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– No me interesan los muertos -dijo Trifulcio; Pero sí me gustaría verlo a Ambrosio ¿Vive contigo?

– Lo que pasa es que nunca he tenido auto, y además el taxi es cómodo -dijo Bermúdez-. Pero tienes razón, Serrano, voy a usarlo. Se debe estar apolillando.

– Ambrosio se va mañana a trabajar a Lima -dijo Tomasa-. ¿Para qué quieres verlo?

– Yo no creía eso de Hipólito, pero era cierto, Ambrosio -dijo Ludovico-. Lo vi, nadie me lo contó.

– No debes ser tan modesto, haz uso de tus prerrogativas -dijo el coronel Espina-. Estás metido aquí quince horas al día y no todo es trabajo en la vida, tampoco. Una cana al aire de vez en cuando, Cayo.

– Por pura curiosidad, para ver cómo es -dijo Trifulcio-. Lo veo a Ambrosio y palabra que me voy, Tomasa.

– Por primera vez nos dieron un tipo de Vitarte a los dos solos -dijo Ludovico-. Ninguno del escalafón para requintarnos, les faltaba gente. Y ahí lo vi, Ambrosio.

– Claro que la echaré, Serrano, pero necesito estar más aliviado de trabajo -dijo Bermúdez-. Y buscaré casa, y me instalaré con más comodidad.

– Ambrosio estaba trabajando aquí, de chofer interprovincial -dijo Tomasa-. Pero en Lima le irá mejor y por eso lo he animado a que se vaya.

– El Presidente está muy contento contigo, Cayo -dijo el coronel Espina-. Me agradece más haberte recomendado que todo lo que lo ayudé en la revolución, figúrate.

– Le daba y empezó a sudar, más y sudaba más y le dio tanto que el tipo se puso a decir disparates -dijo Ludovico-: Y de repente le vi la bragueta inflada como un globo. Te juro, Ambrosio.

– Ese que está viniendo ahí, ese hombrón -dijo Trifulcio-. ¿Ese es Ambrosio?

– Para qué le pegas si lo has dejado medio locumbeta, para qué si ya lo soñaste -dijo Ludovico-. Ni oía, Ambrosio. Arrecho, como un globo. Como te lo cuento, te juro. Ya lo conocerás, ya te lo presentaré.

– En ustedes están puestas nuestras esperanzas ahora para salir del atolladero -dijo don Fermín.

– Te reconocí ahí mismo -dijo Trifulcio-. Ven, Ambrosio, dame un abrazo, deja que te mire un poco.

– ¿El régimen en un atolladero? -dijo el coronel Espina-. ¿Está bromeando, don Fermín? Si la revolución no va viento en popa, entonces quién.

– Yo hubiera ido a esperarlo -dijo Ambrosio-. Pero no sabía siquiera que usted salía.

– Fermín tiene razón, coronel -dijo Emilio Arévalo-: Nada irá viento en popa mientras no se celebren elecciones y el General Odría vuelva al poder oleado y sacramentado por los votos de los peruanos.

– Menos mal que tú no me botas como Tomasa -dijo Trifulcio-. Te creía muchacho y eres casi tan viejo como este negro de tu padre.

– Las elecciones son un formalismo si usted quiere, coronel -dijo don Fermín-. Pero un formalismo necesario.

– Ya lo viste, ahora anda vete -dijo Tomasa-. Ambrosio viaja mañana, tiene que hacer su maleta.

– Y para ir a elecciones hay que tener pacificado el país, es decir limpio de apristas -dijo el doctor Ferro-. Si no, las elecciones podrían estallarnos en las manos como un petardo.

– Vamos a tomar un trago a alguna parte, Ambrosio -dijo Trifulcio-. Conversamos un rato y te vienes a hacer tu maleta.

– Usted no abre la boca, señor Bermúdez -dijo Emilio Arévalo-. Parece que le aburriera la política.

– ¿Quieres darle mala fama a tu hijo? -dijo Tomasa-. ¿Para eso quieres que lo vean contigo en la calle?

– No parece, la verdad es que me aburre -dijo Bermúdez-. Además, no entiendo nada de política. No se rían, es cierto. Por eso, prefiero escucharlos.

Avanzaron a oscuras, por calles ondulantes y abruptas, entre chozas de caña y esporádicas casas de ladrillo, viendo por las ventanas, a la luz de velas y lamparillas, siluetas borrosas que comían conversando. Olía a tierra, a excremento, a uvas.

– Pues para no saber nada de política, lo está haciendo muy bien de Director de Gobierno -dijo don Fermín-. ¿Otra copa, don Cayo?

