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El costal está quieto, los hombres lo apalean un rato más, tiran al suelo los garrotes, se secan las caras, se frotan las manos.

– Antes se los mataba como Dios manda, ahora no alcanza la plata -se queja el calvo-. Escríbase un articulito, amigo periodista.

– ¿Y sabe usted lo que se gana aquí? -dice Pancras, accionando; se vuelve hacia el otro-. Cuéntaselo tú, el señor es periodista, que proteste en su periódico.

Es más alto, más joven que Pancras. Da unos pasos hacia ellos y Santiago puede verle al fin la cara: ¿qué? Suelta la cadena, el Batuque echa a correr ladrando y él abre la boca y la cierra: ¿qué?

– Un sol por animal, don -dice el sambo-. Encima hay que llevarlos al basural donde los queman. Apenas un sol, don.

No era él, todos los negros se parecían, no podía ser él. Piensa: ¿por qué no va a ser él? El sambo se agacha, levanta el costal, sí era él, lo lleva hasta un rincón del descampado, lo arroja entre otros costales sanguinolentos, vuelve balanceándose sobre sus largas piernas y sobándose la frente. Era él, era él. Cumpa, le da un codazo Pancras, ándate a almorzar de una vez.

– Aquí se quejan, pero cuando salen en el camión a recoger se pasan la gran vida -gruñe el calvo-. Esta mañana se cargaron al perrito del señor que tenía correa y estaba con su ama, conchudos.

El sambo alza los brazos, era él: ellos no habían salido esta mañana en el camión, don, se las habían pasado tirando palo. Piensa: él. Su voz, su cuerpo son los de él, pero parece tener treinta años más. La misma jeta fina, la misma nariz chata, el mismo pelo crespo. Pero ahora, además, hay bolsones violáceos en los párpados, arrugas en su cuello, un sarro amarillo verdoso en los dientes de caballo. Piensa: eran blanquísimos. Qué cambiado, qué arruinado. Está más flaco, más sucio, muchísimo más viejo, pero ése es su andar rumboso y demorado, ésas sus piernas de araña. Sus manazas tienen ahora una corteza nudosa y hay un bozal de saliva alrededor de su boca. Han desandado el canchón, están en la oficina, el Batuque se refriega contra los pies de Santiago. Piensa: no sabe quien soy. No se lo iba a decir, no le iba a hablar.

Qué te iba a reconocer, Zavalita, tenías ¿dieciséis, dieciocho? y ahora eras un viejo de treinta. El calvo pone papel carbón entre dos hojas, garabatea unas líneas de letra arrodillada y avara. Recostado contra el vano, el sambo se lame los labios.

– Una firmita aquí, mi amigo; y en serio, dénos un empujoncito, pida en "La Crónica, que nos aumenten la partida -el calvo mira al sambo-: ¿No te ibas a almorzar?

– ¿Se podría un adelanto? -da un paso y explica, con naturalidad-. Los fondos andan bajos, don.

– Media libra -bosteza el calvo-. No tengo más.

Guarda el billete sin mirarlo y sale junto a Santiago. Un río de camiones, ómnibus y automóviles atraviesa el Puente del Ejército, ¿qué cara pondría si?, en la neblina los montones terrosos de casuchas de Fray Martín de Porres, ¿se echaría a correr?, se divisan como en sueños. Mira al sambo a los ojos y él lo mira:

– Si me mataban a mi perro, creo que yo los mataba a ustedes -y trata de sonreír.

No, Zavalita, no te reconoce. Escucha con atención y su mirada es turbia, distante y respetuosa. Además de envejecer se habría embrutecido también. Piensa: jodido, también.

– ¿Se lo recogieron esta mañana al lanudito? -un brillo inesperado estalla un instante en sus ojos-. Sería el negro Céspedes, a ése no le importa nada. Se mete a los jardines, rompe las cadenas, cualquier cosa con tal de ganarse su sol.

Están al pie de la escalera que sube a Alfonso Ugarte; el Batuque se revuelca en la tierra y ladra al cielo ceniza.

– ¿Ambrosio? -sonríe, vacila, sonríe-. ¿No eres Ambrosio?

No se echa a correr, no dice nada. Mira con expresión anonadada y estúpida y, de pronto, hay en sus ojos una especie de vértigo.

– ¿Te has olvidado de mí? -vacila, sonríe, vacila-. Soy Santiago, el hijo de don Fermín.

