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– Después ya puede colorear la noticia -dijo el señor Vallejo-. El origen del siniestro, la angustia de los empleados, las declaraciones de los testigos, etcétera.

– Yo no tenía ninguno, desde un papelón que me hizo pasar mi hermana -dijo Santiago-. Me sentí contento de entrar a "La Crónica", Carlitos.

Qué distinta, en cambio, la señora Hortensia. él tan feo y ella tan bonita, él tan seriote y ella tan alegre.

No era estirada como la señora Zoila que parecía hablar desde un trono, ni cuando le alzaba la voz la hacía sentirse su inferior. Se dirigía a ella sin poses, como si estuviera hablando con la señorita Queta. Pero, eso sí, se tomaba unas confianzas. Qué falta de vergüenza para ciertas cosas. Mi único vicio son los traguitos y las pastillitas dijo una vez, pero Amalia pensaba su vicio es la limpieza. Veía un poquito de polvo en la alfombra y ¡Amalia el plumero!, un cenicero con puchos y como si viera una rata ¡Carlota, esa porquería! Se bañaba al levantarse y al acostarse, y lo peor, quería que ellas también se pasaran la vida en el agua.

Al día siguiente de entrar Amalia a la casita de San Miguel, cuando le llevó el desayuno a la cama, la señora la examinó de arriba abajo: ¿ya te bañaste? No, señora, dijo Amalia, sorprendida, y entonces ella hizo ascos de niñita, volando a meterte a la ducha, aquí tenía que bañarse a diario. Y media hora después, cuando Amalia, los dientes chocándole, estaba bajo el chorro de agua, la puertecita del cuarto de baño se abrió y apareció la señora en bata, con un jabón en la mano. Amalia sintió fuego en el cuerpo, cerró la llave, no se atrevía a coger el vestido, permaneció cabizbaja, fruncida. ¿Tienes vergüenza de mí?, se rió la señora.

No, balbuceó ella, y la señora se rió otra vez: te estabas duchando sin jabonarte, ya me figuraba; toma, jabónate bien. Y mientras Amalia lo hacía -el jabón se le escapó de las manos tres veces, se frotaba tan fuerte que le quedó ardiendo la piel-, la señora siguió ahí, taconeando, gozando de su vergüenza, también las orejitas, ahora las patitas, dándole órdenes de lo más risueña, mirándola de lo más fresca. Muy bien, así tenía que bañarse y jabonarse a diario y abrió la puerta para salir pero todavía echó a Amalia qué mirada: no tienes por qué avergonzarte, a pesar de ser flaquita no estás mal. Se fue y a lo lejos otra carcajada.

¿La señora Zoila hubiera hecho algo así? Se sentía mareada, la cara ardiendo. Abotónate el uniforme hasta arriba, decía la señora Zoila, no uses la falda tan alta. Después, mientras limpiaban la sala, Amalia le contó a Carlota y ella revolvió los ojazos: así era la señora, nada le daba vergüenza, también entraba a veces cuando ella se estaba duchando a ver si se jabonaba bien. Pero no sólo eso, además hacía que se echaran polvos contra la transpiración en las axilas.

Cada mañana, medio dormida, desperezándose, los buenos días de la señora eran preguntar ¿te bañaste, te pusiste el desodorante? Así como se tomaba esas confianzas, tampoco le importaba que ellas la vieran. Una mañana Amalia vio la cama vacía y oyó el agua del baño corriendo: ¿le dejaba el desayuno en el velador, señora? No, pásamelo aquí. Entró y la señora estaba en la tina, la cabeza apoyada en un almohadón, los ojos cerrados. El vaho cubría el cuarto, todo era tibio y Amalia se detuvo en la puerta, mirando con curiosidad, con inquietud, el cuerpo blanco bajo el agua. La señora abrió los ojos: qué hambre, tráemelo aquí. Perezosamente se sentó en la tina y alargó las manos hacia la bandeja. En la atmósfera humosa, Amalia vio aparecer el busto impregnado de gotitas, los botones oscuros. No sabía dónde mirar, qué hacer, y la señora con ojos regocijados comenzaba a tomar su jugo, a poner mantequilla en la tostada, de pronto la vio petrificada junto a la tina. ¿Qué hacía ahí con la boca abierta?, y con voz burlona ¿no te gusto? Señora, yo, murmuró Amalia, retrocediendo, y la señora una carcajada: anda, recogerás la bandeja después. ¿La señora Zoila habría permitido que ella entrara mientras se bañaba? Qué distinta era, qué desvergonzada, qué simpática. El primer domingo en la casita de San Miguel, para darle una buena impresión le dijo ¿puedo ir a misa un ratito? La señora lanzó una de sus risas: anda, pero cuidado que te viole el cura, beatita. Nunca va a misa, le contó después Carlota, nosotras tampoco vamos ya. Era por eso que en la casita de San Miguel no había un solo Corazón de Jesús, una sola Santa Rosa de Lima. Ella también dejó de ir a misa al poco tiempo.

