Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– La verdad es que, aun cuando no sea infalible, tiene cojones -dijo el senador Arévalo-. En año y medio nos borró del mapa a los apristas y a los comunistas y pudimos llamar a elecciones.

– ¿Sigues siendo el jefe máximo del Apra, papacito? -dijo Ludovico-. Bueno, muy bien. Sigue, Hipólito.

– Lo de Montagne fue así -dijo don Fermín-. Un buen día Bermúdez se desapareció de Lima y volvió a las dos semanas. He recorrido medio país, General, si Montagne llega de candidato a las elecciones, usted pierde.

Qué esperas, imbécil, dijo el que daba las órdenes y Trifulcio disparó una mirada angustiada a don Emilio que hizo un signo de rápido o apúrate. La cabeza de Trifulcio se agachó velozmente, atravesó el horcón que formaban las piernas, alzó a don Emilio como una pluma.

– Eso era un disparate -dijo el senador Landa-. Montagne no iba a ganar jamás. No tenía dinero para una buena campaña, nosotros controlábamos todo el aparato electoral.

– ¿Y por qué te parecía tan gran hombre mi viejo? -dice Santiago.

– Pero los apristas iban a votar por él, todos los enemigos del régimen iban a votar por él -dijo don Fermín-. Bermúdez lo convenció. Si voy en estas condiciones, pierdo. En fin, así fue, por eso lo metieron preso.

– Porque era, pues, niño -dice Ambrosio-. Tan inteligente y tan caballero y tan todo, pues.

Oía aplausos y vítores mientras avanzaba con su carga a cuestas, rodeado de Téllez, de Urondo, del capataz y del que daba las órdenes, también él gritando Arévalo-Odría, seguro, tranquilo, sujetando bien las piernas, sintiendo en sus pelos los dedos de don Emilio, viendo la otra mano que agradecía y estrechaba las manos que se le tendían.

– Ya déjalo, Hipólito -dijo Ludovico-. No ves que ya lo soñaste.

– A mí no me parecía un gran hombre, sino un canalla -dice Santiago-. Y lo odiaba.

– Está truqueando -dijo Hipólito-. Y te lo voy a demostrar.

El Himno Nacional había terminado cuando acabaron de dar la vuelta a la Plaza. Hubo un redoble de tambor, un silencio, y comenzó una marinera. Entre las cabezas y los puestos de refrescos y de viandas,

Trifulcio divisó una pareja que bailaba: ya, llévalo a la camioneta, negro. A la camioneta, don.

– Lo mejor será que hablemos con él -dijo el senador Arévalo-. Usted le cuenta su charla con el Embajador, Fermín, y nosotros le diremos ya se acabaron las elecciones, el pobre Montagne no es un peligro para nadie, suéltelo y ese gesto le ganará simpatía. A Odría hay que trabajarlo así.

– Niño, niño -dice Ambrosio-. Cómo va a decir eso de él, niño.

– Cómo conoces la psicología del cholo, senador -dijo el senador Landa.

– Ya ves que no está truqueando -dijo Ludovico-. Suéltalo ya.

– Pero ya no lo odio, ahora que está muerto ya no -dice Santiago-. Lo fue, pero sin saberlo, sin quererlo. Y además en este país hay canallas para regalar, y él creo que lo pagó, Ambrosio.

Ya bájalo, dijo el que daba las órdenes, y Trifulcio se agachó: vio que los pies de don Emilio tocaban el suelo, vio sus manos que sacudían el pantalón.

Entró a la camioneta y tras él Téllez, Urondo y el capataz. Trifulcio se sentó adelante. Un grupo de hombres y mujeres miraban, boquiabiertos. Riéndose, sacando la cabeza por la ventanilla, Trifulcio les gritó: ¡viva don Emilio Arévalo!

– No sabía que Bermúdez tenía tanta influencia en Palacio -dijo el senador Landa-. ¿Cierto que tiene una querida que es bailarina o algo así?

– Está bien, Ludovico, menos bulla -dijo Hipólito-. Ya lo solté.

– Le acaba de poner una casita en San Miguel -sonrió don Fermín-. A esa que era querida de Muelle.

– ¿Y también te parecía un gran hombre ése con el que trabajaste antes de ser chofer de mi viejo? -dice Santiago.

– ¿A la Musa? -dijo el senador Landa-. Caracoles, una señora mujer. ¿Esa es la querida de Bermúdez? Es un pájaro de alto vuelo, para ponerla en una jaula hay que tener bien forrados los bolsillos.

– Ya lo creo que se te pasó, mierda -dijo Ludovico-. Échale agua, haz algo, no te quedes ahí.

