– Y tampoco se confunda usted con mis intenciones. He comprado una plantación de heveas en Malasia y pienso llevarme a Chen Jing conmigo. Nada nos retiene aquí, todo va a cambiar dentro de poco y ni ella ni yo queremos ver ese cambio. El Shanghai de mañana no es para nosotros.
Pero la mirada inquisitiva del Kim sigue fija en Chen Jing, y ella sostiene sin pestañear esa mirada. Luego él bruscamente le vuelve la espalda, mejor dicho, se revuelve hacia sí mismo interrogándose sobre una crédula sombra del pasado, el espectro de una lealtad llamado Kim Franch que le trajo hasta aquí desde muy lejos y de cuya maldita buena fe ahora reniega. Así pues, el hombre que él admiró y respetó lo ha estado utilizando con fines criminales y en provecho propio para enmascarar un problema emocional y doméstico; en el fondo, una puñetera simpleza: curarse de un ataque de cuernos. No sabe si echarse a reír o a llorar. Lo que más le duele es que Lévy, perdida la razón o no, lo haya hecho al amparo de aquel ideal que les unió solidariamente en la lucha por la libertad y la justicia, aquel sueño que había acompañado al Kim durante toda su vida llenando de sentido cualquiera de sus actos, y que le había llevado hasta Shanghai comprometiendo temerariamente su futuro y arriesgando su vida, para dejarle finalmente tirado en el umbral de una burda patraña frente a dos amantes nada convencionales, decididos y expectantes, aturdidos los tres por la rabiosa estratagema de Lévy… Gingiol
Una vez más, muchachos, parémonos aquí un instante, junto al Kim, y fijémonos en su estilo ante la adversidad, observemos su escueta y severa gestualidad frente a la derrota, su desencantada manera de volverle la espalda a los espejismos de la vida y a las zancadillas del ideal. No dejará entrever ninguna sorpresa, no asomará a sus ojos ninguna señal acusando el golpe, ningún resentimiento ni amargura, salvo el antiguo desacuerdo consigo mismo que ya llevaba enroscado dentro de su pecho al venir aquí, una tensión moral entre el corazón y la mente de la que nunca pudo librarse, ni siquiera en los fogosos años que templaron sus ilusiones y su solidaridad, cuando más contagiosa era la esperanza en el mañana y más seguro se mostraba él de luchar por una causa más justa, cuando aún estaba lejos la misión en Shanghai y ni siquiera había nacido el alacrán de la venganza con su aguijón de fuego. Ahora, convencido de que ya las palabras sobran, las suyas sobre todo, con el dedo índice eleva un poco el ala del sombrero sobre su frente, como librándose de algún simulacro impersonal, luego se inclina reflexivamente sobre el cenicero en la mesita laqueada, aplasta el cigarrillo con meticulosa pulcritud, mira a la pareja de enamorados con una sonrisa ligeramente descreída, no dedicada a ellos, sino seguramente a sí mismo, y dando media vuelta se va por donde ha venido.
La noche aún le reserva otra sorpresa. Cuarenta minutos después, cuando entre en el salón iluminado y desierto del hogar de Chen Jing, sonará el teléfono. La llamada será de la clínica Vautrin en las afueras de París, donde ahora son las siete de la tarde, y el mensaje muy escueto: «Lamentamos comunicarle que monsieur Lévy ha fallecido en el quirófano en el transcurso de una delicada operación…».
