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– Es lo único que puedo comer de noche -dijo el tío Clodomiro-. Anda, sírvete, antes que se enfríe.

De rato en rato venía Inocencia y a Santiago ¿qué tal, qué tal estaba? Le cogía la cara, qué grande estabas, qué buen mozo estabas, y cuando se iba el tío Clodomiro guiñaba un ojo: pobre Inocencia, tan cariñosa contigo, con todo el mundo, pobre vieja.

– Por qué no se casaría nunca mi tío Clodomiro -dice Santiago.

– Esta noche te estás luciendo con tus preguntas -dijo el tío Clodomiro, sin rencor-. Bueno, cometí el error de pasarme quince años en provincias, creyendo que así haría carrera más rápido en el Banco. En esos pueblecitos no encontré una novia que valiera la pena.

– No te escandalices, qué tendría de malo que hubiera sido -dice Santiago-. En las mejores familias se dan, Ambrosio.

– Y cuando vine a Lima, el drama fue que para las muchachas no valía la pena yo -se rió el tío Clodomiro-. Después de la patada que me dio el Banco, tuve que comenzar en el Ministerio con un sueldito miserable. Así que me quedé solterón. Pero no creas que me han faltado aventuras, sobrino.

– Espera muchacho, no te levantes -gritó, de adentro, Inocencia-. Falta todavía el postre.

– Ya casi ni ve ni oye y la pobre trabaja todo el día -susurró el tío Clodomiro-. Varias veces he tratado de tomar otra muchacha, para que ella descanse. No hay forma, le dan unas pataletas terribles, dice que me quiero librar de ella. Es terca como una mula. Se irá derechito al cielo, flaco.

ESTAS loca, dijo Amalia, no lo he perdonado ni lo voy, lo odiaba. ¿Se peleaban mucho?, dijo Gertrudis.

Poco, y siempre por la cobardía de él, si no se hubieran llevado regio. Se veían los días de salida, iban al cine, a pasear, en las noches ella cruzaba el jardín sin zapatos y se quedaba con Ambrosio una horita, dos. Todo muy bien, ni las otras muchachas sospechaban nada.

Y Gertrudis: ¿cuándo te diste cuenta que tenía otra mujer? La mañana que lo vio limpiando el auto y conversando con el niño Chispas. Amalia estaba mirándolo de reojo mientras metía la ropa a la lavadora, y de repente vio que se confundía y oyó lo que le decía al niño Chispas: ¿a mí, niño? Qué ocurrencia, a él qué le iba a gustar ésa, ni regalada la aceptaría, niño.

Señalándome, Gertrudis, sabiendo que lo estaba oyendo. Amalia imaginó que soltaba la ropa, corría y lo rasguñaba. Esa noche fue a su cuarto sólo para decirle te he oído, qué te has creído, creyendo que Ambrosio le pediría perdón. Pero no, Gertrudis, no, nada de eso: fuera, anda vete, sal de aquí. Se había quedado aturdida en la oscuridad, Gertrudis. No se iba a ir, por qué me tratas así, qué te he hecho, hasta que él se levantó de la cama y cerró la puerta. Furioso, Gertrudis, lleno de odio. Amalia se había puesto a llorar, ¿crees que no oí lo que le dijiste al niño de mí?, y ahora por qué me botas, por qué me recibes así. El niño se está sospechando, la sacudía de los hombros con qué furia, nunca más pises mi cuarto, con qué desesperación, Gertrudis: nunca más, entiéndeme, fuera de aquí. Furioso, asustado, loco, sacudiéndola contra la pared. No es por los señores, no busques pretextos, trataba de decir Amalia, te has conseguido otra, pero él la arrastró hasta la puerta, la empujó afuera y cerró: nunca más, entiéndeme. Y todavía lo has perdonado, y todavía lo quieres, dijo Gertrudis, y Amalia ¿estás loca? Lo odiaba. ¿Quién era la otra mujer? No sabía. Nunca la vio. Avergonzada, humillada, corrió a su cuarto llorando tan fuerte que la cocinera se despertó y vino, Amalia tuvo que inventarle que era la regla, me viene siempre con muchos dolores. ¿Y desde entonces nunca más? Nunca más. Claro, él había tratado de amistarse, te voy a explicar, sigamos juntos pero viéndonos sólo en la calle. Hipócrita, cobarde, maldito, mentiroso, subía Amalia la voz y él asustado volaba.

Menos mal que no te dejó encinta, dijo Gertrudis.

Y Amalia: no le hablé más, hasta después, mucho después. Se cruzaban en la casa y él buenos días y ella volteaba la cara, hola Amalia y ella como si hubiera pasado una mosca. A lo mejor no era un pretexto, decía Gertrudis, a lo mejor tenía miedo de que los pescaran y los botaran, a lo mejor no tenía otra mujer.

