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– Es cierto, hasta ahora no pasamos de la teoría -dijo Aída-. Deberíamos hacer algo más que conversar.

– Solos no podemos -dijo Jacobo-. Primero tenemos que ponernos en contacto con los universitarios progresistas.

– Hace dos meses que entramos y no hemos encontrado a ninguno -dijo Santiago-. Estoy por creer que no existen.

– Tienen que cuidarse y es lógico -dijo Jacobo-. Tarde o temprano aparecerán.

Y, en efecto, sigilosos, recelosos, misteriosos, poco a poco habían ido apareciendo, como sombras furtivas: ¿estaban en primero de Letras, no? Entre clases ellos acostumbraban sentarse en alguna banca del patio de la Facultad, parecía que estaban haciendo una colecta, o dar vueltas alrededor de la pila de Derecho, para comprarles colchones a los estudiantes presos, y allí cambiaban a veces unas palabras con alumnos de otras facultades u otros años, que los tenían en los calabozos de la Penitenciaría durmiendo en el suelo, y en esos rápidos diálogos huidizos, detrás de la desconfianza, abriéndose camino a través de la sospecha, ¿nadie les había hablado de la colecta todavía?, advertían o creían advertir una sutil exploración de su manera de pensar, no se trataba de nada político, un discreto sondeo, sólo de una acción humanitaria, vagas indicaciones de que se prepararan para algo que llegaría, y hasta de simple caridad cristiana, o un secreto llamado para que manifestaran de la misma cifrada manera que se podía confiar en ellos: ¿podían dar siquiera un sol? Aparecían solitarios y esfumados en los patios de San Marcos, se les acercaban a charlar unos instantes sobre temas ambiguos, desaparecían por muchos días y de pronto reaparecían, cordiales y evasivos, la misma cautelosa expresión risueña en los mismos rostros indios, cholos, chinos, negros, y las mismas palabras ambivalentes en sus acentos provincianos, con los mismos trajes gastados y descoloridos y los mismos zapatos viejos y a veces alguna revista o periódico o libro bajo el brazo. ¿Qué estudiaban, de dónde eran, cómo se llamaban, dónde vivían? Como un escueto relámpago el cielo nublado, ese muchacho de Derecho había sido uno de los que se encerró en San Marcos cuando la revolución de Odría, una brusca confidencia rasgaba de pronto las conversaciones grises, y había estado preso y hecho huelga de hambre en la cárcel, y las encendía y afiebraba, y sólo lo habían soltado hacía un mes, y esas revelaciones y descubrimientos, y ése había sido delegado de Económicas cuando funcionaban los Centros Federados y la Federación Universitaria, despertaban en ellos una ansiosa excitación, antes que la política destrozara los organismos estudiantiles encarcelando a los dirigentes, una feroz curiosidad.

– Llegas tarde para no comer con nosotros, y cuando nos haces el honor no abres la boca -dijo la señora Zoila-. ¿Te han cortado la lengua en San Marcos?

– Habló contra Odría y contra los comunistas -dijo Jacobo. ¿Aprista, no creen?

– Se hace el mudo para dárselas de interesante -dijo el Chispas-. Los genios no pierden su tiempo hablando con ignorantes, ¿no es cierto, supersabio?

– ¿Cuántos hijos tiene la niña Teté? -dice Ambrosio-. ¿Y usted cuántos, niño?

– Más bien trozkista, porque habló bien de Lechín -dijo Aída-. ¿No dicen que Lechín es trozkista?

– La Teté dos, yo ninguno -dice Santiago-. No quería ser papá, pero tal vez me decida un día de éstos. Al paso que vamos, qué más da.

– Y además andas medio sonámbulo y con ojos de carnero degollado -dijo la Teté-. ¿Te has enamorado de alguna en San Marcos?

– A la hora que llego veo la lamparita de tu velador encendida -dijo don Fermín-. Muy bien que leas, pero también deberías ser un poco sociable; flaco.

– Sí, de una con trenzas que anda sin zapatos y sólo habla quechua -dijo Santiago-. ¿Te interesa?

– La negra decía cada hijo viene con su pan bajo el brazo -dice Ambrosio-. Por mí, hubiera tenido un montón, le digo. La negra, es decir mi mamacita que en paz descanse.

– Llego un poco cansado y por eso me meto a mi cuarto, papá -dijo Santiago-. Ni que me hubiera vuelto loco para no querer hablar con ustedes.

