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Se levantó, se lavó la cara en la pila de la plaza, preguntó a dos hombres dónde se tomaba y cuánto costaba el ómnibus a Chincha. Parándose de rato en rato a mirar a las mujeres y las cosas tan cambiadas, caminó hasta otra plaza cubierta de vehículos. Preguntó, regateó, mendigó y subió a un camión que demoró dos horas en partir.

– No hablemos de méritos que usted me deja muy atrás, capitán -dijo Cayo Bermúdez-. Sé que se jugó a fondo en la revolución comprometiendo oficiales, que ha puesto sobre ruedas la seguridad militar. Lo sé por su tío, no me lo niegue.

Todo el viaje estuvo de pie, aferrado a la baranda del camión, olfateando y mirando el arenal, el cielo, el mar que aparecía y desaparecía entre las dunas. Cuando el camión entró a Chincha, abrió mucho los ojos, y volvía la cabeza a un lado y a otro, aturdido por las diferencias. Corría fresco, ya no había sol, las copas de las palmeras de la plaza danzaban y murmuraban cuando pasó bajo ellas, agitado, mareado, siempre apurado.

– Lo de la revolución es la pura verdad y ahí no valen modestias -dijo el capitán Paredes-Pero en la seguridad militar sólo soy un colaborador del coronel Molina, señor Bermúdez.

Pero el trayecto hacia la ranchería fue largo y tortuoso porque su memoria lo equivocaba y a cada momento tenía que preguntar a la gente dónde queda la salida a Grocio Prado. Llegó cuando ya había candiles y sombras, y la ranchería ya no era ranchería sino una aglomeración de casas firmes y en vez de comenzar los algodonales a sus antiguas orillas, comenzaban las casas de otra ranchería. Pero el rancho era el mismo y la puerta estaba abierta y reconoció inmediatamente a Tomasa: la gorda, la negra, la sentada en el suelo, la que comía a la derecha de la otra mujer.

– El coronel Molina es el que figura, pero usted el que hace andar la maquinaria -dijo Bermúdez-. También lo sé por su tío, capitán.

– Su sueño era la lotería, don -dijo Ambrosio-. Una vez se la sacó un heladero de Chincha, y ella puede que Dios la mande otra vez acá y se compraba sus huachitos con la plata que no tenía. Los llevaba a la Virgen, les prendía velitas. Nunca se sacó ni medio, don.

– Ya me imagino cómo andaría este Ministerio cuando Bustamante, los apristas por todas partes y los sabotajes al orden del día -dijo el capitán Paredes-. Pero no les sirvió de mucho a los zamarros.

Entró de un salto, golpeándose el pecho y gruñendo, y se plantó entre las dos y la desconocida dio un grito y se persignó. Tomasa, encogida en el suelo, lo observaba y de repente de su cara se fue el miedo. Sin hablar, sin pararse, le señaló la puerta del rancho con el puño. Pero Trifulcio no se fue, se echó a reír, se dejó caer alegremente al suelo y comenzó a rascarse las axilas..

– Les ha servido al menos para no dejar rastros, los archivos de la Dirección son inservibles -dijo Bermúdez-. Los apristas hicieron desaparecer los ficheros. Estamos organizando todo de nuevo y de eso quería hablarle, capitán. La seguridad militar nos podría ayudar mucho.

– ¿Así que eres chofer del señor Bermúdez? -dijo Ludovico-. Mucho gusto, Ambrosio. ¿Así que vas a darnos una ayudadita en esto de la barriada?

– No hay problema, claro que tenemos que colaborarnos -dijo el capitán Paredes-. Vez que le haga falta algún dato, yo se lo proporcionaré, señor Bermúdez.

– ¿A qué has venido, quién te ha llamado, quién te ha invitado? -rugió Tomasa-. Pareces un forajido así, pareces lo que eres. ¿No viste cómo mi amiga te vio y se fue? ¿Cuándo te han soltado?

– Quisiera algo más, capitán -dijo Bermúdez-. Quisiera disponer del fichero político completo de la seguridad militar. Tener una copia.

– Se llama Hipólito y es el burro más burro del cuerpo -dijo Ludovico-. Ya vendrá, ya te lo presentaré. Tampoco está en el escalafón y seguro que nunca estará. Yo espero estar algún día, con un poquito de suerte. Oye, Ambrosio, tú sí estarás ¿no?

– Nuestros archivos son intocables, están bajo secreto militar -dijo el capitán Paredes-. Le comunicaré su proyecto al coronel Molina, pero él tampoco puede decidir. Lo mejor sería que el Ministro de Gobierno dirija una solicitud al Ministro de Guerra.

