Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Un día Amalia encontró a la señora Rosario a la entrada del callejón, las manos en las caderas, los ojos como ascuas: se encerró con la Celeste, había querido abusarla sólo abrió la puerta cuando lo amenacé con el patrullero. Amalia encontró a Trinidad lamentándose, la señora Rosario era mal pensada, llamar a la policía sabiendo que estaba fichado, perversa, a él qué le importaba la retaca de la Celeste, había querido hacerle una broma. Sinvergüenza, ingrato, lo insultaba Amalia, mantenido, loco, y por fin le aventó un zapato. El se dejaba gritar y dar manotazos sin protestar. Esa noche se tiró al suelo apretándose la cabeza con las manos y entre Amalia y don Atanasio lo arrastraron a la calle y lo subieron a un taxi. En la Asistencia Pública le pusieron una inyección. Regresaron a Mirones pasito a paso, Trinidad en medio, parándose a descansar cada cuadra. Lo acostaron y antes de dormirse Trinidad la hizo llorar: déjame, que no arruinara su vida con él, estaba acabado, búscate alguien que te responda mejor. La chiquita se llamaba Amalita Hortensia y tendría cinco o seis añitos ya, niño.

Un día, al volver del laboratorio, encontró a Trinidad dando brincos: se acabaron nuestros males, tenía trabajo. La abrazaba, la pellizcaba, se lo veía feliz.

Pero y tu enfermedad, decía Amalia atontada, y él se fue, me curé. Se había encontrado en la calle con el compañero Pedro Flores, le contó, un aprista con el que estuvo preso en el Frontón, y cuando Trinidad le dijo lo que le pasaba Pedro ven conmigo, y lo llevó al Callao, le presentó a otros compañeros, y esa misma tarde tenía trabajo en una mueblería. Ya ves, Amalia, así eran los compañeros, se sentía aprista hasta los huesos, viva Víctor Raúl. Ganaría poco pero qué más daba si eso le había levantado la moral. Trinidad salía muy temprano pero volvía antes que Amalia. Mejoró de humor, me duele menos la cabeza, los compañeros lo habían llevado donde un médico que no le cobró y le puso unas inyecciones y ya ves, Amalia, le decía, el partido me cuida, es mi familia. Pedro Flores no venía nunca a Mirones, pero Trinidad salía muchas noches a reunirse con él y Amalia estaba celosa, ¿crees que yo podría engañarte habiéndome ayudado tanto?, se reía Trinidad, te juro que voy a reuniones clandestinas con los compañeros. No te metas en política, le decía Amalia, la próxima vez te matarán. Dejó de hablar de los amarillos, pero le seguían los vómitos. Muchas tardes lo encontraba tumbado en la cama, los ojos hundidos y sin ganas de comer. Una noche que había salido a una reunión, vino don Atanasio y le dijo a Amalia ven y la llevó hasta la esquina. Ahí estaba Trinidad, solito, sentado en la vereda, fumando. Amalia lo estuvo espiando y cuando Trinidad regresó al callejón ¿cómo te fue? y él bien, discutimos mucho. Ella pensó: otra mujer. ¿Pero entonces por qué estaba tan cariñoso? La primera semana de trabajo esperó a Amalia con su sobre sin abrir, vamos a comprarle algo a la señora Rosario para que se le pase el enojo, le escogieron un perfumito, y después ¿qué quieres que te compre a ti, amorcito? Mejor paga el alquiler, le dijo Amalia, pero él quería gastarse esa plata en ella, amorcito. Amalita por su mamá, y Hortensia por una señora donde había trabajado Amalia, niño, una a la que quería mucho y que también se murió: claro que después de lo que hiciste tienes que salir de aquí, infeliz, dijo don Fermín. Fuiste mi salvación, le decía Trinidad, dime qué quieres. Y entonces Amalia vamos al cine.

Vieron una de Libertad Lamarque, triste, la historia se parecía a la de ellos, Amalia salió suspirando y Trinidad tienes muchos sentimientos, amorcito, vales mucho. Se estuvieron bromeando y otra vez se acordó del hijo y le tocaba la barriga, qué gordito. La señora Rosario se echó a llorar por el perfumito y le dijo a Trinidad no sabías lo que hacías, abrázame. Al otro domingo Trinidad vamos a ver a tu tía, se amistaría con Amalia cuando supiera lo del hijo. Fueron a Limoncillo y Trinidad entró primero y después salió la tía con los brazos abiertos a llamar a Amalia. Se quedaron a comer con ella y Amalia pensaba se fue la mala, todo se arregló. Se sentía muy pesada ya, Gertrudis Lama y otras compañeras del laboratorio le habían hecho ropitas para el hijo.

