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Desde hacía rato, Forcat no dejaba de mirar a Susana. Ella, sentada en la cama con la espalda muy erguida, estrechaba entre sus brazos el gato negro y tenía los ojos bajos. En diversas ocasiones, mientras el Denis hablaba, quise que me mirara y no lo conseguí. Intenté imaginar los sentimientos que la embargaban en este momento y me asusté. Su madre paseaba nerviosamente de un lado a otro cruzada de brazos, y, al callarse el Denis, se paró ante Forcat con una súplica en los ojos:

– ¿Y tú sabías todo eso? ¡Di!, ¿lo sabías? ¡¿Quieres explicarte, por favor?!

– se inclinó sobre él apoyando las manos en la mesa camilla y repitió la pregunta en un tono más alterado, casi histérico, pero acabó desistiendo y se sentó cabizbaja en la mecedora blanca. Casi sin voz, añadió -: Por favor…

Forcat no dijo nada, no apartó los ojos de Susana ni las manos del dibujo, donde el humo ingenuamente convulso y tenebroso de la chimenea parecía querer filtrarse entre sus dedos manchados, y él empeñarse en retenerlo en su reducto de papel. Durante un buen rato ni siquiera pestañeó. Ensimismado, tenso, parecía escuchar todavía aquellas voces que provenían del ámbito de lo fabuloso y sentirse atrapado en una situación que lo dominaba desde allí y que no había previsto, enredado en la maraña de su propia invención, en los confines de lo intangible que adorna la mentira del mundo. Su poderosa mirada estrábica se volvía escurridiza por momentos y apenas rozaba nada del entorno, salvo a la enferma, pero no era contrición ni vergüenza lo que dejaba traslucir, sino tristeza. En qué estaría pensando, me pregunto hoy, ya instalado como él entonces en la certeza de que todo es transitorio y es lo mismo, la máscara y la cara, el sueño y la vigilia, mientras allí en la galería que ya invadían las primeras sombras de la noche todos sentíamos crecer el silencio que lo acusaba. Cada vez más dolida y confusa, la señora Anita le suplicaba una explicación.

– Déjelo estar -sugirió el Denis, ya sin la menor crispación en la voz-. Qué va a decir, pobre diablo.

Sus manos extendidas sobre la mesa, aparentemente empeñadas en proteger el dibujo de Susana, se me antojaron desprovistas de aquella combustión interna que las había animado y de su extraña autoridad sobre la mente y el cuerpo de la señora Anita. Hoy pienso que el gran embaucador, en el fondo de su corazón, siempre supo que lo suyo con esta mujer crédula y desdichada y vulnerable duraría lo que durase la débil llama que alumbraba el sueño de Susana, el tiempo justo que la muchacha tardase en descubrir que el Nantucket no había existido nunca y que si acaso existía no podía ser otra cosa que un decrépito y carcomido buque que ahora mismo estaría pudriéndose en alguna apestosa dársena de la Barceloneta, donde me gusta imaginar que él lo vio casualmente una brumosa noche de invierno mientras deambulaba por los muelles sin saber qué hacer con su vida y sus recuerdos, y que fue allí mismo, sentado en un amarre del puerto frente a ese buque fantasma que emergía de la niebla, donde empezó a urdir la trama de su pacífico asalto a la torre, la tela de araña sentimental con la que atraparía a la madre y a la hija… Le veo durante esa primavera, en los días previos a su llegada, fregando vasos y sirviendo en la taberna portuaria de su hermana casada, y en los ratos libres mirando a través de la vidriera del bar la proa de los barcos atracados enfrente y trazando la singladura del Nantucket en los mares de la memoria, y me gusta pensar que el quimono y los regalos que le trajo a Susana los adquirió de algún marinero asiático que se emborrachó allí alguna noche o que reclamó su atención desde la borda de su barco con su camiseta grasienta y sus ojos oblicuos para ofrecerle sonriendo una estilográfica o tabaco rubio, una colección de postales exóticas de Shanghai y de Singapur o ese bonito abanico de seda a cambio de una botella de ron o de coñac, que él birlaría de la taberna…

No había terminado aún la señora Anita de recriminarle su terco mutismo, cuando ya el Denis advertía el desasosiego de Susana:

– ¿Qué te pasa? -le dijo, y meneó la cabeza chasqueando la lengua-: Seguro que le estabas esperando, seguro… ¿Aún crees que vendrá a buscarte? ¿De verdad lo crees, bonita? Siento decírtelo, pero juraría que el Kim nunca pensó seriamente en llevarte con él, aunque solía hablar de ello; ni a ti ni a tu madre. A tu madre ya la había olvidado cuando yo le conocí, jamás la mencionaba. Para él sólo existía la dictadura franquista y Cataluña y la libertad, y nada más… -Calló y se frotó los párpados con un gesto de cansancio, luego capté su pupila vengativa girando de nuevo en el vacío-. Pero eso era antes. Quizás ahora piensa mucho en su hijita.

