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– Te presento a mi novia, Ludovico -dijo Ambrosio.

– No le crea -dijo Amalia-. Amigos nomás.

– Siéntense -dijo Ludovico-. Tómense una cerveza conmigo.

– Ludovico y yo trabajamos juntos con don Cayo, Amalia -dijo Ambrosio-. Yo le manejaba el auto y él lo cuidaba. Qué malas noches ¿no, Ludovico?

Sólo había hombres en el restaurant, algunos con qué pintas, y Amalia se sentía incómoda. Qué haces aquí pensaba, por qué eres tan bruta. La espiaban de reojo pero no le decían nada. Tendrían miedo a los dos hombrones que estaban con ella, porque Ludovico era tan alto y tan fuerte como Ambrosio. Sólo que tan feo, la cara picada de viruela y los dientes partidos.

Entre los dos se contaban cosas, se preguntaban por amigos y ella se aburría. Pero de repente, Ludovico dio un golpecito en la mesa: ya está, se iban a Acho, los haría entrar. Los hizo pasar, no por donde el público, sino por un callejón y los policías lo saludaban a Ludovico como a un íntimo. Se sentaron en Sombra, arriba, pero como había poca gente, en el segundo toro se bajaron hasta la cuarta fila. Toreaban tres, pero la estrella era Santa Cruz, llamaba la atención ver a un negro en traje de luces. Le haces barra porque es tu hermano de raza, le bromeaba Ludovico a Ambrosio, y él, sin enojarse; sí y además porque es valiente. Era: se hacía revolcar, se arrodillaba, citaba al toro de espaldas. Ella sólo había visto corridas en el cine y cerraba los ojos, chillaba cuando el toro derribaba a un peón, qué salvajes los picadores decía, pero en el último toro de Santa Cruz también sacó su pañuelito, como Ambrosio, y pidió oreja. Salió de Acho contenta, por lo menos había visto algo nuevo, Era tan tonto desperdiciar la salida ayudando a la señora Rosario a tender ropa, oyendo a su tía quejarse de sus pensionistas o dando vueltas y vueltas con Anduvia y María sin saber dónde ir. Tomaron una chicha morada en la puerta de Acho y Ludovico se despidió. Caminaron hasta el Paseo de Aguas.

– ¿Te gustaron los toros? -dijo Ambrosio.

– Sí -dijo Amalia-. Pero qué crueldad con los animales ¿no?

– Si te gustaron volveremos -dijo Ambrosio.

Iba a contestarle ni te lo sueñes pero se arrepintió y cerró la boca y pensó bruta. Se le ocurrió que hacía más de tres años ya, casi cuatro, que no salía con Ambrosio, y de pronto se sintió apenada. ¿Qué quieres hacer ahora?, dijo Ambrosio. Ir donde su tía, a Limoncillo. ¿Qué habría hecho él, todos estos años? Irás otro día, dijo Ambrosio, vámonos al cine más bien.

Fueron a uno del Rímac a ver una de piratas, y en la oscuridad ella sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. ¿Te estabas acordando de cuando ibas al cine con Trinidad, bruta? ¿De cuando vivías en Mirones y te pasabas los días, los meses sin hacer nada, sin hablar, casi sin pensar? No, se estaba acordando de antes, de los domingos que se veían en Surquillo, y las noches que se juntaban a escondidas en el cuartito junto al garaje y de lo que pasó. Sintió rabia otra vez, si me toca lo rasguñaba, lo mataba. Pero Ambrosio no trató siquiera, y al salir le invitó un lonche. Fueron andando hasta la plaza de Armas, conversando de todo menos de antes. Sólo cuando estaban esperando el tranvía él la cogió del brazo: yo no soy lo que tú crees, Amalia. Ni tampoco eres lo que tú crees, dijo Queta, tú eres lo que haces, esa pobre Amalia me da compasión. Suéltame o grito, dijo Amalia, y Ambrosio la soltó. Si no estaban peleando, Amalia, si sólo te estoy pidiendo que te olvides de lo que pasó. Hacía tanto tiempo ya, Amalia. Llegó el tranvía, viajaron mudos hasta San Miguel. Bajaron en el paradero del Colegio de las Canonesas y había oscurecido. Tú tuviste otro hombre, el textil ése, dijo Ambrosio, yo no he tenido ninguna mujer. Y un poco después, ya llegando a la esquina de la casa, con la voz resentida: me has hecho sufrir mucho, Amalia. No le respondió, se echó a correr. En la puerta de la casa, se volvió a mirar: se había quedado en la esquina, medio oculto entre la sombra de los arbolitos sin ramas. Entró a la casa luchando por no dejarse conmover, furiosa por sentirse conmovida.