TOCARON la puerta, él dijo adelante y entró el doctor Alcibíades.

– No tengo mucho tiempo, doctorcito -dijo, señalando el alto de recortes de diario que traía Alcibíades-. ¿Algo importante?

– La noticia de Buenos Aires, don Cayo. Salió en todos.

Alargó la mano, hojeó los recortes. Alcibíades había marcado con tinta roja los titulares "Incidente antiperuano en Buenos Aires”, decía “La Prensa”; “Apristas apedrean Embajada peruana en Argentina", decía "La Crónica"; "Atropellado y vejado el emblema nacional por apristas" decía "El Comercio"-, y. señalado con flechas donde terminaba la información.

– Todos publicaron el cable de ANSA -bostezó él.

– La United Press, la Associated Press y las otras agencias quitaron la noticia de sus boletines, como les pedimos -dijo el doctor Alcibíades-. Ahora van a protestar porque ANSA se llevó la primicia. A ANSA no se le dio ninguna instrucción, porque como usted…

– Está bien -dijo él-. Ubíquelo a, ¿cómo se llama el tipo de ANSA?, ¿Tallio, no? Que venga ahora mismo.

– Sí, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Ahí está el señor Lozano ya.

– Hágalo pasar y que nadie nos interrumpa -dijo él-. Cuando llegue el Ministro, avísele que iré a su despacho a las tres. Firmaré las cartas luego. Eso es todo, doctorcito.

Alcibíades salió y él abrió el primer cajón del escritorio. Cogió un frasquito y lo contempló un momento, disgustado. Sacó una pastilla, la humedeció con saliva y la tragó.

– ¿HACE mucho que está en el periodismo, señor? -dijo Santiago.

– Cerca de treinta años, figúrese -los ojos del señor Vallejo se extraviaron en profundidades temporales, un leve temblor agitó su mano-. Empecé llevando carillas de la redacción a talleres. Bueno, no me quejo, ésta es una profesión ingrata, pero también da algunas satisfacciones.

– La mayor satisfacción se la dieron obligándolo a renunciar -dijo Carlitos-. Siempre me asombró que un tipo como Vallejo fuera periodista. Era muy manso, muy cándido, muy correcto. No era posible, tenía que acabar mal.

– Oficialmente, comenzará el primero el señor Vallejo miró el calendario Esso que colgaba en la pared-, es decir el martes próximo. Si quiere irse poniendo al corriente, puede darse una vuelta por la redacción estas noches.

– ¿O sea que para ser periodista la primera condición no es saber qué es el lead? -dijo Santiago.

– Sino ser canalla, o por lo menos saber aparentarlo -asintió jovialmente Carlitos-. Yo ya no tengo que hacer esfuerzos. Tú todavía un poquito, Zavalita.

– Quinientos soles al mes no es gran cosa -dijo el señor Vallejo-. Mientras se va fogueando. Después lo mejorarán.

Al salir de “La Crónica” se cruzó en el zaguán con un hombre de bigotitos milimétricos y corbata tornasolada, el cabecero Hernández piensa, pero en la Plaza San Martín ya había olvidado la entrevista con Vallejo: ¿lo habría buscado, dejado una carta, lo estaría esperando? No, al entrar a la pensión, la señora Lucía se limitó a darle las buenas tardes. Bajó al oscuro vestíbulo a telefonear al tío Clodomiro.

– Felizmente salió, tío, comienzo el primero. El señor Vallejo fue muy amable.

– Vaya, me alegro, flaco -dijo el tío Clodomiro-. Ya veo que estás contento.

– Mucho, tío. Ahora podré pagarte lo que me prestaste.

– No hay ningún apuro -el tío Clodomiro hizo una pausa-. Podrías llamarlos a tus padres ¿no te parece? No te van a pedir que vuelvas a la casa si no quieres, ya te he dicho. Pero no los dejes así, sin noticias.

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