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Como siempre, yo no sabía qué hacer y me senté a su lado y terminé de atar el cordel a su zapatilla. Después llegó la ambulancia, lo tendieron en una camilla y se lo llevaron al Clínico mientras yo corría a avisar a doña Conxa.

En cuanto a la carpeta extraviada, nunca apareció. De haber vivido para saberlo, el capitán seguramente habría pensado que se la robaron y habría organizado la de Dios es Cristo públicamente. Imagino que la perdió en la calle, y que si alguien la recogió y la abrió, dedicaría tal vez una sonrisa compasiva a la carta de denuncia, a las pocas firmas solidarias y a mi torpe dibujo, antes de volver a tirarlo todo.

Pero algo no se perdió. Porque de algún modo, después de tanto callejear juntos por el barrio y de aguantar sus monsergas, y a pesar de mi vergüenza y mis reproches y de morirme siempre de ganas de dejarle plantado y escapar corriendo a la torre de Susana, al ámbito de la ensoñación, al cálido y dulce nido de microbios que diariamente me acogía y me protegía de la mentira y la miseria del exterior, el viejo pirado había conseguido contagiarme una brizna de aquel virus que le sorbía el entendimiento, y a veces a mí también me parecía oler la fetidez del gas en las cloacas y tragar la mierda negra que babeaba la chimenea y que secaba los pulmones de Susana, y precisamente por eso, en las dos últimas semanas que pasé con él vagando por las calles, secundé en la medida que fui capaz la batalla perdida del animoso anciano.

Así, con el tiempo y casi sin darme cuenta, el escenario vital de mi infancia se me fue convirtiendo poco a poco en un paisaje moral, y así ha quedado grabado para siempre en mi memoria.

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Al entierro acudieron algunos pálidos espectros que yo conocía muy bien, sombras tabernarias y astrosas, aquellos mudos interlocutores del capitán que habían aguantado estoicamente sus peroratas trasegando un vino áspero arrimados a los mostradores y a los viejos toneles de tantas bodegas de Gracia, La Salud y el Guinardó. También a Forcat se le vio en la iglesia, acompañando a la señora Anita, y allí estaban también los hermanos Chacón y algunos vecinos de doña Conxa, asistida por mi madre. Un callista extremeño que mi madre conocía del hospital, un tal Braulio, al que ella ya había invitado a cenar en casa alguna vez, se ocupó de los trámites en el Clínico y en la funeraria y además atendió a doña Conxa en todo momento; mi madre se lo agradeció mucho y desde ese día le demostró un especial afecto.

Una noche al llegar a casa mi madre no estaba y encontré junto a la cena una nota en la que me decía que estaba en el cine Roxy con Braulio y con Charles Boyer, y me reí de la ocurrencia, pero no estoy seguro de haberme alegrado. En esa época me irritaba un poco la tendencia de mi madre a despojar de sentido el pasado y el futuro, sustituyéndolo por el afán del día, un sentimiento religioso cada vez más acusado y el calor ocasional de algunas amistades del barrio o de ese mismo Braulio. Encendí la radio, me senté a cenar y me acordé del capitán Blay encogido sobre el bordillo de la acera en la calle Laurel, el viento meciendo su albo penacho sobre la cabeza rendida, y me dije que tal vez en el último momento tuvo la suerte de pensar, aunque sólo fuera durante un segundo fugaz, no en su casa que había sido una cárcel ni en su paciente y atrafagada Conxa, y tampoco en los hijos muertos que en su recurrente quimera junto a las brumas del Ebro nunca se acababan de caer ni de morir, sino en lo único que de verdad poseía y reconocía como inequívocamente suyo, la sobada carpeta que esperaba recuperar y que él creía testimonio elocuente contra la infamia y la dejación, y que, en el fondo, no era más que un extravío de su cólera, un quebranto de la memoria, la devastada conciencia de otra ignominia que muchos preferían olvidar.

CAPÍTULO OCTAVO

1

El Kim se dispone a afrontar su destino.

Una vez dentro del Yellow Sky Club se desliza sin llamar la atención hasta un extremo de la barra y permanece un rato allí de pie, en la sombra, la espalda contra el dragón amarillo enroscado en la columna y muy cerca de la puerta azul que conduce a las habitaciones privadas de Omar. El local está muy animado y en la barra no hay sitio, ni él lo busca, prefiere que el barman no le vea. Observa a un camarero con su bandeja de bebidas dirigiéndose hacia la puerta azul, le ve empujarla con el codo y desaparecer escaleras arriba, y entonces se sitúa junto a la puerta y espera. Al otro lado de la convulsa pista de baile asaetada por luces rojas la orquesta termina de tocar Bésame mucho y seguidamente ataca Continental, y de repente, otra vez, en los meandros alegres de la melodía que un día ya lejano cobijó tanta ensoñación suya y de Anita, tantas expectativas de plenitud amorosa y de aventura, surge el recuerdo de otro cabaret, un baile-taxi situado en la Rambla de Cataluña y llamado precisamente Shanghai en la Barcelona invernal de 1938 bajo las bombas; allí, una noche que el Kim disfrutaba de permiso, a una gitana resalada y embustera que iba de mesa en mesa diciendo la buenaventura le compró un falso mantón de Manila para Anita y le cambió su flamante cazadora militar de cuero por un collar de cuentas de vidrio… que él había creído muy valioso.

Reaparece el camarero con la bandeja vacía y el Kim se cuela por la pequeña puerta y sube silenciosamente la escalera angosta y alfombrada, bajo una tenue luz malva. Le extraña no encontrar a nadie en su camino, que no haya vigilancia. Alcanza un rellano con dos puertas, una de ellas cerrada; la otra da paso a una austera salita violeta y más allá a una serie de pequeñas estancias decoradas en azul pálido y abarrotadas de grabados, xilografías, rollos y cuadros labrados en seda con tinta china y colores suaves, y libros amontonados sin orden, figuras de marfil y de jade, biombos y divanes… Oye no muy lejos un tintineo incesante, como el de los bolillos haciendo encaje que alegró los solitarios juegos de su niñez en el jardín de su abuela en Sabadell, pero más delicado y evanescente. Al final de su recorrido, ya con la mano entre las solapas de la americana y rozando con los dedos la culata de la Browning, llega a un salón en penumbra con un anexo escarlata protegido por una cortina de bambú en la que hay pintada la cabeza de un tigre enseñando las fauces. El Kim detecta el olor sosegado del opio y avanza ahora rasgando jirones de humo azulado suspendidos en el aire como gasas perfumadas, las tiras de bambú de la cortina se agitan suavemente por efecto de un ventilador y tintinean y la cabeza del tigre parece cobrar vida, avanzar hacia él con paso elástico y resuelto, hasta que, bruscamente, una mano crispada surge en medio de la cabeza del tigre y la parte en dos y detrás aparece Omar en quimono, descalzo y con el pelo revuelto y mirando al Kim con una mezcla de furor contenido y de relativa sorpresa.

Tras él, alguien se incorpora cautelosamente en medio de la penumbra rojiza de un nido de cojines de raso, sábanas revueltas y lentas espirales de humo, alguien que, antes de dejarse ver, el Kim ya sabe quién es: Chen Jing Fang.

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