– ¿Qué hay de esa logia de oficiales en el Cuzco? -dijo él.

– Ahora que se presenten los ascensos al Congreso, van a ascender al coronel Idiáquez -dijo el mayor Paredes-. De General ya no puede seguir en el Cuzco, y sin él la argollita se va a deshacer. No hacen nada todavía; se reúnen, hablan.

– No basta con que salga de ahí Idiáquez -dijo él-. ¿Y el Comandante, y los capitancitos? No entiendo por qué no los han separado ya. El Ministro de Guerra aseguró que esta semana comenzarían los traslados.

– He hablado diez veces con él, le he mostrado diez veces los informes -dijo el mayor Paredes-. Como se trata de oficiales de prestigio, quiere ir con pies de plomo.

– Tiene que intervenir el Presidente, entonces -dijo él-. Después del viaje a Cajamarca, lo primero es romper esa argollita. ¿Están bien vigilados?

– Te imaginas -dijo el mayor Paredes-. Sé hasta lo que comen.

– El día menos pensado les ponen un millón de soles sobre la mesa y tenemos revolución a la vista -dijo él-. Hay que desbandarlos a guarniciones bien alejadas cuanto antes.

– Idiáquez debe muchos favores al régimen -dijo el mayor Paredes-. El Presidente se está llevando a cada rato decepciones tremendas con la gente. Le va a doler cuando sepa que Idiáquez anda amotinando oficiales contra él.

– Le dolería más saber que se ha levantado -dijo él; se puso de pie, sacó unos papeles de su maletín y se los entregó al mayor Paredes-. échales una ojeada, a ver si esta gente tiene ficha aquí.

Paredes lo acompañó hasta la puerta, lo retuvo del brazo cuando él iba a salir:

– ¿Y esa noticia de la Argentina, esta mañana? ¿Cómo se te pasó?

– No se me pasó -dijo él-: Los apristas apedreando una embajada peruana es una buena noticia. Le consulté al Presidente y estuvo de acuerdo en que se publicara:

– Bueno, sí -dijo el mayor Paredes-. Los oficiales que la leyeron aquí, estaban indignados.

– Ya ves que pienso en todo -dijo él-. Hasta mañana.

PERO al poco rato se les había acercado Hipólito, la cara tristísima, don: ahí estaban, con sus cartelones y todo. Habían entrado por una de las esquinas de la Plaza, y ellos se les arrimaron, como curiosos. Cuatro llevaban un cartel con letras rojas, detrás venía un grupito, las cabecillas había dicho Ludovico, que hacían gritar a las demás y las demás serían media cuadra. La gente de la Feria también se había acercado a mirarlas. Gritaban, sobre todo las de adelante, ni se entendía qué, y había viejas, jóvenes y criaturas pero ningún hombre, tal como dijo el señor Lozano había dicho Hipólito. Muchas trenzas, muchas polleras, muchos sombreros. Esas se crecen en la Procesión, había dicho Ludovico: eran tres que tenían las manos como rezando, don. Unas doscientas o trescientas o cuatrocientas, y por fin acabaron de entrar a la Plaza.

