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¿Y qué se hicieron las banderas?, dijo de pronto Trifulcio, los ojos llenos de asombro. Él tenía la suya prendida en la camisa, como una flor. La arrancó con una mano, la mostró a la multitud en un gesto desafiante. Unas cuantas banderitas se elevaron sobre los sombrerones de paja y los cucuruchos de papel que muchos se habían fabricado para protegerse del sol. ¿Dónde estaban las otras, para qué se creían que eran, por qué no las sacaban? Calla negro, dijo el que daba las órdenes, todo está saliendo bien. Y Trifulcio: se empujaron el trago pero se olvidaron de las banderitas, don. Y el que daba las órdenes: déjalos, todo está muy bien. Y Trifulcio: sólo que la ingratitud de éstos da cólera, don.

– ¿De qué enfermedad se murió su papá, niño? -dice Ambrosio.

– A Landa estos trajines electorales lo han rejuvenecido, pero a mí me han sacado canas -dijo el senador Arévalo-. Basta de elecciones. Esta noche cinco polvos.

– Del corazón -dice Santiago-. O de los colerones que le di.

– ¿Cinco? -se rió el senador Landa-. Cómo te va a quedar el culo, Emilio.

– Y ahora Hipólito se arrechó -dijo Ludovico-. Ay mamita, ahora sí que te llegó, Trinidad.

– No diga eso, niño -dice Ambrosio-. Si don Fermín lo quería tanto. Siempre decía el flaco es al que quiero más.

Solemne, marcial, la voz de don Emilio Arévalo flotaba sobre la Plaza, invadía las calles terrosas, se perdía en los sembríos. Estaba en mangas de camisa, accionaba y su anillo relampagueaba junto a la cara de Trifulcio. Levantaba la voz, ¿se había puesto furioso?

Miró a la multitud: caras quietas, ojos enrojecidos de alcohol, aburrimiento o calor, bocas fumando o bostezando. ¿Se había calentado porque no lo estaban escuchando?

– Tanto codearte con la chusma en la campaña electoral, te has contagiado -dijo el senador Arévalo-. No hagas esos chistes cuando discursees en el senado, Landa.

– Tanto, que sufrió una barbaridad cuando usted se escapó de la casa, niño -dice Ambrosio.

– Bueno, el gringo me ha dado sus quejas, se trata de eso -dijo don Fermín-. Que ya pasaron las elecciones, que hace mala impresión a su gobierno que siga preso el candidato de la oposición: Esos gringos formalistas, ya saben.

– Iba cada día donde su tío Clodomiro a preguntarle por usted dice Ambrosio-. Qué sabes del flaco, cómo está el flaco.

Pero de pronto don Emilio dejó de gritar y sonrió y habló como si estuviera contento. Sonreía, su voz era suave, movía la mano, parecía que arrastrara una muleta y el toro pasara besándole el cuerpo. La gente de la tribuna sonreía, y Trifulcio, aliviado, sonrió también.

– Ya no hay razón para que siga preso, lo van a soltar en cualquier momento -dijo el senador Arévalo-. ¿No se lo dijo al Embajador, Fermín?

– Vaya, te pusiste a hablar -dijo Ludovico-. O sea que no te gustan los golpes sino los cariños de Hipólito. ¿Que qué dices, Trinidad?

– Y también a la pensión de Barranco donde usted vivía -dice Ambrosio. Y a la dueña qué hace mi hijo, cómo está mi hijo.

– No entiendo a los gringos de mierda -dijo el senador Landa-. Le pareció muy bien que se encarcelara a Montagne antes de las elecciones y ahora le parece mal. Nos mandan embajadores de circo, estos.

– ¿Iba a la pensión a preguntar por mí?. -dice Santiago.

– Claro que se lo dije, pero anoche hablé con Espina y tiene escrúpulos -dijo don Fermín-Que hay que esperar, que si se suelta a Montagne ahora podrá pensarse que se lo encarceló para que Odría ganara las elecciones sin competidor, que fue mentira lo de la conspiración.

– ¿Que tú eres el brazo derecho de Haya de la Torre? -dijo Ludovico-. ¿Que tú eres el verdadero jefe máximo del Apra y Haya de la Torre tu cholito, Trinidad?

– Claro, niño, todo el tiempo -dice Ambrosio.-Le pasaba plata a la dueña de la pensión para que no le contara a usted.

– Espina es un cojudo sin remedio -dijo el senador Landa-. Por lo visto se cree que alguien se tragó el cuentanazo de la conspiración. Hasta mi sirvienta sabe que a Montagne lo encerraron para que dejara el campo libre a Odría.