Las manazas se alzan, ¿el niño Santiago, don?, se inmovilizan como dudando entre estrangularlo y abrazarlo, ¿el hijo de don Fermín? Tiene la voz rota de sorpresa o emoción y parpadea, cegado. Claro, hombre ¿no lo reconocía? Santiago en cambio lo reconoció apenas lo vio en el canchón: qué decía, hombre: Las manazas se animan, pa su diablo, viajan de nuevo por el aire, cuánto había crecido Dios mío, palmean los hombros y la espalda de Santiago, y sus ojos ríen, por fin: qué alegría, niño.

– Parece mentira verlo hecho un hombre -lo palpa, lo mira, le sonríe-. Lo veo y no me lo creo, niño.

Claro que lo reconozco, ahora sí. Se parece usted a su papá; también su poquito a la señora Zoila.

¿Y la niña Teté?, y las manazas van y vienen, ¿emocionadas, asustadas?, ¿y el señor Chispas?, de los brazos a los hombros a la espalda de Santiago, y sus ojos parecen tiernos y reminiscentes y su voz porfía por ser natural. No eran grandes las casualidades? ¡Dónde venían a encontrarse, niño! Y después de tanto tiempo, pa su diablo.

– Este trajín me ha dado sed -dice Santiago-. Ven, vamos a tomar algo. ¿Conoces algún sitio por aquí?

– Conozco el sitio donde como -dice Ambrosio-. "La Catedral", uno de pobres, no sé si le gustará.

– Si tienen cerveza helada me gustará -dice Santiago-. Vamos, Ambrosio.

Parecía mentira que el niño Santiago tomara ya cerveza, y Ambrosio ríe, los recios dientes amarillo verdosos al aire: el tiempo volaba, caracho. Suben la escalera, entre los corralones de la primera cuadra de Alfonso Ugarte hay un garaje blanco de la Ford, y en la bocacalle de la izquierda asoman, despintados por la grisura inexorable, los depósitos del Ferrocarril Central. Un camión cargado de cajones oculta la puerta de "La Catedral". Adentro, bajo el techo de calamina, se apiña en bancas y mesas toscas una rumorosa muchedumbre voraz. Dos chinos en mangas de camisa vigilan desde el mostrador las caras cobrizas, las angulosas facciones que mastican y beben, y un serranito extraviado en un rotoso mandil distribuye sopas humeantes, botellas, fuentes de arroz. Mucho cariño, muchos besos, mucho amor, truena una radiola multicolor, y al fondo, detrás del humo, el ruido, el sólido olor a viandas y licor y los danzantes enjambres de moscas, hay una pared agujereada -piedras, chozas, un hilo de río, el cielo plomizo, y una mujer ancha, bañada en sudor, manipula ollas y sartenes cercada por el chisporroteo de un fogón. Hay una mesa vacía junto a la radiola, entre la constelación de cicatrices del tablero se distingue un corazón flechado, un nombre de mujer: Saturnina.

– Yo ya almorcé, pero tú pide algo de comer -dice Santiago.

– Dos Cristales bien fresquitas -grita Ambrosio, haciendo bocina con sus manos-. Una sopa de pescado, pan y menestras con arroz.

No debiste venir, no debiste hablarle, Zavalita, no estás jodido sino loco. Piensa: la pesadilla va a volver. Será tu culpa, Zavalita, pobre papá, pobre viejo.

– Choferes, obreros de las fabriquitas de por aquí- Ambrosio señala el rededor, como excusándose-. Se vienen desde la avenida Argentina porque la comida es pasable y, sobre todo, barata.

El serranito trae las cervezas, Santiago sirve los vasos y beben a su salud niño, a la tuya Ambrosio, y hay un olor compacto e indescifrable que debilita, marea y anega la cabeza de recuerdos.

– Qué trabajo tan fregado te has conseguido, Ambrosio. ¿Hace mucho que estás en la perrera?

– Un mes, niño, y entré gracias a la rabia, porque estaban completos. Claro que es fregado, a uno le sacan el jugo. Sólo es botado cuando se sale a recoger en el camión.

Huele a sudor, ají y cebolla, a orines y basura acumulada, y la música de la radiola se mezcla a la voz plural, a rugidos de motores y bocinazos, y llega a los oídos deformada y espesa. Rostros chamuscados, pómulos salientes, ojos adormecidos por la rutina o la indolencia vagabundean entre las mesas, forman racimos junto al mostrador, obstruyen la entrada. Ambrosio acepta el cigarrillo que Santiago le ofrece, fuma, arroja el pucho al suelo y lo entierra con el pie.

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