Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– No -había dicho de repente-. No me friega que alguna me reconozca. Me friega el merengue de por sí.

– Pero por qué, hombre -dijo Ludovico-. ¿No es mejor espantar viejas que estudiantes, por ejemplo? Qué más que griten o pataleen, Hipólito. El ruido no hace daño a nadie.

– ¿Y si tengo que sonar a una de ésas que me dio de comer de chico? -había dicho Hipólito, dando un puñetazo en la mesa, Furiosísimo, don.

Ambrosio y Ludovico como diciendo ahorita le da la llorona de nuevo. Pero hombre, pero hermano, si te dieron de comer es que eran buenas personas, santas, pacíficas, ¿tú crees que ellas se iban a meter en líos políticos? Pero Hipólito. No quería dar su brazo a torcer, movía la cabeza como diciendo no me convencen.

– Hoy estoy haciendo esto a disgusto -dijo, al fin.

– ¿Y tú crees que a alguien le gusta? -dijo Ludovico.

– A mí sí -dijo Ambrosio, riéndose-. Para mí es como un descanso, como una aventura.

– Porque vienes de vez en cuando -dijo Ludovico-. Te pasas la gran vida de chofer del jefazo y esto lo tomas a juego. Espérate que te partan el cráneo de una pedrada, como a mí una vez.

– Ahí nos dirás si te sigue gustando -había dicho Hipólito.

Felizmente que a él nunca le había pasado nada, don.

¿CÓMO se había atrevido? Sus días de permiso, cuando no iba a visitar a su tía a Limoncillo, o a la señora Rosario a Mirones, salía con Anduvia y María, dos empleadas de la vecindad. ¿Porque la había ayudado a conseguir este trabajo se creyó que te olvidaste? Iban a pasear, al cine, un domingo habían ido al Coliseo a ver los bailes folklóricos. ¿Porque conversaste con él que ya lo perdonaste? Algunas veces salía con Carlota, pero no muy seguido, porque Símula quería que Amalia la trajera antes del anochecer. Hubieras debido tratarlo mal, bruta. Al salir, Símula las volvía locas con sus recomendaciones, y al volver con sus preguntas. Qué plantón se iría a dar el domingo, venirse desde Miraflores hasta aquí de balde, cómo te requintaría. Pobre Carlota, Símula no la dejaba asomar la nariz a la calle, paraba asustándola con los hombres. Toda la semana estuvo pensando se va a quedar esperándote, a veces le daba una cólera que se ponía a temblar, a veces risa. Pero a lo mejor no vendría, ella le había dicho ni te lo sueñes y diría para qué voy. El sábado planchó el vestido azul brillante que le había regalado la señora Hortensia, ¿dónde vas mañana? le preguntó Carlota, donde su tía. Se miraba en el espejo y se insultaba: ya estás pensando en ir, bruta. No, no iría.

Ese domingo estrenó los zapatos de taco que se había comprado recién, y la pulserita que se sacó en una tómbola. Antes de salir, se pintó un poco los labios. Recogió la mesa rapidito, casi no almorzó, subió al cuarto de la señora a mirarse de cuerpo entero en el espejo. Se fue derechita hasta el Bertoloto, lo cruzó y en la Costanera sintió furia y cosquillas en el cuerpo: ahí estaba, en el paradero, haciéndole adiós. Pensó regrésate, pensó no le vas a hablar. Se había puesto un terno marrón, camisa blanca, corbata roja, y un pañuelito en el bolsillo del saco.

– Estaba rogando qué no me dejaras plantado -dijo Ambrosio-. Qué bien que viniste.

– ¿El recibimiento? -dijo el mayor Paredes-. ¿Crees que le harán algún desaire?

– El senador y los diputados han prometido llenar la plaza -dijo él-. Pero esas promesas, ya se sabe. Esta tarde veré al Comité de Recepción. Los he hecho venir a Lima.

– Estos serranos serían unos ingratos de mierda si no lo reciben con los brazos abiertos -dijo el mayor Paredes-. Les está haciendo una carretera, un puente. Quién se había acordado antes que Cajamarca existía.

– Cajamarca ha sido foco aprista -dijo él-. Hemos hecho una limpieza, pero siempre puede ocurrir algo imprevisto.

– El Presidente cree que el viaje será un éxito -dijo el mayor Paredes-. Dice que le has asegurado que habrá cuarenta mil personas en la manifestación y ningún lío.

– Habrá, y no habrá lío -dijo él-. Pero éstas son las cosas que me andan envejeciendo. No la úlcera, no el tabaco.