Encontraron un burro tumbado en el camino, les ladraron perros invisibles. Eran casi de la misma altura, iban callados, el cielo estaba despejado, hacía calor, no corría viento. El hombre que descansaba en la mecedora se puso de pie al verlos entrar en la desierta cantina, les alcanzó una cerveza y volvió a sentarse.

Chocaron los vasos en la penumbra, todavía sin hablarse.

– Fundamentalmente, dos cosas -dijo el doctor Ferro-. Primera, mantener la unidad del equipo que ha tomado el poder. Segunda, proseguir con mano dura la limpieza. Universidad, sindicatos, administración. Luego, elecciones y a trabajar por el país.

– ¿Que qué me hubiera gustado ser en la vida, niño? -dice Ambrosio-. Ricacho, por supuesto.

– Así que te vas a Lima mañana -dijo Trifulcio-. ¿Y a qué te vas?

– ¿A usted ser feliz, niño? -dice Ambrosio-. Claro que a mí también, sólo que rico y feliz es la misma cosa.

– Todo es cuestión de empréstitos y de créditos -dijo don Fermín-. Los Estados Unidos están dispuestos a ayudar a un gobierno de orden, por eso apoyaron la revolución. Ahora quieren elecciones y hay que darles gusto.

– A buscar trabajo allá -dijo Ambrosio-. En la capital se gana más.

– Los gringos son formalistas, hay que entenderlos -dijo Emilio Arévalo-. Están felices con el General y sólo piden que se guarden las formas democráticas.

Odría electo y nos abrirán los brazos y nos darán los créditos que hagan falta.

– ¿Y cuánto tiempo llevas ya trabajando como chofer? -dijo Trifulcio.

– Pero ante todo hay que sacar adelante el Frente Patriótico Nacional o Movimiento Restaurador o como se llame -dijo el doctor Ferro-. Para eso es básico el programa y por eso insisto tanto en él.

– Dos años de profesional -dijo Ambrosio-. Empecé de ayudante, manejando de prestado. Después fui camionero y hasta ahora estuve de chofer de ómnibus, por aquí, por los distritos.

– Un programa nacionalista y patriótico, que agrupe a todas las fuerzas sanas -dijo Emilio Arévalo.- Industria, comercio, empleados, agricultores. Inspirado en ideas sencillas pero eficaces.

– O sea que eres hombre serio, de trabajo -dijo Trifulcio-. Con razón no quería Tomasa que la gente te viera conmigo. ¿Crees que vas a conseguir trabajo en Lima?

– Necesitamos algo que recuerde la excelente fórmula del mariscal Benavides -dijo el doctor Ferro-. Orden, Paz y Trabajo. Yo he pensado en Salud, educación, Trabajo. ¿Qué les parece?

– ¿Usted se acuerda de la lechera Túmula, de la hija que tenía? -dijo Ambrosio-. Se casó con el hijo del Buitre. ¿Se acuerda del Buitre? Yo lo ayudé al hijo a que se la robara.

– Por supuesto, la candidatura del General tiene que ser lanzada por todo lo alto -dijo Emilio Arévalo-. Todos los sectores deben proclamarla de manera espontánea.

– ¿El Buitre, el prestamista, el que fue Alcalde? -dijo Trifulcio-. Me acuerdo de él, sí.

– La proclamarán, don Emilio -dijo el coronel Espina-. El General es cada día más popular. En pocos meses la gente ha visto ya la tranquilidad que hay ahora y el caos que era el país con los apristas y comunistas sueltos en plaza.

– El hijo del Buitre está en el gobierno, ahora es importante -dijo Ambrosio. A lo mejor él me ayudará a conseguir trabajo en Lima.

– ¿Quiere que vayamos a tomarnos un trago los dos solos, don Cayo? -dijo don Fermín-. ¿No le ha quedado doliendo la cabeza con los discursos del amigo Ferro? A mí me deja siempre mareado.

– Si es importante ya ni querrá saber de ti -dijo Trifulcio. Te mirará por sobre el hombro.

– Con mucho gusto, señor Zavala -dijo Bermúdez-. Sí, es un poco hablador el doctor Ferro. Pero se nota que tiene experiencia.

– Para ganártelo, llévale algún regalito -dijo Trifulcio. Algo que le recuerde al pueblo y le toque el corazón.

– Enorme experiencia porque hace veinte años que está con todos los gobiernos -se rió don Fermín-. Venga, acá tengo el auto.

– Le voy a llevar unas botellas de vino -dijo Ambrosio-. ¿Y usted qué va a hacer ahora? ¿Va a volver a la casa?

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