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El dibujo que había de ser tendenciosamente conmovedor y que había de salvar milagrosamente a la niña tuberculosa y al barrio entero de una muerte lenta y segura, lo empecé muy ilusionado un lunes por la tarde, y ese día nada me salió bien. Ni un solo trazo, machacado una y mil veces, estaba en su sitio. Miraba mucho a la enferma entornando los ojos para medir y apresar la desfallecida armonía de su cuerpo frágil y aviesamente postrado entre cojines y vapores de eucalipto -burlándose de mi artificiosa puesta en escena, ella se contorsionaba y exageraba la postura estilo dama de las camelias muriéndose derrengada con medio cuerpo y una pierna colgando fuera de la cama-, pero lo que salía del lápiz era de pena. Por no malgastar papel de barba, torturaba esbozos en un cuaderno escolar. Renuncié momentáneamente a la figura para dedicarme a la vidriera de la galería, a la estufa y a la fatídica chimenea, que en realidad no veía desde donde yo estaba, y el resultado fue el mismo. Había un problema de perspectiva que no era capaz de resolver.

– Ya te dije que si me sacabas así de pánfila y carcomida, con el pecho hundido y ojos de besugo, te saldría una birria de dibujo -dijo Susana cogiendo la baraja de la mesilla-. ¿Por qué no empiezas el otro?

– Primero éste. El capitán me lo pidió antes que tú.

– Déjalo ya, anda. -Desplegó la baraja ante su cara como si fuera un abanico y dejó asomar los ojos risueños-. ¿Jugamos al siete y medio?

Solté el lápiz como si quemara y suspiré aliviado.

– Vale.

El segundo día tampoco avancé mucho. A media tarde se puso a llover y vimos a los Chacón en la calle recoger apresuradamente su tenderete y meterse corriendo en el jardín para refugiarse bajo el sauce. Susana los llamó y entraron por la pequeña puerta de un extremo de la galería, Finito traía los bolsillos rebosantes de eucaliptos y con sus manos roñosas los echó a la olla, después sacó un trozo de peine y lo pasó varias veces por su pelo amazacotado y grasiento, negrísimo. Susana lo mandó junto con su hermano al cuarto de baño a lavarse las manos y cuando volvieron propuso unas partidas de parchís y nos sentamos los tres en la cama. Yo daba la espalda a la mesilla de noche y al retrato del Kim y sentía en la nuca sus ojos penetrantes. Mareaba mi dado con el cubilete buscando la suerte y movía astutamente mis fichas amarillas, pero no pude evitar que los hermanos Chacón me las mataran una tras otra varias veces, y tampoco pude quitarme de la cabeza en toda la tarde al legendario pistolero ni el sombrío fulgor de su mirada clavada en mi nuca.

5

Cuando murió la madre de Nandu Forcat se dijo que él vendría al entierro y el vecindario esperaba verle, pero no vino. La hija soltera que había cuidado a la vieja se fue a vivir a la Barceloneta con su hermana casada y vendió el piso de la plaza Rovira, así que lo más seguro era que el amigo del Kim no se dejara ver nunca más por el barrio.

Yo seguía dedicando las mañanas al capitán Blay en su infatigable deambular por las calles de Gracia, Perla, Bruniquer, Montmany, Joan Blanques y Escorial subiendo, pulsando timbres y solicitando firmas, recalando aquí y allá en umbrías bodeguitas de oloroso mostrador frecuentadas por solitarios bebedores, mientras mi curiosidad por todo lo referente al padre de Susana crecía: ¿Al Kim ya lo buscaban por rojo cuando se juntó con la señora Anita, capitán? ¿Es verdad que no están casados por la Iglesia? ¿Es cierto eso que dicen de la señora Anita, que trabajaba en un baile-taxi llamado Shanghai, y que el Kim la conoció allí? ¿Y eso que también dicen de ella, que antes había sido una pobre criada y luego bailarina en una revista del Paralelo, en la que salía desnuda…?

El capitán dijo que sí, cáspita, bueno, que la cosa tenía sus bemoles y que no era como para contarlo todo así de golpe a un mocoso de catorce años sin oficio ni beneficio, y que en casos como éste lo principal es no olvidar nunca que las mujeres de ojos azules mienten como respiran, eso estaba más que comprobado; y que la única verdad verdadera en la vida del Kim es que había sido un señorito de mucho cuidado, un tipo con clase y educación esmerada, el primogénito de una familia riquísima de Sabadell, fabricantes de tejidos.

