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– Justament ens trobem en el carrer que busca, senyor, és aquest…

El hombre lo atajó secamente:

– No entiendo el lenguaje de los perros, tú. A mí me hablas en cristiano.

– Qué diu, senyor?

– ¡Contesta en español, cuando te pregunten! -y observó el brazo en cabestrillo del capitán, el raído pijama y la gabardina, el vendaje y las gafas, y añadió burlonamente-: ¿De dónde demonios sales con esta facha? ¿Te has escapado de un quirófano o de un manicomio?

– No n'has de fotre res, gamarús.

El capitán había comprendido, y yo también, que se las tenía con alguien que no sabía ni quería saber una palabra de catalán. El hombre echó el freno de mano y con gesto enérgico acabó de bajar el cristal de la ventanilla, insistiendo:

– ¡Me hables en español, te digo! ¡O te juro que te vas a enterar! ¡A ver ¿dónde para esa maldita calle de la Legalidad?!

El capitán Blay esbozó una sonrisa afable entre las gasas y se inclinó respetuoso ante la ventanilla del iracundo chófer, y en este momento yo supe que el disparate estaba servido. Había tardado lo mío en captar esas señales de alarma: un tic nervioso, la cabeza levemente ladeada, un carraspeo que solía anticipar una intensa meditación y una tensión muscular o un rechinar de huesos que a veces mis sentidos creían percibir, como si al enderezar el viejo pirado su espalda el crujido de sus vértebras me avisara del nuevo e inminente desatino. En realidad, nunca tuve claro ni me importó demasiado si lo que movía entonces al capitán, sobre todo en las situaciones más adversas, era un impulso estrictamente irracional, aquel demonio que llevaba dentro, o bien eran resabios mentales de la derrota, la última rabieta de un espíritu revanchista descarriado y ya sin fuelle. En tales situaciones, me limitaba a permanecer de pie a su lado, mudo y expectante. Ahora sus ojos escudados en las gafas oscuras fijaron el objetivo en el pecho del chófer: si en este bolsillo las estilográficas, debió pensar, en el otro la cartera.

– Sí, señor, usted perdone -entonó el capitán en el tono más servicial-. Es que lo hablo tan mal. Y no es por el acento, no, que uno tampoco pretende compararse con un señor de Madriz. Es por la sintaxis ¿sabe?, la natural fluidez de la lengua… ¡Qué soy burro! ¡No me haga caso…!

– ¡Ya está bien, coño, acabemos! ¡Dime dónde cojones está la calle Legalidad de una puñetera vez, si es que lo sabes, viejo carcamal, y luego vete al infierno!

– ¡Pues claro que lo sé! Mire, coja usted esta primera calle que viene a la derecha y enseguida verá una plaza, allí coge otra vez a la derecha y llegará a la Avenida del Generalísimo, antes llamada Diagonal, entonces siga siempre a la derecha y verá la estatua de mosén Cinto Verdaguer, poeta vernáculo y separatista de dudoso talento, como usted sabe…

– ¡Venga, venga, no me hagas perder más tiempo!

– Bueno, pues desde allí todo recto y no pare hasta pasado Pedralbes, por allí verá usted un letrero que dice San Baudilio, o sea Sant Boi, sigue un par de kilómetros más y se encontrará en la calle Legalidad, no tiene pérdida…

Mientras hablaba, el capitán apoyó el brazo en cabestrillo en la ventanilla y la otra mano en la capota del automóvil. En cierto momento hizo tamborilear los dedos en la chapa. Era como el ruido de gotas de lluvia, y el airado conductor alzó los ojos unos segundos. Fue suficiente. La mano yerta que colgaba en cabestrillo se movió con rapidez fulgurante hacia el costado derecho del conductor, con el índice y el corazón abiertos en forma de pico, y un billetero muy plano de piel marrón, visto y no visto, pasó de allí al hondo bolsillo de la gabardina del capitán, cuando añadía:

– De verdad que no tiene pérdida.

– ¿Lo ves, como sabéis hablar como Dios manda? -sonrió burlón el hombre girando la llave del contacto-. Lo que pasa es que no queréis, de mal nacidos que sois, coño.

– Que soy muy distraído, oiga -se excusó el capitán, compungido-. ¿Quién no va a querer hablar el idioma del imperio? Precisamente a mí me gustan los idiomas, el inglés, el francés…

– ¡Nos basta y sobra con uno! -no conseguía poner el motor en marcha-. Tú hablas todavía como un perro, pero ya se te quitará el acento con el tiempo.

