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Queta abrió los ojos y se enderezó en la tina: Robertito se limpiaba unas gotas que habían salpicado su pantalón.

– ¿Cayo Mierda? -dijo Queta-. No te creo. ¿Está aquí en Lima?

– Ha vuelto al Perú -dijo Robertito-. Resulta que tiene una casa en Chaclacayo con piscina y todo y unos perrazos que parecen tigres.

– Mentira -dijo Queta, pero bajó la voz porque Robertito le hacía señas de que no hablara tan alto-. ¿De veras ha vuelto?

– Una casa lindísima, en medio de un jardín enorme -dijo Robertito-. Yo no quería ir. Le dije a la señora es por gusto, se va a llevar un chasco y no me hizo caso. Pensando siempre en su negocio ella. Él tiene capital, él sabe que yo cumplo con mis socios, fuimos amigos. Pero nos trató como a dos pordioseros y nos botó. Tu ex, Quetita, el ex de tu ex. Qué perrito había sido.

– ¿Se va a quedar en el Perú? -dijo Queta-. ¿Ha vuelto para meterse de nuevo en política?

– Dijo que había venido de paseo -encogió los hombros Robertito-. Figúrate cómo estará de forrado. Una casa así para venir de paseo. Vive en Estados Unidos. Está igualito, te digo. Viejo, feo y antipático.

– ¿No les preguntó nada de? -dijo Queta-. Les diría algo ¿no?

– ¿De la Musa? -dijo Robertito-. Un perrito te digo, Quetita. La señora le habló de ella, nos dio mucha pena lo que le pasó a la pobre, ya se habrá enterado. Y él ni se inmutó. A mí no tanta, dijo, yo sabía que la loca terminaría mal. Y entonces nos preguntó por ti, Quetita. Sí, sí. La pobre está en el hospital, figúrese. ¿Y qué crees que dijo?

– Si dijo eso de Hortensia, ya me imagino lo que diría de mí -dijo Queta-. Anda, no me dejes con la curiosidad.

– Díganle por si acaso que no voy a darle un medio, que ya le di bastante -se rió Robertito-. Que si ibas a sablearlo, para eso tenía los daneses: Con esas palabras, Quetita, pregúntale a la señora y verás. Pero no, ni les hables de él. Se vino tan descompuesta, con lo mal que la trató, que no quiere ni oír su nombre.

– Algún día las pagará -dijo Queta-. No se puede ser tan mierda y vivir tan feliz.

– Él sí puede, para eso tiene plata -dijo Robertito; se echó a reír de nuevo y se inclinó un poco hacia Queta. Bajó la voz-. ¿Sabes lo que le dijo cuando la señora le propuso un negocito? Se le rió en la cara. ¿Usted cree que me pueden interesar negocios de putas, Ivonne? Que ahora sólo le interesan los negocios decentes. Y ahí mismo nos dijo ya conocen la salida, no quiero verles más las caras por acá. Con esas palabras, te juro. ¿Estás loca, de qué te ríes?

– De nada -dijo Queta-. Pásame la toalla, ya se enfrió y me estoy helando.

– Si quieres te seco, también -dijo Robertito-. Yo siempre a tus órdenes, Quetita. Sobre todo ahora, que estás más simpática. Ya no tienes los humos de antes.

Queta se levantó, salió de la tina y avanzó en puntas de pie, regando gotas sobre las losetas desportilladas. Se colocó una toalla en la cintura y otra sobre los hombros.

– Nada de barriga y siempre lindas piernas -se rió Robertito-. ¿Vas a ir a buscar al ex de tu ex?

– No, pero si alguna vez me lo encuentro le va a pesar -dijo Queta-. Lo que les comentó de Hortensia.

– Qué lo vas a encontrar nunca -se rió Robertito-. Está muy alto ya para ti.

– ¿Para qué me has venido a contar eso? -dijo Queta, de pronto, dejando de secarse-. Anda vete, sal de aquí.

– Para ver cómo te ponías -se rió Robertito-. No te enojes, para que veas que soy tu amigo te voy a contar otro secreto. ¿Sabes por qué entré? Porque la señora me dijo anda a ver si se baña de verdad.

Había venido desde Tingo María a tramos cortos, por si acaso: en camión hasta Huánuco, donde pasó una noche encerrado en un cuartito de hotel, luego en ómnibus hasta Huancayo, de ahí a Lima en tren. Al cruzar la cordillera la altura le había dado mareos y palpitaciones, niño.

– Hacía apenas dos añitos y pico que había salido de Lima cuando volví -dice Ambrosio-Pero qué diferencia. A la última persona a la que?le podía pedir ayuda era a Ludovico. Él me había mandado a Pucallpa, él me había recomendado a su pariente don Hilario ¿ve? Y si no se la pedía a él, a quién entonces.