Y Amalia: ¿tú crees? La prueba que después de años te vio en la calle y te ayudó a encontrar trabajo, decía Gertrudis, si no por qué la hubiera buscado, invitado. A lo mejor siempre la había querido, a lo mejor mientras estabas con Trinidad sufría por ti, pensaba en ti, a lo mejor estaba arrepentido de veras de lo que te hizo. ¿Tú crees, decía Amalia, tú crees?

– ESTÁ usted perdiendo mucho dinero con ese criterio -dijo don Fermín-. Absurdo que se contente con sumas miserables, absurdo que tenga su capital inmovilizado en un Banco.

– Sigue empeñado en meterme al mundo de los negocios -sonrió él-. No, don Fermín, ya escarmenté. Nunca más.

– Por cada veinte o cincuenta mil soles que usted recibe, hay quienes sacan el triple -dijo don Fermín-. Y no es justo, porque usted es quien decide las cosas. De otro lado, ¿cuándo se va a decidir a invertir? Le he propuesto cuatro o cinco asuntos que hubieran entusiasmado a cualquiera. Él lo escuchaba con una sonrisita cortés en los labios, pero tenía los ojos aburridos. El churrasco estaba en la mesa hacía unos minutos y todavía no lo probaba.

– Ya le he explicado -cogió el cuchillo y el tenedor, se quedó observándolos-. Cuando el régimen se termine, el que cargará con los platos rotos seré yo.

– Es una razón de más para que asegure su futuro -dijo don Fermín.

– Todo el mundo se me echará encima, y los primeros, los hombres del régimen -dijo él, mirando deprimido la carne, la ensalada-. Como si echándome el barro a mí quedaran limpios. Tendría que ser idiota para invertir un medio en este país.

– Vaya, está pesimista hoy, don Cayo -don Fermín apartó el consomé, el mozo le trajo la corvina-. Cualquiera creería que Odría va a caer de un momento a otro.

– Todavía no -dijo él-. Pero no hay gobiernos eternos, usted sabe. No tengo ambiciones, por lo demás. Cuando esto termine, me iré a vivir afuera tranquilo, a morirme en paz.

Miró su reloj, intentó pasar algunos bocados de carne. Masticaba con disgusto, bebiendo sorbos de agua mineral, y por fin indicó al mozo que se llevara el plato.

– A las tres tengo cita con el Ministro y ya son dos y cuarto. ¿No teníamos otro asuntito, don Fermín?

Don Fermín pidió café para ambos, encendió un cigarrillo. Sacó de su bolsillo un sobre y lo puso en la mesa.

– Le he preparado un memorándum, para que estudie los datos con calma, don Cayo. Un denuncio de tierras, en la región de Bagua. Son unos ingenieros jóvenes, dinámicos, con muchas ganas de trabajar. Quieren traer ganado vacuno, ya verá. El expediente está plantado en Agricultura hace seis meses.

– ¿Apuntó el número del expediente? -guardó el sobre en su maletín, sin mirarlo.

– Y la fecha en que se inició el trámite y los departamentos por los que ha pasado -dijo don Fermín-. Esta vez no tengo ningún interés en la empresa. Es gente que quiero ayudar. Son amigos.

– No puedo prometerle nada, antes de informarme -dijo él-. Además, el Ministro de Agricultura no me quiere mucho. En fin, ya le diré.

– Lógicamente, estos muchachos aceptarán sus condiciones -dijo don Fermín-. Está bien que yo les haga un favor por amistad, pero no que usted se tome molestias de balde por gente que no conoce.

– Lógicamente -dijo él, sin sonreír-. Sólo me tomo molestias de balde por el régimen.

Bebieron el café, callados. Cuando el mozo trajo la cuenta, los dos sacaron la cartera, pero don Fermín pagó. Salieron juntos a la Plaza San Martín.

– Me imagino que estará muy ocupado con el viaje del Presidente a Cajamarca -dijo don Fermín.

– Sí, algo, lo llamaré cuando pase este asunto -dijo él, dándole la mano-. Ahí está mi carro. Hasta pronto, don Fermín.

Subió al auto, ordenó al Ministerio, rápido. Ambrosio dio la vuelta a la Plaza San Martín, avanzó hacia el Parque Universitario, torció por Abancay. Él hojeaba el sobre que le había entregado don Fermín, y a ratos sus ojos se apartaban y se fijaban en la nuca de Ambrosio: el puta no quería que su hijo se junte con cholos, no querría que le contagiaran malos modales. Por eso invitaría a su casa a tipos como Arévalo o Landa, hasta a los gringos que llamaba patanes, a todos pero no a él. Se rió, sacó una pastilla del bolsillo y se llenó la boca de saliva: no querría que le contagies malos modales a su mujer, a sus hijos.

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