Pero mientras se adentra en la noche sofocante por Kiukiang Road de vuelta a casa, el Kim aún no lo sabe y su pensamiento está muy lejos de París y del trance de su maquiavélico amigo. Desemboca sin prisas en el paseo del Bund y se para a mirar el lento y silencioso fluir del Huang-p’u acodado en el pretil sobre los muelles sombríos. No alcanza a ver lo que está mirando, si es que mira algo. No ve allí mismo, ante sus narices, el torbellino abriéndose como un ojo insomne en medio de las sucias aguas dormidas, una pequeña espiral causada por alguna corriente profunda y violenta del río, y que se traga vertiginosamente todo cuanto flota a la deriva a su alrededor. De un modo confuso, el Kim siente que ya no hay tiempo para casi nada, salvo quizás para volver a casa… Pero ¿qué casa? ¿Cuál es mi casa, dónde está mi casa? Desde el embarcadero llega un persistente y cansino chapoteo y un aroma dulzón de residuos aceitosos y de flores pútridas, de afanes del día desvanecidos. Risueñas culebras de luz se deslizan por la superficie del río y se reflejan ondulantes en los costados grasientos de los buques, mientras aguas abajo, llevados por la corriente imperceptible y fangosa, desfilan ante el Kim uno tras otro los rostros de los compañeros muertos o desaparecidos en la vorágine sangrienta de diez años, primero en las trincheras y en las cárceles de la retaguardia y luego en las filas de la resistencia o exterminados en Mauthausen o en Buchenwald, y vuelve a leer sus nombres en la lápida sumergida del recuerdo y vuelve a sentir en la sangre aquel vértigo de promesas que un día no muy lejano la vida les susurró a todos ellos, y que ya no se iban a cumplir. Grave silencio de ahogados sube desde el río y él prueba solidariamente por última vez a mirarse en las aguas turbias, a mezclarse con ellos y ahogarse también y desaparecer, pero no siente nada. Durante todo su frenético exilio el Kim se contempló en el espejo del pasado de una manera cómplice, hasta que un buen día decidió romper ese espejo y mirarse en el del futuro juntamente contigo, tu madre y un par de canciones siempre en el recuerdo, ya ves qué poca cosa, qué ligero se le quedó el equipaje de la esperanza; pero ahora piensa que tal vez ya es demasiado tarde…
¿Qué nueva derrota era esa, y cómo no acertó a prevenirla? Y vuelve a hundir la mirada en el río del tiempo y se pregunta ¿dónde nos equivocamos? ¿Cuándo se torció el camino, dónde extraviamos la utopía? ¿Por qué tanta fe y tanto vigor moral se trocaron en egoísmo y superchería?
Entonces empieza a llover con fuerza sobre los muelles y la frondosa arboleda del Bund exhala un intenso aroma que se mezcla con el hedor del Huang-p’u. Antes de proseguir su camino, el Kim se lleva la mano al corazón y a la pistola en la sobaquera, quién sabe si con intención de arrojar ambas cosas a las oscuras aguas del río, aunque yo juraría que sólo desea deshacerse de la pistola, así que tranquilízate, niña, que no acaba aquí la historia, bromeó Forcat guiñándole el ojo estrábico a Susana y cogiendo amorosamente su mano…
CAPÍTULO NOVENO
1
Viniendo de la calle o del jardín, o tal vez de más cerca, quién sabe si del corazón mismo de la primavera que Susana ya vislumbraba en sus sueños, o quizás del vendaval de la aventura que aún nos tenía atrapados en la ciudad remota y fantástica, lo cierto es que un repentino olor a tierra mojada penetró en la galería, y entonces Forcat calló. Era al atardecer de un miércoles, último día de agosto, y era extraño ese olor porque no había llovido ni la señora Anita había empezado aún a regar el jardín; andaba atareada en la cocina cuando llamaron al timbre de la puerta.
No habíamos visto a nadie cruzar la verja del jardín porque las persianas estaban echadas. Desde la puerta de entrada llegó la voz de un hombre hablando con la señora Anita, y al oírla, Forcat se demudó visiblemente, soltó la mano de Susana y se levantó del borde del lecho para ir a sentarse a la mesa camilla, donde se quedó muy quieto mirando con fijeza mi dibujo ya casi terminado. Yo estaba sentado al otro lado de la cama y también me levanté, aunque no sabría decir qué me impulsó a ello.
– Aquí hay un hombre que al parecer te conoce -anunció la señora Anita desde el comedor, precediendo al visitante. Forcat no alzó la vista del dibujo, mostraba en su quietud ensimismada un singular empeño, y ella añadió con cierta cautela en la voz-: Dice que se llama Luis Deniso y que viene de Francia…
Aún no había entrado en la galería cuando ya Forcat inclinaba la cabeza y ponía muy lentamente las manos sobre la mesa camilla tapando con ellas mi dibujo, como si ahora quisiera sujetarlo ante una inminente ráfaga de viento, protegerlo de la lluvia o tal vez ocultarlo a la mirada del intruso, preservarlo del odio y la desesperación que lo traían aquí y que él ya había percibido nada más oír su voz.