El día que desapareció Trinidad, Amalia había ido con Gertrudis donde el médico. Volvió a Mirones tarde y Trinidad no estaba, amaneció y no llegaba, y a eso de las diez de la mañana paró un taxi en el callejón y bajó un tipo que preguntó por Amalia: quiero hablarle a solas, era Pedro Flores. La hizo subir al taxi y ella qué le ha pasado a mi marido, y él está preso. Usted tiene la culpa, gritó Amalia, y él la miró como si estuviera loca, usted lo invencionó que se metiera en política, y Pedro Flores ¿yo, en política? él no se había metido ni se metería nunca en política porque odiaba la política, señora, y más bien el loco de Trinidad lo había podido meter anoche en un gran lío. Y le contó: volvían de una fiestecita en Barranco y al pasar por la Embajada de Colombia Trinidad para un ratito, tengo que bajar, Pedro Flores creyó que iba a orinar, pero bajó del taxi y comenzó a gritar amarillos, viva el Apra, Víctor Raúl, y cuando él arrancó asustado vio que a Trinidad le llovían cachacos. Usted tiene la culpa, lloraba Amalia, el Apra tiene la culpa, le van a pegar.

Qué le pasaba, de qué habla: ni Pedro Flores era aprista ni Trinidad había sido nunca aprista, lo sé de sobra porque somos primos, se habían criado juntos en la Victoria, nacimos en la misma casa, señora. Mentira, él nació en Pacasmayo, lloriqueaba Amalia, y Pedro Flores quién le hizo creer ese cuento. Y le juró: nació en Lima y nunca salió de aquí y nunca se metió en política, sólo que una vez lo llevaron preso por equivocación o quién sabe por qué cuando la revolución de Odría, y cuando salió de la cárcel le dio la chifladura de hacerse pasar por norteño y por aprista. Que fuera a la Prefectura, dígales que estaba borracho y que anda medio zafado, se lo soltarán. La dejó en el callejón y la señora Rosario la acompañó a Miraflores a llorarle a don Fermín. En la Prefectura no está, dijo don Fermín después de telefonear, que volviera mañana, iba a averiguar. Pero a la mañana siguiente entró un muchachito al callejón: Trinidad López estaba en el San Juan de Dios, señora. En el Hospital, a Amalia y a la señora Rosario las mandaban de una sala a otra, hasta que una Madre viejita, con barbita de hombre, ah sí, y comenzó a darle consejas a Amalia. Tenía que resignarse, Dios se llevó a tu marido, y mientras Amalia lloraba a la señora Rosario le contaron que lo habían encontrado esa madrugada en la puerta del Hospital, que se había muerto de derrame cerebral.

Casi no lloró a Trinidad porque al día siguiente del entierro su tía y la señora Rosario tuvieron que llevarla a la Maternidad, los dolores seguiditos ya, y esa madrugada nació muerto el hijo de Trinidad. Estuvo en la Maternidad cinco días, compartiendo una cama con una negra que había dado luz a mellizos y que le buscaba conversación todo el tiempo. Ella le contestaba sí, bueno, no. La señora Rosario y su tía venían a verla a diario y le traían de comer. No sentía dolor ni pena, sólo cansancio, comía sin ganas, le costaba esfuerzo hablar. Al cuarto día vino Gertrudis, por qué no diste aviso, el ingeniero Carrillo podía creer que había abandonado el trabajo, menos mal que tienes vara con don Fermín. Que el ingeniero creyera lo que quisiera, pensaba Amalia. Al salir de la Maternidad fue al cementerio a llevarle unos cartuchos a Trinidad. En la tumba estaba todavía la estampita que le había puesto la señora Rosario y las letras que su primo Pedro Flores había dibujado en el yeso con un palito. Se sentía débil, vacía, aburrida, si alguna vez tenía plata compraría una lápida y haré grabar Trinidad López con letras doradas. Se puso a hablarle despacito, por qué te fuiste ahora que todo se estaba arreglando, a reñirlo, por qué me hiciste creer tanta mentira, a contarle, me llevaron a la Maternidad, su hijo se había muerto, ojalá lo hayas conocido allá. Volvió a Mirones acordándose de ese saco azul que Trinidad decía es mi elegancia y de cómo ella le cosía tan mal los botones que se volvían a caer. El cuartito estaba con candado, el dueño había venido con un mercachifle y vendió todo lo que encontró, déjenle algo de su marido de recuerdo, le había rogado la señora Rosario, pero no quisieron y Amalia qué más me da. Su tía había tomado pensionistas en la casita de Limoncillo y no tenía lugar, pero la señora Rosario le hizo sitio en uno de sus dos cuartos, y Santiago ¿en qué lío te metiste, por qué tuviste que salir pitando de Pucallpa? A la semana se presentó en Mirones Gertrudis Lama, por qué no había vuelto al laboratorio, hasta cuándo crees que te esperarán. Pero Amalia no volvería al laboratorio nunca más. ¿Y qué iba a hacer, entonces? Nada, quedarse aquí hasta que me boten, y la señora Rosario tonta, nunca te voy a botar. ¿Y por qué no quería volver al laboratorio? No sabía, pero no volvería, y lo decía con tanta cólera que Gertrudis Lama no preguntó más. Un lío terrible, había tenido que esconderse por un asunto de un camión, niño, no quería ni acordarse. La señora Rosario la obligaba a comer, la aconsejaba, trataba de hacerla olvidar. Amalia dormía entre la Celeste y la Jesús, y la menor de las hijas de la señora Rosario se quejaba de que hablara con Trinidad y con su hijo a oscuras. Ayudaba a la señora Rosario a lavar la ropa en una batea, a tenderla en los cordeles, a calentar las planchas de carbón. Lo hacía sin darse cuenta, la mente en blanco, las manos flojas.

21
{"b":"100440","o":1}