don Cayo, fíjese qué hora -dijo Landa, con una mueca tragicómica-. Y yo tengo que dormir ocho horas por receta médica. Qué lástima.

– Cuentos, senador -dijo Queta, alcanzándole un whisky-. La verdad es que tu mujer te tiene del pescuezo.

El senador Landa brindó por los dos primores que me rodean y también por usted, don Cayo. Bebió, paladeando, y se echó a reír.

– Soy hombre libre, ni las cadenas del matrimonio aguanto -exclamó-. Hijita, te quiero mucho, pero quiero conservar mi libertad de parranda, que en el fondo es la que más importa. Y ella entendió. Treinta años de casados y nunca me ha pedido cuentas. Ni una sola escena de celos, don Cayo.

– Y te has aprovechado de esa libertad a tu gusto -dijo Hortensia-. Cuéntanos tu última conquista, senador.

– Más bien les voy a contar algunos chistes contra el gobierno que acabo de oír en el Club -dijo Landa-. Vengan, sin que nos oiga don Cayo.

Se festejaba con sonoras carcajadas, que se mezclaban con las de Queta y Hortensia, y él festejaba también los chistes, la boca entreabierta y las mejillas fruncidas. Bueno, si el ilustre senador tenía que irse pronto, mejor comían de una vez. Hortensia partió hacia el repostero, seguida de Queta. Salud don Cayo, salud senador.

– Cada día más buena moza esa Queta -dijo Landa-. Y Hortensia ni se diga, don Cayo.

– Le estoy muy agradecido por el dictamen de su Comisión -dijo él-. Le di la noticia a Zavala, a mediodía. Sin usted, esos gringuitos no hubieran ganado la licitación.

– Aquí el que tiene que dar las gracias soy yo, por lo de "Olave" -dijo Landa, haciendo un gesto de olvídese-. Los amigos están para servirse unos a otros, no faltaba más.

Y él vio que el senador se distraía, su mirada se desviaba hacia Queta que venía contoneándose: nada de hablar de negocios ni de política aquí, estaba prohibido. Se sentó junto a Landa y él vio el pestañeo súbito, la resolana en las mejillas de Landa que adelantaba la cara y posaba un instante los labios en el cuello de Queta. No se iría, se iba a quedar, inventaría una mentira, se emborracharía y sólo a las tres o cuatro de la mañana se llevaría a Queta: acercó los pulgares sin vacilar y los ojos de ella estallaron como dos uvas. Lo excitaste, se quedó y por tu culpa hoy tampoco dormí: paga. Pasen a la mesa, dijo Hortensia, y él alcanzó todavía a sepultar la barra ígnea entre los muslos de Queta y a oír el chasquido de la carne chamuscada: paga. Durante toda la comida, Landa acaparó la conversación, con una versatilidad que aumentaba a cada copa de vino: chismes, chistes, anécdotas, piropos. Queta y Hortensia le preguntaban, le contestaban, lo celebraban, y él sonreía. Cuando se levantaron, Landa hablaba de una manera difusa y sobresaltada, quería que Queta y Hortensia dieran pitadas de su habano, se iba a quedar. Pero de pronto miró su reloj y la alegría se esfumó de su cara: las doce y media, con el dolor de su alma tenía que irse. Besó la mano de Hortensia, quiso besar a Queta en la boca pero ella ladeó la cara y le ofreció la mejilla. Él acompañó a Landa hasta la puerta de calle.

IX

La movían, te está esperando, abrió los ojos, el chofer del señor de la otra vez, la cara burlona de Carlota: ahí en la esquina te estaba esperando. Apurada se vistió, ¿había estado el domingo con él?, se peinó, ¿por eso no había venido a dormir?, y oía atontada las risas, las preguntas de Carlota. Cogió la canasta del pan, salió y en la esquina estaba Ambrosio: ¿no había pasado nada aquí? La agarró del brazo, no quería que lo vieran, la hacía caminar muy rápido, estaba nervioso por ti, Amalia. Ella se paró, lo miró, ¿y qué podía pasar, de qué estaba nervioso?, pero él la obligó a seguir caminando: ¿no sabes que don Cayo ya no es Ministro? Estás soñando, dijo Amalia, ya se había arreglado todo, anoche la señora pero Ambrosio no, no, anoche lo habían sacado a don Cayo y a todos los ministros civiles y había un gabinete militar. ¿La señora no sabía nada? No, no sabría todavía, estaría durmiendo, la pobre se acostó creyendo que todo se estaba arreglando. Cogió a Ambrosio del brazo: ¿y qué le iba a pasar al señor ahora? No sabía qué le iría a pasar, pero con dejar de ser Ministro ya le había pasado bastante ¿no? Amalia entró a la panadería sola, pensando tenía miedo por, vino por, te quiere. Al salir ella lo agarró del brazo, ¿y cómo se había venido a San Miguel, diciéndole qué a don Fermín? Don Fermín se había escondido, tenía miedo que lo metieran preso, la policía había estado vigilando su casa, estaba en el campo. Y Ambrosio feliz, Amalia, mientras estuviera escondido podrían verse más. La arrinconó contra un garaje, ahí no podían verlos desde la casa, le juntó el cuerpo y la abrazó. Amalia se empinó para llegar hasta su oído: ¿tenías miedo de que me pasara algo a mí? Sí, lo oyó que se reía, ahora ella se sobraría con él. Y Amalia: ahora sería mejor que la otra vez ¿no?, ya no se pelearían ¿no? Y Ambrosio: no, ahora no. La acompañó hasta la esquina, al despedirse le recomendó si las muchachas me han visto invéntales alguna mentira, que había venido a traer un encargo, que me conoces apenas.

ESPERÓ que el automóvil de Landa arrancara y volvió a la casa. Hortensia se había sacado los zapatos y canturreaba, apoyada contra el bar; gracias a Dios que se fue el vejete, dijo Queta, desde el sillón. Se sentó, recobró su vaso de whisky y bebió, despacio, mirando a Hortensia que ahora bailaba en el sitio. Tomó el último trago, miró su reloj, y se puso de pie. Tenía que irse, también. Subió al dormitorio y, en la escalera, sintió que Hortensia dejaba de cantar y venía tras él.

Queta se rió. ¿No podía quedarse?, se le acercó Hortensia por detrás y sintió su mano en el brazo, su voz mimosa, ebria ya, esta semana no te he visto una sola vez. Para el diario, dijo él, poniendo unos billetes sobre el tocador: no podía, tenía que hacer desde temprano. Se volvió, los ojos casi líquidos de Hortensia, su expresión cariñosa e idiota, y le pasó la mano por la mejilla, sonriéndole: estaba muy ocupado con el viaje del Presidente, vendría mañana quizás. Cogió el maletín y bajó la escalera, con Hortensia prendida de su brazo, oyéndola ronronear como una gata excitada, sintiéndola insegura, casi tambaleante. Tendida en el sofá grande, Queta balanceaba en el aire su vaso a medio llenar, y vio sus ojos que se volvían a mirarlos, burlones. Hortensia lo soltó, corrió torpemente, se echó en el sofá.

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