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En Tingo María, Pantaleón se había conseguido una viuda que no sabía que él tenía su mujer y tres hijos en Pucallpa, pero a veces no iba a casa de la viuda, sino a comer con Ambrosio a un restaurancito barato, “La luz del día” y a veces, después, a un bulín de esqueletos que cobraban tres soles. Ambrosio lo acompañaba por amistad, no podía entender que a Pantaleón le gustaran esas mujeres, él no se hubiera metido con ellas ni pagado. ¿De veras, Ambrosio? De veras, Amalia: retacas, panzonas, feísimas. Y además, llegaba tan cansado que aunque quisiera engañarte, el cuerpo no me respondería, Amalia.

Los primeros días, Amalia había tomado muy en serio el espionaje de "Ataúdes Limbo". Nada era diferente desde que la funeraria había cambiado de dueño.

Don Hilario no venía nunca al local; seguía el empleado de antes, un muchacho de cara enfermiza que se pasaba el día sentado en la baranda mirando estúpidamente los gallinazos que se asoleaban en los techos del Hospital y la Morgue. El único cuartito de la funeraria estaba repleto de ataúdes, la mayoría chiquitos y blancos. Eran toscos, rústicos, sólo uno Que otro cepillado y encerado. La primera semana se había vendido un ataúd. Un hombre descalzo y sin saco pero con corbata negra y rostro compungido, entró a "Ataúdes Limbo" y salió al poco rato cargando un cajoncito al hombro. Pasó frente a Amalia y ella se había persignado. La segunda semana no había habido ninguna compra; la tercera un par: uno de niño y otro de adulto. No parecía un gran negocio, Amalia, había comenzado a inquietarse Ambrosio.

Al mes, Amalia había empezado a descuidar la vigilancia. No se iba a pasar la vida en la puerta de la cabaña, con Amalita Hortensia en los brazos, sobre todo contando que se llevaban ataúdes tan rara vez.

Se había hecho amiga de doña Lupe, pasaban horas conversando, comían y almorzaban juntas, daban vueltas por la Plaza, por la calle Comercio, por el embarcadero. Los días más calurosos bajaban al río a bañarse en camisón y luego tomaban raspadillas en la Heladería Wong. Ambrosio descansaba los domingos; dormía toda la mañana y después de almorzar salía con Pantaleón a ver los partidos de fútbol en el estadio de la salida a Yarinacocha. En la tarde; dejaban a Amalita Hortensia con la señora Lupe y se iban al cine. Ya los conocían en la calle, la gente los saludaba. Doña Lupe entraba a la cabaña como si fuera la suya; una vez había pescado a Ambrosio desnudo, bañándose a baldazos en la huerta y Amalia se había muerto de risa.

Ellos también entraban donde doña Lupe cuando querían, se prestaban cosas. Cuando venía a Pucallpa, el marido de doña Lupe salía a sentarse con ellos a la calle, en las noches, a tomar fresco. Era un viejo que sólo abría la boca para hablar de su chacrita y sus deudas con el Banco Agropecuario.

– Creo que ya estoy contenta -le había dicho un día Amalia a Ambrosio-. Ya me acostumbré aquí. Y a ti ya no se te ve tan antipático como al principio.

– Se nota que te has acostumbrado -había respondido Ambrosio-. Andas sin zapatos y con tu paraguas, ya eres una montañesa. Sí, yo estoy contento también.

– Contenta porque ya pienso poco en Lima -había dicho Amalia-. Ya casi no me sueño con la señora, ya casi nunca pienso en la policía.

– Cuando recién llegaste pensé cómo puede vivir con él -había dicho doña Lupe, un día-. Ahora te digo que tuviste suerte de conseguírtelo. Todas las vecinas se lo quisieran de marido, negro y todo.

Amalia se había reído: era cierto, se estaba portando muy bien con ella, muchísimo mejor que en Lima y hasta a Amalita Hortensia le hacía sus cariños. Se le había alegrado tanto el espíritu últimamente y hasta ahora nunca se había peleado con él en Pucallpa.

– Felices pero hasta por ahí nomás -dice Ambrosio-. Lo que fallaba era la cuestión plata, niño.