– Tu amiga salió corriendo como si yo fuera el diablo -se rió Trifulcio-. Oye Tomasa, déjame comerme esto. Tengo un hambre así.

– Justamente es lo que hay que evitar, capitán -dijo Bermúdez-. La copia de ese archivo debe pasar a la Dirección de Gobierno sin que se entere ni el coronel Molina, ni el mismo Ministro de Guerra. ¿Me comprende usted?

– Un trabajo matador, Ambrosio -dijo Ludovico-. Horas perdiendo la voz, las fuerzas, y después viene cualquiera del escalafón y te requinta, y el señor Lozano te amenaza con pagarte menos. Matador para todos menos para el burro de Hipólito. ¿Te cuento por qué?

– Yo no puedo darle copia de unos archivos ultrasecretos sin que lo sepan mis superiores -dijo el capitán Paredes-. Ahí está la vida y milagros de todos los oficiales, de miles de civiles. Eso es como el oro del Banco Central, señor Bermúdez.

– Sí, te tienes que ir, pero ahora cálmate y tómate un trago, infeliz -dijo don Fermín-. Y ahora cuéntame cómo ocurrió. Déjate de llorar ya.

– Justamente, capitán, claro que sé que ese archivo es oro -dijo Bermúdez-. Y su tío lo sabe también. El asunto debe quedar sólo entre los responsables de la seguridad. No, no se trata de resentir al coronel Molina.

– Porque a la media hora de estar sonándole a un tipo, el burro de Hipólito, de repente, pum, se arrecha -dijo Ludovico-. A uno se le baja la moral, uno se aburre. Él no, pum, se arrecha. Ya lo vas a conocer, ya lo verás.

– Sino de ascenderlo -dijo Bermúdez-. Darle mando de tropa, darle un cuartel. Y nadie discutirá que usted es la persona más indicada para reemplazar al coronel Molina en la jefatura de seguridad. Entonces podremos fusionar los servicios con discreción, capitán.

– Ni una noche, ni una hora -dijo Tomasa-. No vas a vivir aquí ni un minuto. Te vas a ir ahora mismo, Trifulcio.

– Se ha metido usted al bolsillo a mi tío, amigo Bermúdez -dijo el capitán Paredes-. No hace seis meses que lo conoce y ya tiene más confianza en usted que en mí. Bueno, sí, estoy bromeando, Cayo. Podemos tutearnos ¿no?

– No mienten por valientes, Ambrosio, sino por miedo -dijo Ludovico-, ya verás si te toca entenderte con ellos alguna vez. ¿Quién es tu jefe? Fulano es, zutano es. ¿Desde cuándo eres aprista? No soy. ¿Y entonces cómo dices que fulano y zutano son tus jefes? No son. Matador, créeme.

– Tu tío sabe que la vida del régimen depende de la seguridad -dijo Bermúdez-. Todo el mundo puro aplauso ahora, pero pronto comenzarán los tiras y aflojes y las luchas de intereses y ahí todo dependerá de lo que la seguridad haya hecho para neutralizar a los ambiciosos y resentidos.

– No pienso quedarme, estoy de visita -dijo Trifulcio-. Voy a trabajar con un ricacho de Ica que se llama Arévalo. De veras, Tomasa.

– Lo sé muy bien -dijo el capitán Paredes-. Cuando ya no haya apristas, al Presidente le saldrán enemigos desde el mismo régimen.

– ¿Eres comunista, eres aprista? No soy aprista, no soy comunista -dijo Ludovico-. Eres un maricón, compadre, ni te hemos tocado y ya estás mintiendo. Harás así, noches así, Ambrosio. Y eso lo arrecha a Hipólito, ¿te das cuenta qué clase de tipo es?

– Por eso hay que trabajar a largo plazo -dijo Bermúdez-. Ahora el elemento más peligroso es el civil, mañana será el militar. ¿Te das cuenta por qué tanto secreto con esto del archivo?

– Ni preguntas dónde está enterrado Perpetuo, ni si todavía vive Ambrosio -dijo Tomasa-¿Te has olvidado que tuviste hijos?

– Era una mujer alegre que le gustaba la vida, don -dijo Ambrosio-. La pobre ir a juntarse con un tipo capaz de hacerle eso a su mismo hijo. Pero claro que si la negra no se hubiera enamorado de él, yo no habría nacido. Así que para mí fue un bien.

– Tienes que tomar una casa, Cayo, no puedes seguir en el hotel -dijo el coronel Espina-. Además, es absurdo que no uses el auto que te corresponde como Director de Gobierno.

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