Habían pagado al chino, salido, y cuando llegaron al patio ya había comenzado la reunión, don. El señor Lozano les puso mala cara y les señaló el reloj. Había unos cincuenta ahí, todos vestidos de civil, algunos se reían como idiotas y qué tufo. Ése del escalafón, ése cachuelero como yo, ése del escalafón, se los iba señalando Ludovico, y estaba hablando un Mayor de Policía, medio panzón, medio tartamudo, a cada rato repetía o sea que. O sea que había guardia de asalto en los alrededores, o sea que también patrulleros, o sea que la caballería escondida en unos garajes y cccanchones. Ludovico y Ambrosio se miraban como diciendo cccomiquísimo, don, pero Hipólito seguía con cara de velorio. Y ahí se adelantó el señor Lozano, qué silencio para oírlo.

– Pero la idea es que la policía no tenga que intervenir -había dicho-. Es algo que ha pedido el señor Bermúdez de manera especial. Y también que no haya tiros.

– Está sobando al jefazo porque aquí estás tú -había dicho Ludovico a Ambrosio-. Para que vayas y se lo cuentes.

– O sea que por eso no se repartirán pistolas sino sólo cccachiporras y otras armas cccontundentes.

Se había levantado un ruido de estómagos, de gargantas, de pies, todos protestaban pero sin abrir la boca, don. Silencio, dijo el Mayor, pero el que había arreglado la cosa con inteligencia fue el señor Lozano.

– Ustedes son de primera y no necesitan balas para dispersar a un puñado de locas, si las cosas se ponen feas entrará en acción la guardia de asalto -Sabidísimo, había hecho una broma-. Que levante la mano el que tiene miedo. -Nadie. Y él-. Menos mal, porque hubiera tenido que devolver el trago. -Risas. y él-. Siga explicándoles, Mayor.

– O sea qqque entendido, y antes de pasar por la armería, mírense bien las cccaras, no se vayan a agarrar a palazos entre ustedes por eqqquivocación.

Se habían reído, por educación, no porque su chiste fuera chiste, y en la armería habían tenido que firmar un recibito. Les dieron cachiporras, manoplas y cadenas de bicicleta. Regresaron al patio, se mezclaron con los otros, algunos estaban tan jalados que apenas podían hablar. Ambrosio les metía conversación, de dónde eran, si los habían sorteado. No, don, todos eran voluntarios. Contentos de sacarse unos soles extras pero algunos asustados de lo que pudiera pasarles. Fumaban, se bromeaban, jugando se pegaban con las cachiporras. Así estuvieron hasta eso de las seis en que vino el Mayor a decir ahí está el ómnibus. En la plaza del Porvenir la mitad se habían quedado con Ludovico y Ambrosio, en el centro, entre los columpios. Hipólito se había llevado a los otros hacia el lado del cine. Repartidos en grupitos de tres, de cuatro, se habían metido a la Feria. Ambrosio y Ludovico miraban las sillas voladoras, ¿cojonudo cómo se les levantaba la falda a las mujeres? No, don, ni se veía, había poquita luz. Los otros se compraban raspadillas, camotillos, un par se habían traído su botellita y tomaban traguitos junto a la Rueda Chicago. Huele como si le hubieran dado un dato falso a Lozano, había dicho Ludovico.

Llevaban ya media hora ahí y ni sombra de nada.

EN el tranvía, se sentaron juntos y Ambrosio le pagó el pasaje. Ella estaba tan furiosa por haber venido que ni lo miraba. Cómo puedes ser tan rencorosa, decía Ambrosio. La cara pegada a la ventanilla, Amalia miraba la avenida Brasil, los autos, el cine Beverly.

Las mujeres tiene buen corazón y mala memoria, decía Ambrosio, pero tú eres al revés, Amalia. ¿Ese día que se encontraron en la calle y él le dijo sé un sitio en San Miguel donde buscan muchacha no habían conversado acaso de lo más bien? Ella el hospital de Policía, el óvalo de Magdalena Vieja. ¿Y el otro día en la puerta de servicio no habían hablado de lo más bien? El Colegio Salesiano, la plaza Bolognesi. ¿Había otro hombre en tu vida ahora, Amalia? Y en eso subieron dos mujeres, se sentaron frente a ellos, parecían malas, y empezaron a mirar a Ambrosio con un descaro. ¿Qué tenía que salieran juntos una vez, como buenos amigos? Pura risa con él, miraditas y coqueterías, y de pronto, sin darse cuenta, su boca dijo fuerte, mirando a las dos mujeres, no a él: está bien ¿dónde vamos a ir? Ambrosio la miró asombrado, se rascó la cabeza y se rió: qué mujer ésta. Fueron al Rímac, porque Ambrosio tenía que ver a un amigo. Lo encontraron en un restaurancito de la calle Chiclayo, comiéndose un arroz con pollo.

57
{"b":"100440","o":1}