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– TODA la noche has estado haciendo preguntas tú y ahora me toca -dijo el tío Clodomiro-. Cómo te va en "La Crónica".

– Ya estoy aprendiendo a medir las noticias -dijo Santiago-. Al principio me salían muy largas, muy cortas. Ya me acostumbré a trabajar de noche y dormir de día, también.

– Es otra cosa que aterra a Fermín -dijo el tío Clodomiro-. Piensa que con ese horario te vas a enfermar. Y que ya no vas a ir a la Universidad. ¿De veras estás yendo a clases?

– No, mentira -dijo Santiago-. Desde que me fui de la casa no he vuelto a la Universidad. No se lo digas a mi papá, tío.

El tío Clodomiro dejó de mecerse, sus pequeñas manos revolotearon alarmadas, sus ojos se asustaron.

– No me preguntes por qué, tampoco te lo puedo explicar -dijo Santiago-. A veces creo que es porque no quiero encontrar a esos muchachos que se quedaron en la Prefectura mientras a mí me sacaba mi papá. Otras, me doy cuenta que no es eso. No me gusta la abogacía, me parece una estupidez, no creo en eso, tío. ¿Para qué voy a sacar un título?

– Fermín tiene razón, te he hecho un pésimo servicio -dijo el tío Clodomiro, apesadumbrado-. Ahora que manejas plata ya no quieres estudiar.

– ¿No te ha dicho tu amigo Vallejo cuánto nos pagan? -se rió Santiago-. No, tío, casi no manejo plata. Tengo tiempo, podría asistir a clases. Pero es más fuerte que yo, la sola idea de pisar la Universidad me da náuseas:

– ¿No te das cuenta que te puedes quedar toda la vida de empleadito? -dijo el tío Clodomiro, consternado-. Un muchacho como tú, flaco, tan brillante, tan estudioso.

– No soy brillante, no soy estudioso, no repitas a mi papá, tío -dijo Santiago-. La verdad es que estoy desorientado. Sé lo que no quiero ser, pero no lo que me gustaría ser. Y no quiero ser abogado, ni rico, ni importante, tío. No quiero ser a los cincuenta años lo que es mi papá, lo que son los amigos de mi papá. ¿Ves, tío?

– Lo que veo es que te falta un tornillo -dijo el tío Clodomiro, con su cara desolada-. Estoy arrepentido de haber llamado a Vallejo, flaco. Me siento responsable de todo esto.

– Si no hubiera entrado a "La Crónica”, habría conseguido cualquier otro trabajo -dijo Santiago-. Sería lo mismo.

¿Sería, Zavalita? No, a lo mejor sería distinto, a lo mejor el pobre tío Clodomiro era responsable en parte. Eran las diez, tenía que irse. Se levantó.

– Espera, tengo que preguntarte lo que me pregunta Zoilita a mí -dijo el tío Clodomiro-. Cada vez me somete a un interrogatorio terrible. Quién te lava la ropa, quién te cose los botones.

– La señora de la pensión me cuida muy bien -dijo Santiago-. Que no se preocupe.

– ¿Y tus días libres? -dijo el tío Clodomiro-. Con quiénes te juntas, adónde vas. ¿Sales con chicas?

Es otra cosa que desvela a Zoilita. Si no andas metido en alguna aventura con una tipa, cosas así.

– No estoy metido con nadie, tranquilízala -se rió Santiago-. Dile que estoy bien, que me porto bien. Iré a verlos pronto, de veras.

Fueron a la cocina y encontraron a Inocencia dormida sobre su mecedora. El tío Clodomiro la riñó y entre los dos la ayudaron a llegar a su cuarto, cabeceando de sueño. En la puerta de calle, el tío Clodomiro abrazó a Santiago. ¿Vendría a comer el próximo lunes? Sí, tío. Tomó un colectivo en la avenida Arequipa, y, en la Plaza San Martín, buscó a Norwin en las mesas del Bar Zela. No había llegado aún, y después de esperarlo un momento, salió a su encuentro por el Jirón de la Unión. Estaba en la puerta de "La Prensa", conversando con otro redactor de "Última Hora".

– Qué pasó -dijo Santiago-. ¿No quedamos a las diez en el Zela?

– Este es el oficio más cabrón que hay, convéncete, Zavalita -dijo Norwin-. Me quitaron todos los redactores y he tenido que llenar la página yo solo. Hay una revolución, no sé qué cojudez. Te presento a Castelano, un colega.

