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Pero no hubo aumento, decían que había crisis, Trinidad venía a la casa malhumorado porque esos carajos hablaban ahora de huelga. Esos carajos del sindicato, requintaba, esos amarillos que reciben sueldo del gobierno. Se habían hecho elegir con ayuda de los soplones y ahora hablaban de huelga. A ésos no les pasaría nada, pero él estaba fichado y dirían el aprista es el agitador. Y efectivamente hubo huelga y al día siguiente don Atanasio entró corriendo a la casa: un patrullero paró en la puerta y se llevó a Trinidad. Amalia fue con la señora Rosario a la Prefectura. Pregunte allá, pregunte acá, no conocían a Trinidad López.

Pidió prestado para el ómnibus a la señora Rosario y fue a Miraflores. Cuando llegó a la casa no se atrevía a tocar, va a salir él. Estuvo caminando frente a la puerta y de repente lo vio. Cara de asombro, de felicidad, y al verla encinta, de furia. Ajá, ajá, le señalaba la barriga, ajá, ajá. No he venido a verte a ti, se puso a llorar Amalia, déjame entrar. ¿Cierto que te juntaste con uno de la textil, dijo Ambrosio, el hijo que esperas es de él? Ella se entró a la casa y lo dejó hablando solo. Se quedó esperando en el jardín, mirando el cerco de geranios, la pileta de azulejos, su cuartito del fondo, sintió tristeza, le temblaban las rodillas. Con los ojos nublados vio salir a alguien, cómo está niño Santiago, hola Amalia. Estaba más alto, más hombre, siempre tan flaquito. Aquí venía a visitarlos, pues, niño, qué le había pasado en la cabeza. Él se sacó la boina, tenía una pelusa chiquita y se veía feísimo. Le habían cortado el pelo a coco, así bautizaban a los que acababan de entrar a la Universidad, sólo que a él le estaba demorando en crecer. Y entonces Amalia se echó a llorar, que don Fermín tan bueno me ayude de nuevo, su marido no había hecho nada, lo habían metido preso por gusto, se lo pagaría Dios niño. Salió don Fermín en bata, cálmate hija, qué te pasa. El niño Santiago le contó y ella nada hizo, don Fermín, no era aprista, le gusta el fútbol, hasta que don Fermín se rió: espera, espera, veremos. Fue a telefonear, se demoró, Amalia se sentía emocionada de estar de nuevo en la casa, de haber visto a Ambrosio, de lo que le pasaba a Trinidad.

Ya está, dijo don Fermín, dile que no se meta más en líos. Ya, quería besarle la mano y don Fermín quieta hija, todo tenía arreglo menos la muerte. Amalia pasó la tarde con la señora Zoila y la niña Teté. Qué linda estaba, qué ojazos, y la señora la hizo quedarse a almorzar y al despedirse, para que le compres algo a tu hijo, le dio dos libras.

Al día siguiente se presentó Trinidad en Mirones.

Furioso, le habían echado la pelota esos amarillos, requintando como Amalia no lo había oído nunca, lo habían acusado de mil cosas, por esos conchas de su madre los soplones lo habían pateado de nuevo. Puñetazos, combazos para que denunciara no sabía qué ni quién. Estaba más enojado con los amarillos del sindicato que con los soplones: cuando el Apra suba esos cabrones verán, esos vendidos a Odría verán. Ya no estás en plantilla, le dijeron en la textil, te despidieron por abandono de trabajo. Si me quejo al sindicato ya sé dónde me mandarán, decía Trinidad, y si al Ministerio ya sé dónde me mandarán. Pierdes tu tiempo mentándoles la madre a los amarillos, decía Amalia, más bien busca trabajo. Cuando empezó a recorrer fábricas, seguía la crisis decían, y estuvieron viviendo de préstamos, y de repente Amalia se dio cuenta que Trinidad decía más mentiras que nunca: ¿y de qué se había muerto Amalia, Ambrosio? Se iba a las ocho de la mañana y volvía media hora después y se tumbaba en la cama, caminé por todo Lima buscando trabajo, estaba muerto. Y Amalia: pero si te fuiste y volviste ahí mismo. Y Ambrosio: de una operación, niño. Y él: lo tenían fichado, los amarillos han pasado el dato, lo miraban como apestado, nunca encontraré trabajo.

