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– Pronto los llamaré, tío. Prefiero que pasen unos días más: Tú le has dicho que estoy bien, no tiene de qué preocuparse.

– Siempre hablas de tu padre y nunca de tu madre -dijo Carlitos-. ¿No le dio una pataleta con tu fuga?

– Lloraría a mares, supongo, pero tampoco ella fue a buscarme -dijo Santiago-. Qué se iba a perder ése pretexto para sentirse una mártir.

– O sea que la sigues odiando -dijo Carlitos-. Yo creía que se te había pasado ya.

– Yo también creía -dijo Santiago-. Pero, ya ves, de repente se me escapan cosas resulta que no.

II

Qué VIDA tan distinta llevaba la señora Hortensia.

Qué desorden, qué costumbres. Se levantaba tardísimo.

Amalia le subía el desayuno a las diez, junto con todos los periódicos y revistas que encontraba en el quiosco de la esquina, pero después de tomar su jugo, su café y sus tostadas, la señora se quedaba entre las sábanas, leyendo o flojeando, y nunca bajaba antes de las doce.

Después que Símula le hacía las cuentas, la señora se preparaba su traguito, su manicito o sus papitas, se sentaba en la sala, ponía discos y comenzaban las llamadas. Para nada, porque sí, como las de la niña Teté a sus amigas: ¿viste que la chilena va a trabajar en el “Embassy”, Quetita?, en “Última Hora” decían que a la Lula le sobraban diez kilos, Quetita, la habían chapado a la China planeando con un bongoncero, Quetita. La llamaba sobre todo a la señorita Queta, le contaba chistes colorados, le rajaba de todo el mundo, la señorita le contaría y le rajaría también. Y qué boca.

Los primeros días en la casita de San Miguel Amalia creía soñar, ¿de veras que la Polla se va a casar con el maricón ése, Quetita?, la cojuda de la Paqueta se está volviendo calva, Quetita: las peores palabrotas riéndose como si nada. A veces las lisuras llegaban hasta la cocina y Símula cerraba la puerta. Al principio a Amalia le chocaba, después se moría de risa y corría al repostero a oír lo que les chismeaba a la señorita Queta o a la señorita Carmincha o a la señorita Lucy o a la señora Ivonne. Cuando se sentaba a almorzar, la señora ya se había tomado dos o tres traguitos y estaba coloradita, sus ojos brillando de malicia, casi siempre de muy buen humor: ¿tú eres virgen todavía, negrita?, y Carlota alelada, la bocaza abierta, sin saber qué responder; ¿tienes un amante, Amalia?, cómo se le ocurre, señora, y la señora, riéndose: si no tienes uno tendrás dos, Amalia.

¿QUE le fregaba de él? ¿Su cara sebosa, sus ojitos de chancho, sus sonrisas adulonas? ¿Le fregaba su olor a soplón, a delaciones, a burdel, a sobaco, a gonorreas? No, no era eso. ¿Qué, entonces? Lozano se había sentado en uno de los sillones de cuero y meticulosamente ordenaba papeles y cuadernillos sobre la mesita, él cogió un lápiz, sus cigarrillos y se sentó en otro sillón.

– ¿Qué tal se porta Ludovico? -sonrió Lozano, inclinado-. ¿Está contento con él, don Cayo?

– Tengo poco tiempo, Lozano -era su voz-. Sea lo más breve posible, por favor.

– Por supuesto, don Cayo -una voz de puta vieja, de cabrón jubilado-. Usted dirá, don Cayo.

– Construcción Civil -encendió un cigarrillo, vio las manos rechonchas escarbando afanosamente los papeles-. Cómo fueron las elecciones.

– La lista de Espinoza elegida por amplia mayoría, ningún incidente -dijo Lozano, con una enorme sonrisa-. El senador Parra asistió a la instalación del nuevo Sindicato. Lo ovacionaron, don Cayo.

– ¿Cuántos votos tuvo la lista de los rabanitos?

– Veinticuatro contra doscientos y pico -la mano de Lozano hizo un pase desdeñoso, su boca se frunció con asco-. Pss, nada.

– Espero que no encerraría a todos los opositores de Espinoza.

– Sólo a doce, don Cayo. Rabanitos y apristones fichados. Habían estado haciendo campaña por la lista de Bravo. No creo que sean gente peligrosa.

– Suéltelos de a pocos -dijo él-. Primero los rabanitos, después los apristones. Hay que fomentar esa rivalidad.

