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– Lo que usted pida -dijo Bermúdez-. Sí, señor Zavala, whisky, cómo no.

– No pienso, ya viste cómo me recibió tu madre -dijo Trifulcio-. Pero eso no quiere decir que Tomasa sea mala mujer.

– Nunca he entendido la política porque nunca me ha gustado -dijo Bermúdez-. Las circunstancias han hecho que a la vejez venga a meterme en política.

– Ella dice que usted la abandonó un montón de veces -dijo Ambrosio-. Que sólo volvía a la casa para sacarle la plata que ella ganaba trabajando como una mula.

– Yo también detesto la política, pero qué quiere -dijo don Fermín-. Cuando la gente de trabajo se abstiene y deja la política a los políticos el país se va al diablo.

– Las mujeres exageran y la Tomasa al fin y al cabo es mujer -dijo Trifulcio-. Me voy a trabajar a Ica, pero vendré a verla alguna vez.

– ¿De veras no había venido nunca acá? -dijo don Fermín-. Espina lo está explotando, don Cayo. El show está bastante bien, ya verá. No crea que yo hago mucha vida nocturna. Muy rara vez.

– ¿Y cómo están las cosas acá? -dijo Trifulcio-. Debes saber, debes ser un conocedor a tus años. Las mujeres, los bulines. ¿Qué pasa con los bulines acá?

Tenía un vestido blanco de baile muy ceñido que suavemente destellaba, y dibujaba tan nítidas y tan vivas las líneas de su cuerpo que parecía desnuda. Un vestido del mismo color qué su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.

– Hay dos, uno caro y otro barato -dijo Ambrosio-. El caro quiere decir una libra, el barato que se consiguen hasta por tres soles. Pero unas ruinas.

Tenía los hombros blancos, redondos, tiernos, y la blancura de su tez contrastaba con la oscuridad de los cabellos que llovían su espalda. Fruncía la boca con lenta avidez, como si fuera a morder el pequeño micrófono plateado, y sus ojos grandes brillaban y recorrían las mesas, una y otra vez.

– ¿Guapa la tal Musa, no? -dijo don Fermín-. Por lo menos, comparada con los esqueletos que salieron a bailar antes. Pero no la ayuda mucho la voz.

– No quiero llevarte ni que me acompañes, y además ya sé que es mejor que no te vean conmigo -dijo Trifulcio-. Pero me gustaría darme una vuelta por allá, sólo para ver. ¿Dónde está el barato?

– Muy guapa, sí, lindo cuerpo, linda cara -dijo Bermúdez-. Y a mí su voz no me parece tan mala.

– Por aquí cerca -dijo Ambrosio-. Pero la policía siempre está yendo allá, porque hay peleas a diario.

– Le contaré que esa mujer tan mujer no lo es tanto -dijo don Fermín-. Le gustan las mujeres.

– Eso es lo de menos, porque estoy acostumbrado a los cachacos y a las peleas -se rió Trifulcio-. Anda, paga la cerveza y vámonos.

– ¿Ah, sí? -dijo Bermúdez-. ¿A esa mujer tan guapa? ¿Ah, sí?

– Yo lo acompañaría, pero el ómnibus a Lima sale a las seis -dijo Ambrosio-. Y todavía tengo mis cosas tiradas por ahí.

– Así que usted no tiene hijos, don Cayo -dijo don Fermín-. Pues se ha librado de muchos problemas.

– Tengo tres y ahora comienzan a darnos dolores de cabeza a Zoila y a mí.

– Me dejas en la puerta y te vas -dijo Trifulcio-. Llévame por donde nadie nos vea, si quieres.

– ¿Dos hombrecitos y una mujercita? -dijo Bermúdez-. ¿Grandes ya?

Salieron de nuevo a la calle y la noche estaba más clara. La luna les iba mostrando los baches, las zanjas, los pedruscos. Recorrieron callejuelas desiertas, Trifulcio volviendo la cabeza a derecha e izquierda, observándolo todo, curioseándolo todo; Ambrosio con las manos en los bolsillos, pateando piedrecitas.

– ¿Qué porvenir podía tener la Marina para un muchacho? -dijo don Fermín-. Ninguno. Pero el Chispas se empeñó y yo moví influencias y lo hice ingresar.

Y ahora ya ve, lo botan. Flojo en los estudios, indisciplinado. Se va a quedar sin carrera, es lo peor. Claro que podría moverme y hacer que lo perdonaran. Pero no, no quiero tener un hijo marino. Lo pondré a trabajar conmigo, más bien.

– ¿Eso es todo lo que tienes, Ambrosio? -dijo Trifulcio-. ¿Un par de libras nada más? ¿Nada más que un par de libras siendo todo un chofer?