Y Amalia: déjate de amarillos y busca trabajo, se iban a morir de hambre. No puedo, decía él, estoy enfermo, y ella ¿de qué estás enfermo? Trinidad se metía el dedo a la garganta hasta que le venían arcadas y vomitaba: cómo iba a buscar trabajo si estaba enfermo.

Amalia regresó a Miraflores, le lloró a la señora Zoila, la señora habló con don Fermín y el señor al niño Chispas dile a Carrillo que la repongan. Cuando le contó que la habían tomado de nuevo en el laboratorio, Trinidad se puso a mirar el techo. Orgulloso, qué tiene de malo que yo trabaje hasta que te cures, ¿no estás enfermo? ¿Cuánto le habían pagado para que me humilles ahora que me ves caído?, decía Trinidad.

Gertrudis Lama se puso contenta cuando la vio de nuevo en el laboratorio, y la inspectora qué buena vara, te pones y te sacas el trabajo como una falda. Los primeros días se le escapaban las pastillas y se le rodaban los frascos, pero a la semana estaba diestra otra vez. Tienes que llevarlo al médico, le decía la señora Rosario, ¿no ves que todo el día dice adefesios? Mentira, sólo a la hora de comer o cuando se tocaba el tema del trabajo se chiflaba, después era como antes nomás.

Acabando de comer se metía el dedo a la boca hasta vomitar, y entonces estoy enfermo, amorcito. Pero si Amalia no le hacía caso y limpiaba sus vómitos como si nada, al ratito se olvidaba de su enfermedad y qué tal el laboratorio y hasta le hacía chistes y cariños. Le va a pasar, pensaba, rezaba, lloraba Amalia a ocultas de él, va a ser como antes. Pero no le pasaba y más bien le dio por salir a la puerta del callejón a gritar amarillos a los transeúntes. Quería tirarles tacles y hacerles las llaves del cachascán, y es tan flaquito que cada vez me lo traen sangrando, le contaba Amalia a Gertrudis. Una noche vomitó sin meterse el dedo a la boca.

Se puso pálido y Amalia lo llevó al día siguiente al Hospital Obrero. Neuralgias, dijo el médico, y que se tomara unas cucharaditas cada vez que le doliera la cabeza y desde entonces Trinidad se pasaba el día diciendo la cabeza me va a reventar. Tomaba las cucharaditas y náuseas. Tanto jugar a enfermarte te enfermaste, lo reñía Amalia. Se volvió engreído, renegón, se burlaba de todo y ya casi ni podían conversar. Al verla llegar del trabajo ¿cómo, todavía no me has dejado?, ¿y la hijita? dice Santiago. Paraba echado en la cama, si no me muevo me siento bien, o conversando con don Atanasio, y no había vuelto a preguntar por el hijo. Si Amalia le decía estoy engordando o ya se mueve, él la miraba como si no supiera de qué hablaba. Comía apenas, por los vómitos. Amalia se robaba unas bolsitas de papel del laboratorio y le rogaba vomita ahí, no en el suelo, y él a propósito abría la boca sobre la mesa o la cama, y con una vocecita empalagosa, si te da tanto asco anda vete: se había quedado en Pucallpa, niño. Pero después se arrepentía, perdón amorcito, me he vuelto malo, aguántame un poquito más que me voy a morir. Iban de vez en cuando al cine.

Amalia quiso animarlo a que fuera al Estadio, pero él se agarraba la cabeza: no, estaba enfermo. Se puso flaco como perro, el pantalón que no le cerraba en la bragueta ahora se le chorreaba, ya no le pedía a Amalia córtame el pelo como antes, ¿y por qué la había dejado en Pucallpa?, ¿no te has decepcionado de uno tan poquita cosa que a la primera caída abandona sin luchar y se hace el loco y se deja mantener por la mujer?, le preguntó Gertrudis. Al revés, desde que lo veía hecho un trapo lo quería más. Pensaba todo el tiempo en él, sentía que se acababa el mundo cuando lo oía decir disparates, vez que la desnudaba a jalones en la oscuridad sentía vértigo. Una señora que se había hecho amiga de Amalia se había comedido a criarla, niño.

Los dolores de cabeza de Trinidad desaparecían y volvían, de nuevo se iban y venían, y ella nunca sabía si eran de verdad o inventos o exageraciones. Y, además Ambrosio se había metido en un lío y salido pitando de Pucallpa. Sólo los vómitos no se le iban nunca. Es tu culpa, le decía Amalia, y él de los amarillos, amorcito, a ella no le iba a mentir.

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