Me senté otra vez en el borde del lecho, al otro lado de donde estaban ellos, y no tardé en notar entre los pliegues de la colcha la mano de Susana buscando la mía y apretándola con fuerza, mientras el Denis se acercaba a nosotros encendiendo un cigarrillo y, poseído de repente por una curiosidad burlona y cruel, empezó a preguntarle qué diablos creía ella que hacía su padre en Shanghai, qué pensaba que podía haber ido a buscar allí un refugiado ya sin raíces en ninguna parte y lleno de furia como el Kim, como él mismo, y si después de lo ocurrido aún tenía ganas de reunirse con él. Susana no contestó a ninguna de sus preguntas ni le miró; me di cuenta que no quería, no podía hablar de eso. Pero él insistió, vamos a reírnos un poco, que lo necesitamos todos, dijo, venga, niña, cuenta, y entonces yo al verla acosada de aquella forma decidí hablar por ella, o mejor dicho por los dos. Con una voz tocada por una muy precaria convicción, pero con una firmeza de ánimo que aún hoy me enorgullece, mencioné el pacto entre Michel Lévy y el Kim en París, el viaje del Nantucket y la misión especial en Shanghai, la custodia de Chen Jing y la argucia desleal de su marido, y el Denis, que me escuchaba divertido con un pie en el soporte de la cama y los brazos cruzados sobre la rodilla, se interesó por algunos detalles y ciertas peripecias y me hizo repetir los nombres del capitán Su Tzu, de Kruger, Omar, Du Yuesheng, Charlie Wong… Tuve la sensación, mientras repetía los nombres de mala gana, de estar delatándoles, de profanar algo. Y me pareció que hurgaba en la herida de Forcat, al que miré varias veces solicitando su ayuda, esperando que me defendiera, pero él ya no parecía estar allí. Y la risa del Denis era tan extraña; se le atragantaba, era silenciosa. Hasta que Susana gritó basta, a la mierda todos, y se echó de lado sobre la almohada dándole la espalda, abrazada a su gato y de cara a mí con los ojos abiertos pero sin verme, la mirada prendida en un mundo que había perdido la transparencia y la palabra.

El Denis se inclinó contrito sobre ella y acarició su pelo murmurando unas palabras de disculpa, mientras la señora Anita le decía a Forcat ya más calmada, casi apenada por él: «Entonces ¿la carta, y las postales…?», y también eso tuvo que aclarárselo el recién llegado: «Mujer, lo más sencillo del mundo; imitó su letra y su firma, siempre fue muy hábil con la plumilla y el lápiz. Un verdadero artista».

Entraba ya muy poca luz del día a través de la vidriera y ahora en el sombrío rostro del Denis, cuando aún palmeaba suavemente la espalda de Susana y le susurraba algo al oído, sus facciones se borraban y sólo la brasa del cigarrillo las iluminaba de vez en cuando. Sin esperar que Forcat me lo ordenara, como había hecho tantas veces a esta misma hora, encendí la luz del techo y entonces él por fin se levantó despacio de la mesa camilla y apartó las manos del dibujo. Pasó junto a la señora Anita y se paró en la puerta de la galería, se volvió y se quedó mirando la espalda de Susana; pareció que iba a decirle algo, estaba allí de pie con la cabeza erguida y las manos ocultas en las mangas del quimono y yo deseaba fervientemente que le dijera algo, que le diera aunque fuera las buenas noches, pero lo que hizo fue girar un poco la cabeza para intercambiar con el intruso una mirada fatigada y amistosa, un leve chisporroteo del antiguo afecto o del sueño fraternal que ambos compartieron un día, y luego miró el cigarrillo humeante que el Denis sostenía entre los dedos.

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