– Ahora mismo, flaco. Una media hora, a lo más. Salgo en este instante. Aquí te paso al Chispas, flaco.
Ahí los ruidos adivinables de sillas, puertas, y la máquina de escribir otra vez, y a lo lejos bocinas y motores de autos.
– El viejo ha rejuvenecido veinte años en un segundo -dijo el Chispas, eufórico-. Ha salido como alma que lleva el diablo. Y yo que no sabía cómo disimular, hombre. ¿Qué te pasa, estás en un lío?
– No, nada -dijo Santiago. Ha pasado mucho tiempo ya. Voy a amistarme con él.
– Ya era hora, ya era hora -repetía el Chispas, feliz, todavía incrédulo-. Espérate, voy a llamar a la mamá. No vayas a la casa hasta que le avise. Para que no le dé un síncope cuando te vea.
– No voy a ir a la casa ahora, Chispas -ahí su voz que comenzaba a protestar, pero hombre, tú no puedes-. El domingo, dile que voy a ir el domingo a almorzar.
– Está bien, el domingo, la Teté y yo la prepararemos -dijo el Chispas-. Está bien, niño caprichoso. Le diré que te haga chupe de camarones.
– ¿Te acuerdas la última vez que nos vimos? -dice Santiago-. Hará unos diez años, en la puerta del "Regatas".
Salió del cafetín, bajó por la avenida hasta el Malecón, y en vez de tomar la escalera que descendía hacia el Regatas, siguió por la pista, despacio, distraído, piensa asombrado de lo que acababas de hacer. Veía allá abajo las dos playitas vacías del Club. La marea estaba alta, el mar se había comido la arena, las olitas rompían contra los diques, algunas lenguas de espuma lamían la plataforma ahora desierta donde en verano había tantas sombrillas y bañistas. ¿Cuántos años que no te bañabas en el Regatas, Zavalita? Desde antes de entrar a San Marcos, cinco o seis años que ya entonces parecían cien. Piensa: ahora mil.
– Claro que me acuerdo, niño -dice Ambrosio-. El día que usted se amistó con su papá.
¿Estaban construyendo una piscina? En la cancha de básquet, dos hombres en buzos azules tiraban a la canasta; la poza donde se entrenaban los bogas parecía seca, ¿seguía siendo boga el Chispas en esa época?
Ya eras un extraño para la familia, Zavalita, ya no sabías cómo eran tus hermanos, qué hacían, en qué y cuánto habían cambiado. Llegó a la entrada del Club, se sentó en el poyo que sujetaba la cadena, también la garita del guardián estaba vacía. Podía ver Agua Dulce desde allí, la playa sin carpas, los quioscos cerrados, la neblina que ocultaba los acantilados de Barranco y Miraflores. En la playita rocosa que separaba Agua Dulce del "Regatas", los cholos de la gente diría la mamá piensa, había unos botes varados, uno de ellos con el cascarón enteramente agujereado. Hacía frío, el viento le revolvía los cabellos y sentía un gusto salado en los labios. Dio unos pasos por la playita, se sentó en un bote, encendió un cigarrillo: si no me hubiera ido de la casa no hubiera sabido nunca, papá.
Las gaviotas volaban en círculos, se posaban un instante en las rocas y partían, los patillos se zambullían y a veces emergían con un pescadito casi invisible retorciéndose en el pico. El color verde plomizo del mar, piensa, la espuma terrosa de las olitas que se despedazaban en las rocas, a veces divisaba una colonia brillante de malaguas, madejas de muimuis, nunca debí entrar a San Marcos papá. No llorabas, Zavalita, no te temblaban las piernas, vendría y te portarías como un hombre, no correrías a echarte en sus brazos, dime que es mentira papá, dime que no es cierto papá. El auto apareció al fondo, zigzagueando para sortear los baches de Agua Dulce, levantando polvo, y él se paró y fue a su encuentro. ¿Tengo que disimular, que no se me note nada, no debo llorar?
No, piensa, más bien ¿venía manejando él, vería la cara de él? Sí, ahí estaba la gran sonrisa de Ambrosio en la ventanilla, ahí su voz, niño Santiago cómo está, y ahí la figura del viejo. Cuántas canas más, piensa, cuántas arrugas y había adelgazado tanto, ahí su voz rota: flaco. No dijo nada más, piensa, había abierto los brazos, lo tuvo un largo rato apretado contra él, ahí su boca en tu mejilla, Zavalita, el olor a colonia, ahí tu voz rota, hola papá, cómo estás papá: mentiras, calumnias, nada era verdad.