– Sí, don Cayo -dijo Lozano; y unos segundos después orgulloso-: Ya habrá visto los diarios. Que las elecciones se llevaron a cabo en la forma más pacífica, que la lista apolítica se impuso democráticamente.

NUNCA había trabajado fijo con ellos, don. Sólo por temporadas, cuando don Cayo salía de viaje y lo mandaba prestado al señor Lozano. ¿Qué clase de trabajitos, don? Bueno, de todo un poco. El primero había tenido que ver con las barriadas. Éste es Ludovico, había dicho el señor Lozano, éste es Ambrosio, así se conocieron. Se dieron la mano, el señor Lozano les explicó todo, después ellos dos habían salido a tomarse un trago a una pulpería de la avenida Bolivia.

¿Habría lío? No, Ludovico creía que sería fácil. ¿Ambrosio era nuevo aquí, no? Estaba aquí de prestado, él era chofer.

– ¿Chofer del señor Bermúdez? -había dicho Ludovico, embobado-. Déjame darte un abrazo, déjame felicitarte.

Se habían caído en gracia, don, Ludovico había hecho reír a Ambrosio contándole cosas de Hipólito, el otro del trío, ése que resultó degenerado. Ahora Ludovico era chofer de don Cayo, (*) don, e Hipólito ayudante. Al oscurecer subieron a la camioneta, manejó Ambrosio y cuadraron lejos de la barriada porque había un lodazal. Siguieron a patita, espantando las moscas, embarrándose, y preguntando encontraron la casa del tipo. Había abierto una gorda achinada que los miró con desconfianza: ¿se podría hablar con el señor Calancha? Había salido de la oscuridad: gordito, sin zapatos, en camiseta.

– ¿Usted es el jefazo de esta barriada? -había dicho Ludovico.

– No hay sitio para nadie más -el tipo los había mirado compadeciéndolos, don-. Estamos completos.

– Tenemos que hablar urgente con usted -dijo Ambrosio-. ¿Nos damos una vueltecita mientras conversamos?

El tipo se los había quedado mirando sin contestar y por fin pasen, hablarían aquí nomás. No, don, tenía que ser de a solas. Bueno, como quisieran. Caminaron por el terral, Ambrosio y Ludovico a los costados de Calancha.

– Usted se está metiendo en honduras y vinimos a prevenirlo -dijo Ludovico-. Por su propio bien.

– No entiendo de qué habla -dijo el tipo, con voz flojona.

Ludovico sacó unos ovalados, le ofreció uno, se lo encendió.

– ¿Por qué anda aconsejando a la gente que no vaya a la manifestación de la Plaza de Armas el 27 de Octubre, don? -dijo Ambrosio.

– Hasta anda hablando mal de la persona del general Odría -dijo Ludovico-. Cómo es eso.

– Quién ha dicho esas calumnias -como si lo hubieran pinchado, don, y ahí mismo se acarameló-: ¿Ustedes son de la policía? Tanto gusto.

– Si fuéramos no te estaríamos tratando tan bien -dijo Ludovico.

– A quién se le ocurre que voy a hablar mal del gobierno, y menos del Presidente -protestaba Calancha-. Si esta barriada se llama 27 de Octubre en homenaje a él, más bien.

– Y entonces por qué le aconseja a la gente que no vaya a la manifestación, don -dijo Ambrosio.

– Todo se sabe en esta vida -dijo Ludovico-. La policía anda pensando que eres un subversivo.

– Nunca jamás, qué mentira -un gran teatrero, don-. Déjenme que les explique todo.

– Está bien, hablando se entiende la gente con cacumen -dijo Ludovico.

Les había contado una historia de llanto, don. Muchos eran recién bajaditos de la sierra y ni hablaban español, se habían acomodado en este terrenito sin hacerle mal a nadie, cuando la revolución de Odría lo bautizaron 27 de Octubre para que no les mandaran a los cachacos, estaban agradecidísimos a Odría porque no los sacó de aquí. Éstos no eran como ellos -sobándonos, don-, ni como él, sino gente pobre y sin educación, a él lo habían elegido Presidente de la Asociación porque sabía leer y era costeño.

– Y eso qué tiene que ver -había dicho Ludovico-.¿Nos quieres trabajar la moral? No se va a poder, Calancha.

– Si nos metemos ahora en política, los que vengan después de Odría nos mandarán a los cachacos y nos botarán de aquí -explicaba Calancha-. ¿Ven ustedes?

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