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– Es una lástima que no le aceptara usted la senaduría -dijo Cayo Bermúdez-. El Presidente tenía la esperanza de que usted fuera el vocero de la mayoría en el Parlamento, don Fermín.

– ¿La cartera, que yo le saqué la cartera? -Trifulcio se levantó, se golpeó el pecho-. ¿Yo, don, yo?

– Pedazo de imbéciles -dijo el señor Lozano-. ¿Y por qué no lo llevaron a la enfermería, pedazo de imbéciles?

– ¿Robas al que te da de comer? -dijo el que daba las órdenes-. ¿Al que te da trabajo siendo ladrón conocido?

– No conoces a las mujeres -dijo Queta-. Un día le contará a Hortensia que te conoce, que tú la llevaste a San Miguel. Un día Hortensia se lo contará a Cayo Mierda, un día él a Bola de Oro. Y ese día te matarán, Ambrosio.

Trifulcio se había arrodillado, había comenzado a jurar y a lloriquear. Pero el que daba las órdenes no se dejó conmover: lo mandaba preso de nuevo, delincuente, hampón conocido, la cartera de una vez. Y en eso se abrió la puerta de la casa-hacienda y salió don Emilio: qué pasaba aquí.

– Lo llevamos pero no quisieron recibirlo, señor Lozano -dijo Ludovico-. Que no aceptaban la responsabilidad, que sólo si usted da la orden por escrito.

– Ya conversamos de eso, don Cayo -dijo don Fermín-. Yo encantado de servir al Presidente. Pero una senaduría es entregarse de lleno a la política y yo no puedo.

– Yo no voy a decir nada, yo nunca digo nada -dijo Queta-. A mí no me importa nada de nada. Te vas a joder, pero no por mí.

– ¿Tampoco aceptaría una Embajada? -dijo Cayo Bermúdez-. El General está tan agradecido por toda la colaboración que usted le ha prestado y quiere demostrárselo. ¿No le interesaría, don Fermín?

– Mire cómo me está ofendiendo, don Emilio -dijo Trifulcio-. Mire la barbaridad de que me acusa. Hasta me ha hecho llorar, don Emilio.

– Ni pensarlo -dijo don Fermín, riéndose-. No tengo pasta de parlamentario ni de diplomático, don Cayo.

– Yo no fui, señor -dijo Hipólito-. Se loqueó solito, se tiró de bruces solito, señor. Apenas lo tocamos, créame señor Lozano.

– No ha sido él, hombre -dijo don Emilio al que daba las órdenes-. Sería algún cholito de la manifestación. ¿Tú no serías tan perro de robarme a mí, no, Trifulcio?

– Lo va a herir al General con tanto desinterés, don Fermín -dijo Cayo Bermúdez.

– Antes me dejaría cortar la mano, don Emilio -dijo Trifulcio.

– Ustedes armaron esta complicación -dijo el señor Lozano-. Y ustedes solitos la van a desarmar, sócarajos.

– Nada de desinterés, se equivoca -dijo don Fermín-. Ya habrá ocasión de que Odría me retribuya mis servicios. Ya ve, como usted es tan franco conmigo, yo lo mismo con usted, don Cayo.

– Lo van a sacar, calladitos, se lo van a llevar con cuidadito -dijo el señor Lozano-, lo van a dejar por alguna parte. Y si alguien los ve se joden, y encima los jodo yo. ¿Entendido?

Ah, sambo latero, dijo don Emilio. Y se fue a la casa-hacienda con el que daba las órdenes, y Urondo y el capataz también se fueron, al poco rato. Te habían mentado la madre a su gusto, Trifulcio, se reía Téllez.

– Usted siempre me anda invitando y yo quisiera corresponderle -dijo Cayo Bermúdez-. Me gustaría invitarlo a comer a mi casa una de estas noches, don Fermín.

– Ese hombre que me insultó no sabía a qué se exponía -dijo Trifulcio.

– Ya está, señor -dijo Ludovico-. Lo sacamos, lo llevamos, lo dejamos y nadie nos vio.

– ¿No le sacaste la cartera? -dijo Téllez-. A mí tú no me engañas, Trifulcio.

– Cuando usted quiera -dijo don Fermín-. Con mucho gusto, don Cayo.

– Se la saqué pero a él no le constaba -dijo Trifulcio-. ¿Vamos esta noche al pueblo?

– En la puerta del San Juan de Dios, señor Lozano -dijo Hipólito-. Nadie nos vio.

– He tomado una casita en San Miguel, cerca del Bertoloto -dijo Cayo Bermúdez-. Y además, bueno, no sé si sabrá, don Fermín.