– Pan con mantequilla ¿ves? -había dicho Ludovico.

– Pan duro y mantequilla rancia, tal vez -dijo Hipólito.

– Nos metemos en medio y las cortamos en dos -había dicho Ludovico-. Nos quedamos con la cabeza y te regalamos la cola.

– Ojalá que los coletazos sean más flojos que los cabezazos -dijo Hipólito, tratando de bromear, don, pero no le salía. Se levantó las solapas y fue a buscar a su grupo. Las mujeres dieron la vuelta a la Plaza y ellos las habían seguido, desde atrás y separados.

Cuando estaban frente a la Rueda Chicago se había aparecido otra vez Hipólito: me arrepentí, quiero irme.

Yo te estimo pero yo me estimo más, había dicho Ludovico, te advierto que te jodo, mostacero. Ese sacudón le había levantado la moral, don: miró con furia, salió disparado. Habían ido reuniendo a la gente, la habían ido palabreando, y, con disimulo, se pegaron a la manifestación. Estaban aglomeradas junto a la Rueda Chicago, las del cartelón daban la cara a las otras. De repente una de las cabecillas se trepó a un tabladillo y comenzó a discursear. Se había amontonado más gente, estaban ahí apretaditas, habían parado la música de la Rueda, pero ni se oía a la que estaba hablando. Ellos se habían ido metiendo, aplaudiendo, las bobas nos abren cancha decía Ludovico, y por el otro lado la gente de Hipólito se iba metiendo también. Aplaudían, les daban sus abrazos, bien buena bravo, algunas los miraban nomás pero otras pasen pasen, les daban la mano, no estamos solas. Ambrosio y Ludovico se habían mirado como diciendo no nos separemos en esta mescolanza, cumpa. Ya las habían cortado en dos, estaban incrustados como una cuña justo en el medio. Habían sacado las matracas, los silbatos, Hipólito su bocina, ¡abajo esa agitadora!, ¡viva el general Odría!, ¡mueran los enemigos del pueblo!, las cachiporras, las manoplas, ¡viva Odría! Una confusión terrible, don. Provocadores aullaba la del tabladillo, pero el ruido se tragó su voz y alrededor de Ambrosio las mujeres chillaban y empujaban. Váyanse, les decía Ludovico, las engañaron, vuélvanse a sus casas, y en eso una mano lo había agarrado desprevenido y sentí que se llevaba en sus uñas una lonja de mi pescuezo, le había contado Ludovico después a Ambrosio, don. Ahí habían entrado en danza las cachiporras y las cadenas, los sopapos y los puñetazos, y ahí habían comenzado un millón de mujeres a rugir y patalear. Ambrosio y Ludovico estaban juntos, uno se resbalaba y el otro lo sostenía, uno se caía y el otro lo levantaba. Las gallinas resultaron gallos, había dicho Ludovico, el cojudo de Hipólito tuvo razón. Porque se defendían, don. Las tumbaban y ahí se quedaban, como muertas, pero desde el suelo se prendían de los pies y los traían abajo. Había que estar pateando, saltando, se oían mentadas de madre como escopetazos. Somos pocos, había dicho uno, que venga la guardia de asalto, pero Ludovico ¡carajo, no! Se aventaron de nuevo contra ellas y las habían hecho retroceder, la baranda de la Rueda se vino abajo y un montón de locas también. Algunas se escapaban arrastrándose y ahora en vez de viva Odría ellos les gritaban conchesumadres, putas, y por fin la cabeza se había deshecho en grupitos y era botado corretearlas. De a dos, de a tres cogían a una y le llovía, después a otra y le llovía, y Ambrosio y Ludovico hasta se burlaban de sus caras sudadas. En eso había sonado el balazo, don, jijonagrandísima el que disparó, había dicho Ludovico. No era de ahí, sino de atrás. La cola había estado enterita y coleteando, don. Fueron a ayudar y la desbandaron.

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