Ambrosio había creído que gracias a los extras que sacaba sin que supiera don Hilario redondearían el mes. Pero no, en primer lugar había pocos pasajeros, y en segundo a don Hilario se le había ocurrido que las reparaciones las pagaran a medias la empresa y el chofer. Don Hilario se había vuelto loco, Amalia, si le aceptaba esto se quedaría sin sueldo. Habían discutido y quedado en que Ambrosio pagaría el diez por ciento de las reparaciones. Pero el segundo mes don Hilario le había descontado el quince, y cuando se robaron la llanta de repuesto había querido que Ambrosio pagara la nueva. Pero qué barbaridad, don Hilario, cómo se le ocurre. Don Hilario lo había mirado fijo: mejor no protestes, se le podían sacar muchos trapitos, ¿no se estaba ganando unos soles a sus espaldas? Ambrosio se había quedado sin saber qué decir, pero don Hilario le había tendido la mano: amigos de nuevo. Habían comenzado a redondear el mes con préstamos y adelantos que le hacía a regañadientes el propio don Hilario. Pantaleón, viéndolos en apuros; les había aconsejado déjense de pagar alquiler y vénganse a la barriada y háganse una cabañita junto a la mía.

– No, Amalia -había dicho Ambrosio-. No quiero que te quedes sola cuando esté de viaje, con tanto vago que hay en la barriada. Además, allá no podrías vigilar "Ataúdes Limbo. No.

IV

– LA SABIDURÍA de las mujeres -dijo Carlitos-. Si Ana lo hubiera. pensado no le habría salido tan bien.

Pero no lo pensó, las mujeres nunca premeditan estas cosas. Se dejan guiar por el instinto y nunca les falla, Zavalita.

¿Era ese benigno, intermitente malestar que reapareció cuando Ana se fue a vivir a Ica, Zavalita, ese blando desasosiego que te sorprendía en los colectivos calculando cuánto falta para el domingo? Tuvo que cambiar al día sábado el almuerzo en casa de sus padres. Los domingos partía muy temprano en un colectivo que venía a recogerlo a la pensión. Dormía todo el viaje, estaba con Ana hasta el anochecer y regresaba.

Andabas en bancarrota con esos viajes semanales, piensa, las cervezas del "Negro-Negro" ahora las pagaba siempre Carlitos. ¿Eso es amor, Zavalita?

– Allá tú, allá tú -dijo Carlitos-. Allá ustedes dos, Zavalita.

Había conocido por fin a los padres de Ana. Él era un huancaíno gordo locuaz que se había pasado la vida dando clases de Historia y Castellano en los Colegios Nacionales, y la madre una mulata agresivamente amable. Tenían una casa vecina a los desportillados patios de la Unidad Escolar y lo recibían con una hospitalidad ruidosa y relamida. Ahí estaban los abundantes almuerzos que te infligían los domingos, ahí las angustiosas miradas que cambiaban con Ana pensando a qué hora acaba el desfile de platos. Cuando acababan, él y Ana salían a pasear por las calles rectas y siempre soleadas, entraban a algún cine a acariciarse, tomaban refrescos en la Plaza, volvían a la casa a charlar y besarse de prisa en un saloncito atestado de huacos. A veces Ana venía a pasar el fin de semana donde unos parientes y podían acostarse juntos unas horas en algún hotelito del centro.

– Ya sé que no me estás pidiendo consejo -dijo Carlitos-. Por eso no te lo doy.

Había sido en una de esas rápidas venidas de Ana a Lima, un atardecer, al encontrarse en la puerta del cine Roxy. Se mordía los labios, piensa, su nariz palpitaba, había susto en sus ojos, balbuceaba: ya sé que te has cuidado amor, yo también siempre amor, no sabía qué había pasado amor. Santiago la tomó del brazo y, en vez del cine, fueron a un café. Habían conversado con calma y Ana aceptado que no podía nacer. Pero se le saltaron las lágrimas y habló mucho del miedo que tenía a sus padres y se despidió adolorida y con rencor.

– No te lo pido porque ya sé cuál sería -dijo Santiago-. No te cases.

A los dos días Carlitos había averiguado la dirección de una mujer y Santiago fue a verla, a una ruinosa casita de ladrillos de los Barrios Altos. Era fornida, sucia y desconfiada y lo despidió de mal modo: estaba muy equivocado, joven, ella no cometía crímenes. Había sido una semana de exasperantes idas y venidas, de mal gusto en la boca y sobresalto continuo, de charlas afanosas con Carlitos y amaneceres desvelados en la pensión: era enfermera, conocía tantas parteras, tantos médicos, no quería, era una trampa que te tendía.

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