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– Qué bueno te has vuelto -dijo ella-. Cuánto te preocupas por mí ahora.

Se habían quedado conversando junto a la puerta de servicio, y Amalia espiaba a ratos a ver si no se acercaban Símula o Carlota. ¿No le había dicho Ambrosio que don Fermín y don Cayo ya no se veían como antes? Sí, desde que el señor Cayo había hecho meter preso al niño Santiago ya no eran amigos; pero tenían negocios juntos y por eso habría venido ahora don Fermín a San Miguel. ¿Estaba contenta Amalia aquí? Sí, mucho, trabajaba menos que antes y la señora era buenísima. Entonces me estás debiendo un favor, dijo Ambrosio, pero ella le paró en seco las bromas: te lo pagué desde antes no te olvides. Y le cambió de tema, ¿cómo estaban allá en Miraflores? La señora Zoila muy bien, el niño Chispas tenía una enamorada que había estado de candidata a Miss Perú, la niña Teté hecha una señorita, y el niño Santiago no había vuelto a la casa desde que se escapó. No se lo podía nombrar delante de la señora Zoila porque se ponía a llorar. Y de repente: te sienta San Miguel, te has puesto muy buena moza. Amalia no se rió, lo miró con toda la furia que pudo.

– ¿Tu salida es el domingo, no? -dijo él-. Te espero ahí, en el paradero del tranvía, a las dos. ¿Vas a venir?

– Ni te lo sueñes -dijo Amalia-. ¿Acaso somos algo para salir juntos?

Sintió ruido en la cocina y se entró a la casa, sin despedirse de Ambrosio. Fue al repostero a espiar: ahí estaba don Fermín, despidiéndose de don Cayo.

Alto, canoso, tan elegante de gris, y se acordó de golpe de todas las cosas que habían pasado desde la última vez que lo vio, de Trinidad, del callejón de Mirones, de la Maternidad, y sintió que se le venían las lágrimas. Fue al baño a mojarse la cara. Ahora estaba furiosa con Ambrosio, furiosa con ella misma por haberse puesto a conversar con él como si fueran algo, por no haberle dicho ¿crees que porque me avisaste que aquí necesitaban sirvienta ya me olvidé, que ya te perdoné? Ojalá te mueras, pensó.

SE ajustó la corbata, se puso el saco, cogió su maletín y salió del despacho. Pasó junto a las secretarias con rostro ausente. El auto estaba cuadrado en la puerta, al Ministerio de Guerra Ambrosio. Demoraron quince minutos en cruzar el centro. Bajó antes que Ambrosio le abriera la puerta, espérame aquí. Soldados que saludaban, un pasillo, una escalera, un oficial que sonreía. En la antesala del Servicio de Inteligencia lo esperaba un capitán de bigotitos: el Mayor está en su oficina, señor Bermúdez, pase. Paredes se levantó al verlo entrar. Sobre el escritorio había tres teléfonos, un banderín, un secante verde; en las paredes, 5 mapas, planos, una fotografía de Odría y un calendario.

– Espina me llamó para darme sus quejas -dijo el mayor Paredes-. Que si no le sacas a ese portero le pegará un tiro. Estaba rabioso.

– Ya ordené que le retiraran al soplón -dijo él, aflojándose la corbata-. Por lo menos, ahora sabe que está vigilado.

– Te repito que es trabajo inútil -dijo el mayor Paredes-. Antes de retirarlo, se lo ascendió. ¿Por qué se pondría a conspirar?

– Porque le ha dolido dejar de ser Ministro -dijo él-. No, él no se pondría a conspirar por su cuenta, es tonto para eso. Pero lo pueden utilizar. Al Serrano cualquiera le mete el dedo a la boca.

El mayor Paredes encogió los hombros, hizo una mueca escéptica. Abrió un armario, sacó un sobre y se lo alcanzó. El hojeó distraídamente los papeles, las fotografías.

– Todos sus desplazamientos, todas sus conversaciones telefónicas -dijo el mayor Paredes-. Nada sospechoso. Se ha dedicado a consolarse por la bragueta, ya ves. Además de la querida de Breña, se ha echado otra encima, una de Santa Beatriz.

Se rió, dijo algo más entre dientes, y, por un instante, él las vio: gordas, carnosas, las tetas colgando, avanzaban la una sobre la otra con un regocijo perverso en los ojos. Guardó los papeles y fotografías en el sobre y lo puso en el escritorio.