– ¿Y por qué no lo manda a estudiar al extranjero? -dijo Bermúdez-. Puede ser que cambiando de ambiente, el muchacho se corrija.

– Si tuviera más se lo daría también -dijo Ambrosio-. Bastaba que me pidiera y yo se la daba. ¿Para qué ha sacado esa chaveta? No necesitaba. Mire, venga a la casa y le daré más. Pero guarde eso, le daré cinco libras más. Pero no me amenace. Yo encantado de ayudarlo, de darle más. Venga, vamos a la casa.

– Imposible, mi mujer se moriría -dijo don Fermín-. El Chispas solo en el extranjero, Zoila no lo permitiría jamás. Es su engreído.

– No, no voy a ir -dijo Trifulcio-. Esto basta. Y es un préstamo, te pagaré tu par de libras, porque voy a trabajar en Ica. ¿Te asustaste porque saqué la chaveta? No te iba a hacer nada, tú eres mi hijo. Y te pagaré, palabra.

– ¿Y el menorcito también le ha resultado difícil? -dijo Bermúdez.

– No quiero que me pague, yo se las regalo -dijo Ambrosio-. No me ha asustado. No necesitaba sacar la chaveta, se lo juro. Usted es mi padre, yo se la daba si me la pedía. Venga a la casa, le juro que le daré cinco libras más.

– No, el flaco es el polo opuesto del Chispas -dijo don Fermín-. Primero de su clase, todos los premios a fin de año: Hay que estarlo frenando para que no estudie tanto. Un lujo de muchacho, don Cayo.

– Estarás pensando que soy peor de lo que te ha dicho Tomasa -dijo Trifulcio-. Pero la saqué porque sí, de veras, no te iba a hacer nada incluso si no me dabas ni un sol. Y te pagaré, palabra que te pagaré tus dos libras, Ambrosio.

– Ya veo que el menorcito es su preferido -dijo Bermúdez-. ¿Y él qué carrera quiere seguir?

– Está bien, si quiere me las pagará -dijo Ambrosio-. Olvídese de eso, yo ya me olvidé. ¿No quiere venir hasta la casa? Le daré cinco más, le prometo.

– Todavía está en segundo de media y no sabe -dijo don Fermín-. No es que sea mi preferido, yo los quiero igual a los tres. Pero Santiago me hace sentir orgulloso de él. En fin, usted comprende.

– Estarás pensando que soy un perro que le roba hasta su hijo, que le saca chaveta hasta su hijo -dijo Trifulcio-. Te juro que esto es préstamo.

– Me da un poco de envidia oírlo, señor Zavala -dijo Bermúdez-. A pesar de los dolores de cabeza, debe tener sus compensaciones ser padre.

– Pero si está bien, pero si le creo que fue porque sí y que me las pagará -dijo Ambrosio-. Ya olvídese, por favor.

– ¿Vive en el Maury; no? -dijo don Fermín-. Venga, lo llevo.

– ¿Tú no te avergüenzas de mí? -dijo Trifulcio-. Dímelo con franqueza.

– No, muchas gracias, prefiero caminar, el Maury está cerca -dijo Bermúdez-. Encantado de haberlo conocido, señor Zavala.

– Pero cómo se le ocurre, de qué me voy a avergonzar -dijo Ambrosio-. Venga, entremos juntos al bulín, si quiere.

– ¿Tú por aquí? -dijo Bermúdez-. ¿Qué haces tú aquí?

– No, anda a hacer tu maleta, que no te vean conmigo -dijo Trifulcio-. Eres un buen hijo, que te vaya bien en Lima. Créeme que te pagaré, Ambrosio.

– Me mandaban de un sitio a otro, me hicieron esperar horas aquí, don Cayo -dijo Ambrosio-. Ya estaba por regresarme a Chincha, le digo.

– Generalmente, el chofer del Director de Gobierno es un asimilado a Investigaciones, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-: Por cuestiones de seguridad. Pero si usted prefiere.

– He venido a buscar trabajo, don Cayo -dijo Ambrosio-. Ya me cansé de estar manejando ese ómnibus charcheroso. Pensé que tal vez usted podría colocarme.

– Sí prefiero, doctorcito -dijo Bermúdez-. A ese sambo lo conozco hace años y me inspira más confianza que un equis de Investigaciones. Está ahí en la puerta, ¿quiere encargarse, por favor?

– Manejar sé de sobra, y el tráfico de Lima lo aprenderé volando, don Cayo -dijo Ambrosio-. ¿Usted anda necesitando un chofer? Qué gran cosa sería, don Cayo.

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