– No nos vas a tomar el pelo así, papacito -dijo Hipólito-. ¿Estás queriendo que te zampe el huevo a la boca o qué, Trinidad?

– El señor creía que usted se enojaría si se enteraba -dice Ambrosio.

– La verdad es que apresar a Montagne fue una metida de pata -dijo el senador Arévalo-. No sé por qué aceptaron que hubiera un candidato de oposición si a última hora iban a dar marcha atrás y a encarcelarlo. La culpa la tienen los consejeros políticos. Arbeláez, el idiota de Ferro, incluso usted, Fermín.

– Ya ve cuánto lo quería su papá, niño -dice Ambrosio.

– Las cosas no salieron como se esperaba, don Emilio -dijo don Fermín-. Nos podíamos llevar un chasco con Montagne. Además, yo no fui partidario de que se lo encarcelara en fin, ahora hay que tratar de componer las cosas.

Ahora gritaba, sus manos eran dos aspas, y su voz ascendía y tronaba como una gran ola que de pronto se rompió ¡viva el Perú! Una salva de aplausos en la tribuna, una salva en la Plaza. Trifulcio agitaba su banderita, viva-don-Emilio-Arévalo, ahora sí muchas banderas asomaron sobre las cabezas, viva-el-general-Odría, ahora sí. Los parlantes roncaron un segundo, luego inundaron la Plaza con el Himno Nacional.

– Yo le di mi opinión a Espina cuando me anunció que iba a detener a Montagne con el pretexto de una conspiración -dijo don Fermín-. No se lo va a tragar nadie, va a perjudicar al General, ¿acaso no tenemos gente segura en el Jurado Electoral, en las mesas? Pero Espina es un imbécil, sin ningún tacto político.

– Así que el jefe máximo, así que mil apristas van a asaltar la Prefectura para rescatarte -dijo Ludovico-. Así que crees que haciéndote el loco nos vas a cojudear, Trinidad.

– No me crea un curioso, pero ¿por qué se escapó de la casa esa vez, niño? -dice Ambrosio-. ¿No estaba bien donde sus papás?

Don Emilio Arévalo estaba sudando; estrechaba las manos que convergían hacia él de todos lados, se limpiaba la frente, sonreía, saludaba, abrazaba a la gente de la tribuna, y la armazón de madera se bamboleaba, mientras don Emilio acudía hacia la escalerilla. Ahora te tocaba a ti, Trifulcio.

– Demasiado bien, por eso me fui. -dice Santiago-. Era tan puro y tan cojudo que me fregaba tener la vida tan fácil y ser un niño decente.

– Lo curioso es que la idea de encarcelarlo no fue del Serrano -dijo don Fermín-. Ni de Arbeláez ni de Ferro. El que los convenció, el que se empeñó fue Bermúdez.

– Tan puro y tan cojudo que creía que jodiéndome un poco me haría hombrecito, Ambrosio -dice Santiago.

– Que todo eso fue obra de un directorcito de gobierno, de un empleadito, tampoco me lo trago -dijo el senador Landa-. Eso lo inventó el Serrano Espina para echarle la pelota a alguien si las cosas salían mal.

Trifulcio estaba ahí, al pie de la escalerilla, defendiendo a codazos su sitio, escupiéndose las manos, la mirada fanáticamente incrustada en las piernas de don Emilio que se acercaban mezcladas con otras, el cuerpo tenso, los pies bien apoyados en la tierra: a él, le tocaba a él.

– Lo tienes que creer porque es la verdad -dijo don Fermín-. Y no lo basurees mucho. Como quien no quiere la cosa, ese empleadito se está convirtiendo en hombre de confianza del General.

– Ahí lo tienes, Hipólito, te lo regalo -dijo Ludovico-. Quítale las locuras al jefe máximo de una vez.

– Entonces ¿no se fue porque tenía distintas ideas políticas que su papá? -dice Ambrosio.

– Le cree todo, lo considera infalible -dijo don Fermín-. Cuando Bermúdez opina, Ferro, Arbeláez, Espina y hasta yo nos vamos al diablo, no existimos. Se vio cuando lo de Montagne.

– El pobre no tenía ideas políticas -dice Santiago-. Sólo intereses políticos, Ambrosio.

Trifulcio dio un salto, las piernas estaban ya en el último escalón, dio un empellón, dos, y se agachó y ya iba a alzarlo. No, no amigo, dijo un don Emilio risueño y modesto y sorprendido, muchas gracias pero, y Trifulcio lo soltó, retrocedió, confuso, los ojos abriéndose y cerrándose, ¿pero, pero?, y don Emilio pareció también confuso, y en el grupo apiñado en torno a él hubo codazos, cuchicheos.

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