– Usted no sabe qué contento se puso el señor -dice Ambrosio-. No se imagina lo que fue para él que se amistaran al fin.
– Te debes haber muerto de frío esperando aquí, con este día tan feo -su mano en tu hombro, Zavalita, hablaba tan despacio para que no se notara su emoción, te empujaba hacia el Regatas-. Ven, entremos, tienes que tomar algo caliente.
Cruzaron las canchas de básquet, caminando lentamente y silenciosos, entraron al edificio del Club por una puerta lateral. No había nadie en el comedor, las mesas no estaban puestas. Don Fermín dio unas palmadas y al rato apareció un mozo, apresurado, abotonándose el saco. Pidieron cafés.
– Al poco tiempo dejaste de trabajar en la casa ¿no? -dice Santiago.
– No sé para qué sigo siendo socio de esto, no vengo jamás -hablaba con la boca de una cosa, piensa, y con los ojos cómo estás, cómo has estado, estuve esperando cada día, cada mes, cada año, flaco-. Creo que ya ni tus hermanos vienen. Un día de éstos voy a vender mi acción. Ahora valen treinta mil soles. A mí me costó sólo tres mil.
– No me acuerdo bien -dice Ambrosio-. Sí, creo que poco después.
– Estás flaco y ojeroso, tu madre se va a asustar cuando te vea -quería reñirte y no podía, Zavalita, su sonrisa era conmovida y triste-. No te sienta el trabajo de noche. Tampoco te sienta vivir solo, flaco.
– Si más bien he engordado, papá. En cambio tú has enflaquecido mucho.
– Ya creía que no me ibas a llamar nunca, me has dado una alegría tan grande, flaco -hubiera bastado que abriera un poquito más los ojos, Carlitos-. Fuera por lo que fuera. ¿Qué te pasa?
– A mí nada, papá -que hubiera cerrado las manos de golpe, Carlitos, o cambiado de cara un segundo-. Hay un asunto que, no sé, de repente podía traerte alguna complicación, no sé. Quería avisarte.
El mozo trajo los cafés; don Fermín ofreció cigarrillos a Santiago; por los cristales se veían a los dos hombres en buzos haciéndose pases, disparando a la canasta, y don Fermín esperaba, la expresión apenas intrigada.
– No sé si has visto los periódicos, papá, ese crimen -pero no, pero nada, Carlitos, me miraba a mí, me examinaba la ropa, el cuerpo, ¿iba a disimular así, Carlitos?- Esa cantante que mataron en Jesús María, ésa que fue amante de Cayo Bermúdez cuando Odría.
– Ah, sí -don Fermín hizo un gesto vago, tenía la misma expresión afectuosa, sólo curiosa, de antes-.La Musa, ésa.
– En “La Crónica” están averiguando todo lo que pueden de la vida de ella -todo era cuento entonces, Zavalita, ya ves, yo tenía razón, dijo Carlitos, no había para qué amargarse tanto-. Están explotando a fondo esa noticia.
– Estás temblando, ni siquiera te has puesto una chompa, con este frío -casi aburrido con mi historia, Carlitos, atento sólo a mi cara, reprochándome con los ojos que viviera solo, que no lo hubiera llamado antes-. Bueno, no tiene nada de raro, “La Crónica” es un periódico un poco sensacionalista. ¿Pero qué pasa con ese asunto?
– Anoche llegó un anónimo al periódico, papá. -¿Iba a hacer todo ese teatro, queriéndote tanto, Zavalita?-. Diciendo que el que mató a esa mujer fue un ex-matón de Cayo Bermúdez, uno que ahora es chofer de, y ponía tu nombre, papá. Han podido mandar el mismo anónimo a la policía, y de repente -Sí, piensa, precisamente porque te quería tanto-, en fin, quería avisarte, papá.
– ¿Ambrosio, estás hablando de él? -ahí su sonrisita extrañada, Zavalita, su sonrisita tan natural, tan segura, como si recién se interesara, como si recién entendiera algo-. ¿Ambrosio, matón de Bermúdez?
– No es que nadie vaya a creer en ese anónimo, papá -dijo Santiago-. En fin, quería advertirte.
– ¿El pobre negro, matón? -ahí su risa tan franca, Zavalita, tan alegre, ahí esa especie de alivio en su cara, y sus ojos que decían menos mal que era una tontería así, menos mal que no se trataba de ti, flaco-. El pobre no podría matar una mosca aunque quisiera. Bermúdez me lo pasó porque quería un chofer que fuera también policía.