– ¿Una revolución? -dijo Santiago-. ¿Aquí?

– Una revolución abortada, algo así -dijo Castelano-. Parece que la encabezaba Espina, ese general que fue Ministro de Gobierno.

– No hay ningún comunicado oficial, y estos cabrones me quitaron a mi gente para que salieran a buscar datos -dijo Norwin-. En fin, olvidémonos, vamos a tomar unos tragos.

– ¿Espera, yo quiero saber -dijo Santiago-. Acompáñame a "La Crónica”.

– Te van a poner a trabajar y perderás tu noche libre -dijo Norwin-. Vamos a tomar un trago y a eso de las dos nos caemos por allá a buscar a Carlitos.

– Pero cómo ha sido -dijo Santiago-. Cuáles son las noticias.

– No hay noticias, sólo rumores -dijo Castelano-. Esta tarde comenzaron a detener gente. Dicen que la cosa era en Cuzco y Tumbes. Los Ministros están reunidos en Palacio.

– Han movilizado a todos los redactores por puras ganas de joder -dijo Norwin-. De todos modos no van a poder publicar más que el comunicado oficial, y lo saben.

– ¿Por qué en vez de ir al Zela no vamos donde la vieja Ivonne? -dijo Castelano.

– ¿Quién ha dicho entonces que el general Espina anda metido en esto? -dijo Santiago.

– Okey, donde Ivonne y desde allá llamamos a Carlitos para que se nos junte -dijo Norwin-. Ahí en el bulín vas a averiguar más cosas sobre la conspiración que en “La Crónica", Zavalita. Y por último qué carajo te importa. ¿Te importa la política a ti?

– Es pura curiosidad -dijo Santiago-. Además, sólo tengo un par de libras, donde Ivonne es carísimo.

– Eso es lo de menos, siendo de "La Crónica" -se rió Castelano-. Como colega de Becerrita, ahí tendrás todo el crédito que quieras.

VI

LA SEMANA siguiente Ambrosio no apareció por San Miguel, pero a la siguiente Amalia lo encontró un día esperándola en el chino de la esquina. Se había escapado sólo un momentito para verte, Amalia. No se pelearon, conversaron de lo más bien. Quedaron en salir juntos el domingo. Cómo has cambiado, le dijo él al despedirse, cómo te has puesto.

¿De veras habría mejorado tanto? Carlota le decía tienes todo para gustarles a los hombres, la señora también le hacía bromas así, los policías de la cuadra eran pura sonrisita, los choferes del señor pura miradita, hasta el jardinero, el repartidor de la bodega y el mocoso de los periódicos se la pasaban piropeándola: a lo mejor era verdad. En la casa, fue a mirarse a los espejos de la señora, con un brillo pícaro en los ojos: sí, era. Había engordado, se vestía mejor y eso se lo debía a la señora, tan buena. Le regalaba todo lo que ya no se ponía, pero no como diciendo líbrame de esto, sino con cariño. Este vestido ya no me entra, pruébatelo, y la señora venía hay que subirle aquí, meterle un poco aquí, estos flequitos a ti no te quedan. Siempre le andaba diciendo no andes con las uñas sucias, péinate, lava tu mandil una mujer que no cuida de su persona está frita. No como a su sirvienta, pensaba Amalia, me da consejos como a su igual. La señora había hecho que se cortara el pelo con una melenita de hombre, una vez que le salieron granitos ella misma le puso una de sus pomadas y a la semana la cara limpiecita, otra vez tuvo dolor de muelas y ella misma la llevó donde un dentista de Magdalena, la hizo curar y no le descontó del sueldo. Cuándo la iba a tratar así la señora Zoila, cuándo a preocuparse así.

Nadie era como la señora Hortensia. A ella lo que más le importaba en el mundo era que todo estuviera limpio, que las mujeres fueran bonitas y los hombres buenos mozos. Era lo primero que quería saber de alguien, ¿era guapa fulanita, y él qué tal era? Y, eso sí, no perdonaba que alguien fuera feo. Cómo se burlaba de la señorita Maclovia por sus dientes de conejo, del señor Gumucio por su panza, de ésa que le decían Paqueta por sus pestañas y uñas y senos postizos, y de lo vieja que era la señora Ivonne. ¡Cómo la rajaban con la señorita Queta a la señora Ivonne! Que de tanto pintarse el pelo se estaba quedando calva, que se le salió la dentadura en un almuerzo, que las inyecciones que se puso en vez de rejuvenecerla la arrugaron más.

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