– Tan de alto vuelo que lo dejó a Muelle en la tumba -se rió don Fermín-. Y maricona, y se droga.

– ¿Don Cayo? -dice Ambrosio-. Nunca, niño, él no tenía ni para comenzar con su papá.

– No se pasó, está vivo -dijo Hipólito-. De qué te asustas, no le dejé ni un arañón, ni un moretón. Se soñó de susto, Ludovico.

– Quién no es maricón en estos tiempos, quién no se droga ahora en Lima -dijo el senador Landa-. Nos estamos civilizando ¿no?

– ¿No te daba vergüenza trabajar con ese hijo de puta? -dice Santiago.

– Quedamos en eso, veremos a Odría mañana -dijo el senador Arévalo-. Hoy le han puesto la banda presidencial y hay que dejarlo que se pase el día mirándose al espejo y gozando.

– Por qué me iba a dar -dice Ambrosio-. Yo no sabía que don Cayo se iba a portar mal con su papá. Si en esa época eran tan amigos, niño.

Cuando llegaron a la casa-hacienda y bajó de la camioneta, Trifulcio no fue a pedir de comer, sino al riachuelo a mojarse la cabeza, la cara y los brazos.

Después se tendió en el patio de atrás, bajo el alero de la desmotadora. Le ardían las manos y la garganta, estaba cansado y contento. Ahí mismo sé quedó dormido.

– El sujeto ése, señor Lozano, el Trinidad López ése -dijo Ludovico-. Sí, de repente se nos loqueó.

– ¿Te encontraste con ella en la calle? -dijo Queta-. ¿La que era sirvienta de Bola de Oro, la que se acostaba contigo? ¿Esa de la que té enamoraste?

– Me alegro que hiciera soltar a Montagne, don Cayo -dijo don Fermín-. Los enemigos del régimen se estaban aprovechando de este pretexto para decir que las elecciones fueron una farsa.

– ¿Cómo que se loqueó? -dijo el señor Lozano-. ¿Habló o no habló?

– Es verdad que fueron, entre usted y yo lo podemos reconocer -dijo Cayo Bermúdez-. Apresar al único candidato opositor no fue la mejor solución, pero no hubo más remedio. Se trataba de que el General saliera elegido ¿no?

– ¿Te contó que se había muerto su marido, que se había muerto su hijo? -dijo Queta-. ¿Que andaba buscando trabajo?

Lo despertaron las voces del capataz, de Urondo y de Téllez. Se sentaron a su lado, le invitaron un cigarrillo, conversaron. ¿Había salido bien la manifestación de Grocio Prado, no? Sí, había salido bien. ¿Más gente hubo en la de Chincha, no? Sí, más. ¿Ganaría las elecciones don Emilio? Claro que ganaría. Y Trifulcio: ¿si don Emilio se iba a Lima de senador a él lo despedirían? No hombre, lo contratarían, dijo el capataz. Y Urondo: te quedarás con nosotros, ya verás. Todavía hacía calor, el sol del atardecer coloreaba el algodonal, la casa-hacienda, las piedras.

– Habló, pero locuras, señor Lozano -dijo Ludovico-. Que era el segundo jefe máximo, que era el primer jefe máximo. Que los apristas iban a venir a rescatarlo con cañones. Se loqueó, palabra.

– ¿Y le dijiste hay una casita en San Miguel donde buscan empleada? -dijo Queta-. ¿Y la llevaste donde Hortensia?

– ¿De veras piensa que Odría hubiera sido derrotado por Montagne? -dijo don Fermín.

– Más bien di que los cojudeó -dijo el señor Lozano-. Ah, par de inútiles. Y encima tontos.

– O sea que es Amalia, la que comenzó a trabajar el lunes -dijo Queta-. O sea que eres más tonto de lo que pareces. ¿Se te ocurre que eso no se va a saber?

– Montagne o cualquier otro opositor, ganaba -dijo Cayo Bermúdez-. ¿No conoce a los peruanos, don Fermín? Somos acomplejados, nos gusta apoyar al débil, al que no está en el poder.

– Nada de eso, señor Lozano -dijo Hipólito-. Ni inútiles ni tontos. Venga a verlo cómo lo dejamos y verá.

– ¿Que le hiciste jurar que no le diría a Hortensia que tú le pasaste el dato? -dijo Queta-. ¿Que le hiciste creer que Cayo Mierda la botaría si sabía que te conocía?

En eso se abrió la puerta de la casa-hacienda y ahí venía el que daba las órdenes. Cruzó el patio, se paró frente a ellos, apuntó con el dedo a Trifulcio: la cartera de don Emilio, hijo de puta.

37
{"b":"100440","o":1}