– Eso me pasa por hablar contigo que eres una mula chúcara -dijo la Teté.

– No loco, pero sí raro -dijo don Fermín-. Ahora estamos solos, flaco, háblame con confianza. ¿Tienes algún problema?

– Ese sí pudiera ser del Partido -dijo Jacobo-.

Su interpretación de lo que pasa en Bolivia era marxista.

– Ninguno, papá -dijo Santiago-. No me pasa nada, palabra.

– El Pancras tuvo un hijo en Huacho hace un montón de años y la mujer se le escapó un día y no la vio más -dice Ambrosio-. Desde entonces está tratando de encontrar a ese hijo. No quiere morirse sin saber si salió tan feo como él.

– No se acerca para sondearnos sino para estar contigo -dijo Santiago-. Sólo te habla a ti y con qué sonrisitas. Has hecho una conquista, Aída.

– Qué malpensado eres, qué burgués eres -dijo Aída.

– Lo entiendo, porque yo también me paso los días acordándome de Amalita Hortensia -dice Ambrosio- Pensando cómo será, a quién se parecerá.

– ¿Tú crees que eso les pasa sólo a los burgueses?-dijo Santiago-. ¿Que los revolucionarios no piensan nunca en mujeres?

– Ya está, ya te enojaste por lo de burgués -dijo Aída-. No seas susceptible, hombre, no seas burgués. Uy, se me escapó de nuevo.

– Vamos a tomarnos un café con leche -dijo Jacobo-. Vengan, paga el oro de Moscú.

¿Eran rebeldes solitarios, militaban en alguna organización clandestina, sería alguno de ellos soplón?

No andaban juntos, rara vez se aparecían al mismo tiempo, no se conocían o hacían creer que no se conocían entre ellos. A veces era como si fueran a revelar algo importante, pero se detenían en el umbral de la revelación, y sus insinuaciones y alusiones, sus ternos desteñidos y sus maneras calculadas, provocaban en ellos desasosiego, dudas, una admiración contenida por el recelo o el temor. Sus rostros casuales empezaron a aparecer en los cafés donde iban después de las clases, ¿era un enviado, exploraba el terreno?, sus humildes siluetas a sentarse en las mesas que ellos ocupaban, entonces demostrémosle que con ellos no tenía por qué disimular, y allí, fuera de San Marcos, en nuestro año hay dos soplones decía Aída, lejos de los confidentes emboscados, los descubrimos y no pudieron negarlo decía Jacobo, los diálogos empezaron a ser menos etéreos, se disculparon alegando que de abogados ascenderían en el escalafón decía Santiago, a adoptar por instantes un carácter audazmente político, los bobos ni siquiera sabían mentir decía Aída. Las charlas solían comenzar con alguna anécdota, los peligrosos no eran los que se daban a conocer decía Washington, o broma o chisme o averiguación, sino los soplones cachueleros que no figuraban en las listas de la policía, y luego venían tímidas, accidentales, las preguntas, ¿qué tal era el ambiente en el primer año?, ¿había inquietud, se preocupaban por los problemas los muchachos?, ¿habría una mayoría interesada en reconstituir los Centros Federados?, y cada vez más sibilina, serpentina, ¿qué pensaban de la revolución boliviana?, la conversación resbalaba, ¿y de Guatemala qué pensaban?, hacia la situación internacional. Animados, excitados, ellos opinaban sin bajar la voz, que los oyeran los soplones, que los metieran presos, y Aída se estimulaba a sí misma, era la más entusiasta piensa, se dejaba ganar por su propia emoción, la más arriesgada piensa, la primera en trasladar atrevidamente la conversación de Bolivia y Guatemala al Perú: vivíamos en una dictadura militar, y los ojos nocturnos brillaban, aun cuando la revolución boliviana fuera sólo liberal, y su nariz se afilaba, aun cuando Guatemala no llegara a ser una revolución democrático-burguesa, y sus sienes latían más rápido, estaban mejor que el Perú, y un mechón de cabellos danzaba, gobernado por un generalote, y golpeaba su frente mientras hablaba, y por una pandilla de ladrones, y sus pequeños puños rebotaban en la mesa. Incómodas, inquietas, alarmadas las sombras furtivas interrumpían a Aída, cambiaban de tema o se levantaban y partían.

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