– Un señorito libertario, eso es lo que era y lo que es, si es que todavía es lo que fue, o quiso llegar a ser, que sobre este particular la Conxa y yo tampoco nos ponemos nunca de acuerdo. -El capitán se paró ante unos chavales que jugaban a la pelota en la calle Legalidad-. ¡Eh, vosotros, no os acerquéis demasiado a esta cloaca, que está acumulando gases! ¡Lo digo muy en serio, puñeteros! ¡La filtración ha llegado a este nido de ratas y su inhalación afecta al crecimiento de los huesos! ¡Y no se os ocurra echar un petardo dentro…!

– ¡Anda ya, Hombre Invisible, desnúdate! -gritó uno de los chicos, y todos rodearon al capitán y corearon -: ¡Que se desnuuuude, que se desnuuude!

– ¡Muy bien, por mí ya os podéis asfixiar! -El capitán se abrió paso soltando manotazos. Un poco más adelante meneó la cabeza tristemente y dijo-: De todos modos ya tienen la mierda dentro, ya no crecerán más.

Volví a la carga con mis preguntas sobre el padre de Susana. Por alguna razón, el capitán estaba de uñas con él, aunque no ponía en duda su coraje ni su leyenda, su muy singular condición de héroe clandestino, y recordó que mucho antes de que se le conociera como el Kim, cuando todo el mundo aquí y en Sabadell aún le llamaba Joaquim Franch i Casablancas, ya era un hombre de acción, ideas avanzadas y temperamento indómito, deseoso de labrar su propio destino: con la carrera de ingeniero textil casi terminada, se enamora perdidamente de la criadita de la casa y se escapa a Barcelona con ella, y entonces su padre va y lo deshereda, o más bien él mismo; nunca volverá a ver a la familia. Anita, la madre de Susana, tiene por aquel entonces veintiún años, había venido de un pueblo de Almería para servir en una casa de señores siguiendo los pasos de una prima suya, que después acabaría de corista en el Paralelo. Estamos en los primeros años treinta y se pasan apuros, chaval, el Kim trabaja en lo que puede y desempeña diversos oficios, menos el suyo: fue vendedor de molinillos de café y de navajas de afeitar, gerente de un gimnasio, agente de artistas de varietés, policía secreta de la Generalitat y finalmente representante de una marca alemana de proyectores para cabinas de cine, actividad ésta que le permitió viajar por toda España y le dio mucho dinero.

– Pero todo acabaría como el rosario de la aurora -añadió el capitán cuando ya remontábamos la calle Cerdeña, cerca de casa-. Porque apenas terminaba de instalarse aquí en la torre con su mujer y su hija, que debía tener entonces tres años, cuando estalla el gran merdé y tuturut, todos corriendo a coger el fusil…

Y a partir de ahí qué te voy a contar, chaval, concluyó subiendo lentamente la oscura y angosta escalera de pringosa barandilla, yo tras él sin perder palabra de lo que gruñía y gemía más que decía: pues que entonces reanuda su amistad con Nandu Forcat y su camarilla de soñadores de paraísos, en el frente de Aragón primero y después aquí en Barcelona, y que esa amistad lo decanta rápidamente hacia la utopía ácrata, hacia ese ideal libertario que había de cambiar el mundo y su propia vida, la de su amada Anita y la de esta desdichada niña tísica.

La Betibú abrió la puerta y un estimulante aroma a cocido de lentejas con tocino nos recibió en el corredor.

– A la mesa -ordenó el capitán frotándose las manos. Y bajo la mirada resabiada y paciente de su mujer se quitó el vendaje y la gabardina y luego se lavó las manos, y cuando se sentó a la mesa mostrando su espectral rostro desnudo, afilado y un poco demoníaco con la barbita canosa y las cejas hirsutas, con los ojos de lagarto extraviado y su trémula mano tanteando la cuchara sobre el mantel, tenía el aspecto de un decrépito y domesticado-Buffalo Bill, ya sin lustrosa cabellera de plata, sin Winchester ni puntería, pero dispuesto todavía a dar mucha guerra.

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