– ¿A quién, de qué me hablan? -dijo el señor Lozano-. ¿Todavía no se han olvidado, so carajos?

– ¿Cuánta plata había en la cartera, Trifulcio? -dijo Téllez.

– Bueno, había oído algo, sí -dijo don Fermín-.Ya sabe las cotorras que son los limeños, don Cayo.

– No seas tan preguntón -dijo Trifulcio-. Conténtate con que te pague los tragos esta noche.

– Ah bueno, ah pero claro -dijo Ludovico-. A nadie, de nada. Ya nos olvidamos de todo, señor.

– Soy un provinciano, a pesar de año y medio en Lima todavía no sé las costumbres de acá -dijo Cayo Bermúdez-. Francamente, me sentía un poco cortado. Temía que usted no aceptara ir a mi casa, don Fermín.

– Yo también, señor Lozano, palabra que me olvidé-dijo Hipólito-. Quién era Trinidad López, nunca lo vi, nunca existió. ¿Ya ve, señor? Ya me olvidé.

Téllez y Urondo, borrachos ya, cabeceaban en la banca de madera de la chingana, pero a pesar de las cervezas y del calor, Trifulcio seguía despierto. Por los agujeros de la pared se divisaba la placita arenosa blanqueada por el sol, el rancho donde entraban los votantes. Trifulcio miraba a los guardias parados frente al rancho. En el transcurso de la mañana habían venido un par de veces a tomar una cerveza y ahora estaban allá, con sus uniformes verdes. Por sobre las cabezas de Téllez y Urondo se veía una lengua de playa, un mar con manchones de algas brillando. Habían visto partir las barcas, las habían visto disolverse en el cielo del horizonte. Habían comido cebiche fresco y pescado frito con papas cocidas y tomado cerveza, mucha cerveza.

– ¿Me ha creído usted un fraile, un tonto? -dijo don Fermín-. Vamos, don Cayo. Me parece magnífico que haya hecho una conquista así. Encantado de ir a comer con ustedes, cuantas veces quieran.

Trifulcio vio el terral, vio la camioneta roja. Atravesó la placita entre perros que ladraban, frenó ante la chingana, bajó el que daba las órdenes. ¿Había votado mucha gente ya? Muchísima, toda la mañana habían estado entrando y saliendo. Tenía botas, pantalón de montar, una camisa sin botones: no quería verlos borrachos, que no tomaran más. Y Trifulcio: pero ahí había un par de cachacos, don. No te preocupes, dijo el que daba las órdenes. Subió a la camioneta y desapareció entre ladridos y una nube de polvo.

– Después de todo, usted es algo culpable -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Se acuerda esa noche, en el Embassy?

Los que salían de votar se acercaban a la chingana, la dueña los atajaba en la puerta: cerrado por elecciones, no se atendía. ¿Y por qué no estaba cerrado para ésos? La vieja no les daba explicaciones: fuera o llamaba a los cachacos. Los tipos se iban, requintando.

– Claro que me acuerdo -se rió don Fermín-. Pero nunca me imaginé que iba a quedar flechado por la Musa, don Cayo.

La sombra de los ranchos de la placita era ya más larga que los manchones de sol, cuando volvió a aparecer la camioneta roja, ahora cargada de hombres.

Trifulcio miró hacia el rancho: un grupo de votantes observaba la camioneta con curiosidad, los dos guardias también miraban acá. Listo, apuraba el que daba las órdenes a los hombres que saltaban al suelo, de una vez. Ya iría a cerrarse la votación, ya estarían sellando las ánforas.

– Ya sé por qué lo hiciste, infeliz -dijo don Fermín-. No porque me sacaba plata, no porque me chantajeaba.

Trifulcio, Téllez y Urondo salieron de la chingana, se pusieron al frente de los hombres de la camioneta.

No eran más de quince y Trifulcio los reconoció: tipos de la desmotadora, peones, los dos sirvientes de la casa-hacienda. Zapatones de domingo, pantalones de tocuyo, sombrerotes. Tenían los ojos ardiendo, olían a alcohol.

– Qué le parece este Cayo -dijo el coronel Espina-. Yo creía que no hacía otra cosa que trabajar día y noche, y vea usted lo que se consiguió. ¿Linda hembra, no, don Fermín?

Avanzaron en pelotón por la placita y los que estaban en la puerta del rancho comenzaron a codearse y a apartarse. Los dos guardias les salieron al encuentro.

– Sino por el anónimo que me mandó contándome lo de tu mujer -dijo don Fermín-. No por vengarme a mí. Por vengarte tú, infeliz.

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