– A mi papá -dice Santiago. ¿Por qué no fuiste conde él, cómo no se te ocurrió?

– Es decir, no es que no se me ocurriera -dice Ambrosio-. Usted tendría que darse cuenta, niño.

– No me doy -dice Santiago-. ¿No dices que lo admirabas tanto, no dices que él te estimaba tanto? Te hubiera ayudado. ¿No se te ocurrió?

– Yo no iba a meterlo a su papá en un apuro, precisamente porque lo respetaba tanto -dice Ambrosio-. Fíjese quién era él y quién era yo, niño. ¿Le iba a contar ando corrido, soy ladrón, la policía me busca porque vendí un camión que no era mío?

– Con él tenías más confianza que conmigo ¿no es cierto? -dice Santiago.

– Un hombre, por jodido que esté, tiene su orgullo -dice Ambrosio-. Don Fermín tenía un buen concepto de mí. Yo andaba arruinado, hecho una mugre ¿ve?

– Y por qué a mí sí -dice Santiago-. Por qué no te ha dado vergüenza contarme a mí lo del camión.

– Será porque ya ni orgullo me queda -dice Ambrosio-. Pero entonces, me quedaba. Además, usted no es su papá, niño.

Los cuatrocientos soles de Itipaya se habían esfumado en el viaje y los tres primeros días en Lima no probó bocado. Había vagabundeado sin cesar, lejos de las calles del centro, sintiendo que se le helaban los huesos cada vez que divisaba un policía y repasando nombres y eliminándolos: Ludovico ni pensar, Hipólito seguiría en provincias o si había vuelto trabajaría con Ludovico, Hipólito ni pensar, él ni pensar. No había pensado en Amalia, ni en Amalita Hortensia ni en Pucallpa: sólo en la policía, sólo en comer, sólo en fumar.

– Fíjese que nunca me habría atrevido a pedir limosna para comer -dice Ambrosio-. Pero para fumar sí. Cuando no podía más, paraba a cualquier tipo en la calle y le pedía un cigarro. Había hecho de todo, con tal que no fuera un trabajo fijo y no pidieran papeles: descargar camiones en el Porvenir, quemar basuras, conseguir gatos y perros vagabundos para las fieras del Circo Cairoli, destapar cañerías y hasta sido ayudante de un afilador. A veces, en los muelles del Callao, reemplazaba por horas a algún estibador contratado, y aunque la comisión era alta, quedaba para comer dos o tres días. Un día le habían pasado el dato: los odriístas necesitaban tipos para pegar carteles. Había ido al local, se había pasado una noche entera embadurnando las calles del centro, pero les habían pagado sólo con comida y trago: En esos meses de vagabundeo, hambrunas, caminatas y cachuelos que duraban un día o dos había conocido al Pancras: Al principio había estado durmiendo en la Parada, debajo de los camiones, en zanjones, sobre los costales de los depósitos, sintiéndose protegido, escondido entre tanto mendigo y vago que dormía ahí, pero una noche había oído que de cuando en cuando caían rondas de la policía á pedir papeles. Así había empezado a internarse en el mundo de las barriadas. Las había conocido todas, dormido una vez en una, otra en otra, hasta que en ésa de la Perla había encontrado al Pancras y ahí se quedó. El Pancras vivía solo y le hizo sitio en su casucha.

– La primera persona que se portó bien conmigo en un montón de tiempo -dice Ambrosio-. Sin conocerme ni tener por qué. Un corazón de oro el de ese sambo, le digo.

El Pancras trabajaba en la perrera hacía años y cuando se hicieron amigos lo había llevado un día donde el administrador: no, no había vacante. Pero un tiempo después lo mandó llamar. Sólo que le había pedido papeles: ¿Libreta electoral, militar, partida de nacimiento? Había tenido que inventarle una mentira: se me perdieron. Ah, entonces nones, sin papeles no hay trabajo. Bah, no seas tonto, le había dicho el Pancras, quién se va a estar acordando de ese camión, llévale tus papeles nomás. Él había tenido miedo, mejor no Pancras, y había seguido con esos trabajitos de a ocultas. Por esa época había vuelto a su pueblo, Chincha niño, la última vez. ¿Para qué? Pensando conseguirse otros papeles, bautizarse de nuevo con algún curita y con otro nombre, y también por curiosidad, por ver qué era ahora el pueblo. Se había arrepentido de haber ido más bien. Había salido temprano de la Perla con el Pancras y se habían despedido en Dos de Mayo.

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