– Con el tiempo, sí señor, eso espero -cabeceó sumiso el capitán-. Vamos haciendo lo que podemos, sí señor. Con el tiempo. No se olvide: todo recto hasta Sant Boi. No tiene pérdida.

– Oye, tienes bastante salero, abuelo. Antes de irme quiero que me hagas otro favor -miró al capitán con ojos burlones y conmiserativos-. De verdad que me has caído bien, imbécil. A ver, repite conmigo: dieciséis jueces comen hígado… ¿Cómo es eso? Dilo muy rápido.

– Es un verso patriótico de Joan Maragall.

– No lo sabía. Vamos, recítalo.

– Pierde mucho con la traducción. Se refiere a un hombre que colgaron por el cuello en la montaña de Montserrat, ya sabe, donde está la Morenita…

El hombre se impacientaba, riéndose. El motor del coche arrancó por fin.

– ¡Me lo traduces, venga, payaso!

– Sí, señor, a la orden. Dieciséis jueces comen hígado de un ahorcado. Tiene otro que también es muy bueno, el poeta Maragall: elástics blaus suats fan fástic. Está dedicado al glorioso ejército alemán.

– Tradúcelo al cristiano, mamón.

– Tirantes azules sudados fant… tásticos.

– Eres un tipo divertido, para ser catalán. Hala, que te den muy mucho por el saco, viejo chocho.

Soltó una risa asmática, soltó también el pie del freno y el coche arrancó bruscamente. Antes de verle abandonar la calle de la Legalidad y doblar la esquina, el capitán tiró de mi mano y nos escabullimos en dirección contraria. «Le hemos enviado al quinto coño», dijo.

La cartera contenía ciento cincuenta pesetas. El capitán me dio las cincuenta, prohibiéndome gastarlas en el cine y en los billares. «Te compras más papel de barba para dibujar», dijo, «y el resto para tu madre, que buena falta le hace».

Por la noche se lo conté a mi madre y ella se compadeció del capitán, me dijo que rogaría a la Virgen para que le concediera al viejo buena salud, claridad de ideas y muchos años de vida; y que no estaba bien lo que habíamos hecho. Enviar aquel pobre hombre tan lejos, qué barbaridad. Pero las pesetas bien que se las quedó.

CAPÍTULO SÉPTIMO

1

Me reconcomía el recuerdo de las luciérnagas restregadas en su piel y la mancha de carmín en sus dientes, la flor venenosa de su boca abriéndose aquel día que se hizo la muerta, y sentía crecer dentro de mí un sentimiento de vergüenza y de tristeza. Dos semanas después se presentó la ocasión de hacerme perdonar.

No serían más de cinco o seis los domingos que Forcat salió de la torre aquel verano, siempre en compañía de la señora Anita y siempre, salvo la primera vez, por la mañana; en las otras salidas iba solo y traía cosas de comer. Si era domingo solían ir juntos a la sesión matinal del cine Roxy y en varias ocasiones, entre semana, a los Baños Orientales en la playa de la Barceloneta. Volvían con una sandía y un kilo o dos de mejillones o tellerines y Forcat hacía mahonesa y luego entraba muy solemne y ceremonioso en la galería presentando a Susana una gran fuente de mejillones al vapor, y entonces Susana llamaba a los Chacón a través del jardín y comíamos todos alrededor de la cama.

Ya nunca más su madre volvió a dejarla sola en casa, Forcat no lo consentía. Me avisaban de sus salidas la víspera y me quedaba haciéndole compañía, no sin antes decírselo al capitán Blay.

Un domingo que estábamos solos, después de romper una vez más mi dibujo porque no le gustaba, Susana se arrodilló en la cama y propuso una visita de inspección al dormitorio del huésped.

– No deberías ir descalza -le dije mientras subíamos al primer piso por la escalera de caracol.

El cuarto de Forcat era estrecho y oscuro, y mostraba una limpieza y un orden escrupuloso. Él mismo se hacía la cama y fregaba el pequeño cuarto de baño, cuya puerta estaba abierta. En la mesilla de noche había un vaso de agua cubierto con un platillo de café, aspirinas, un cenicero limpio y una cajetilla de Ideales. Nunca habíamos visto a Forcat fumando en la torre, ni siquiera en el jardín, y mucho menos en la galería y delante de Susana. La vieja maleta de cartón estaba debajo de la cama.

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