– Las dos queridas, las partidas de cacho en el Círculo Militar, una o dos borracheras por semana, ésa es su vida -dijo el mayor Paredes-. El Serrano es un hombre acabado, convéncete.

– Pero con muchos amigos en el Ejército, con decenas de oficiales que le deben favores -dijo él-. Yo tengo olfato de perro fino. Hazme caso, dame un tiempito más.

– Bueno, si tanto insistes haré que lo vigilen unos días más -dijo el mayor Paredes-. Pero sé que es inútil.

– Aunque está retirado y sea tonto, un general es un general -dijo él-. Es decir, más peligroso que todos los apristas y rabanitos juntos.

HIPÓLITO era un bruto, sí don, pero también tenía sus sentimientos, Ludovico y Ambrosio lo habían descubierto esa vez del Porvenir. Tenían tiempo todavía y estaban yendo a tomarse un trago cuando se apareció Hipólito y agarró a cada uno del brazo: les convidaba una mulita. Habían ido a la chingana de la avenida Bolivia, Hipólito pedido tres cortos, sacado ovalados y encendido el fósforo con mano tembleque. Se lo notaba muñequeado, don, se reía sin ganas, se pasaba la lengua por la boca como un animal con sed, miraba de costado y le bailaba el fondo de los ojos.

Ludovico y Ambrosio se miraban como diciendo qué tiene éste.

– Parece que andaras con algún problema, Hipólito -dijo Ambrosio.

– ¿Te quemaron en el veinte, hermano? -dijo Ludovico.

Hizo que no con la cabeza, vació su copa, le dijo al chino otra vuelta. ¿Qué pasaba entonces, Hipólito?

Los miró, les aventó el humo a la cara, por fin se había animado a soltar la piedra, don: le fregaba este merengue del Porvenir. Ambrosio y Ludovico se rieron. No había de qué, Hipólito, las viejas locas se echarían a correr al primer silbatazo, era el trabajo más botado, hermano. Hipólito se vació la segunda copa y los ojos se le saltaron. No era miedo, conocía la palabra pero no lo había sentido nunca, él había sido boxeador.

– No jodas, no nos vas a contar otra vez tus peleas -dijo Ludovico.

– Es una cosa personal -dijo Hipólito, apenado.

Le tocó a Ludovico pagar otra vuelta, y el chino, que los había visto embalados, dejó la botella sobre el mostrador. Anoche no había dormido por este merengue, calculen cómo será. Ambrosio y Ludovico se miraron como diciendo ¿se loqueó? Háblanos con la mayor franqueza, Hipólito, para algo eran amigos. Tosía, parecía que se atrevía y se arrepentía, don, por último se le atracó la voz pero lo soltó: una cosa de familia, una cosa personal. Y, sin más, les había aventado una historia de llanto, don. Su madre hacía petates y tenía su puesto en la Parada, él había crecido en el Porvenir, vivido ahí, si eso era vivir. Limpiaba y cuidaba carros, hacía mandados, descargaba los camiones del Mercado, se sacaba sus cobres como podía, a veces metiendo la mano donde no debía.

– ¿Qué les dicen a los del Porvenir? -lo interrumpió Ludovico-. A los de Lima limeños, a los de Bajo el Puente bajopontinos, ¿y a los del Porvenir?

– A ti te importa un carajo lo que estoy contando -había dicho Hipólito, furioso.

– Nunca, hermano -le dio una palmada Ludovico-. De repente se me vino esa duda a la cabeza, perdona y sigue.

Que aunque hacía sus añitos que no iba por ahí, aquí dentro, y se había tocado el pecho, don, el Porvenir seguía siendo su casa: ahí empezó a boxear, además.

Que a muchas de las viejas de la Parada las conocía, que algunas lo iban a reconocer, quizás.

– Ah, ya caigo -dijo Ludovico-. No hay motivo para que te amargues, quién te va a reconocer después de tantos años. Además ni te verán la cara, las luces del Porvenir son malísimas, los palomillas se andan volando los faroles a pedradas. No hay motivo, Hipólito.

Se había quedado pensando, lamiéndose la boca como un gato. El chino trajo sal y limón, Ludovico se saló la punta de la lengua, se exprimió la mitad del limón en la boca, vació su copa y exclamó el trago ha subido de categoría. Se habían puesto a hablar de otra cosa, pero Hipólito callado, mirando el suelo, el mostrador, pensando.

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