Siempre que le recuerdo así, con la espalda recostada en el tronco del sauce y las manos en la nuca, dejando caer lentamente los párpados sobre los ojos, lo asocio a la tortuosa e implacable voluntad que seguramente ya le dominaba, a la fría sinrazón que ya debía regir todos sus actos; si el daño que iba a causar fue premeditado, juraría que lo fue en este plácido rincón del jardín mientras velaba el reposo de la muchacha tísica, en un soleado mediodía como éste, respirando el aroma de las flores.
Me fui Camelias abajo y vi a la señora Anita que volvía a casa por la misma acera y sosteniendo en la mano temblorosa una ramita de perejil como si fuera un delicado ramillete de flores. Venía de la torre vecina con la vista baja, agitando su corta melena rubia, y pasó a mi lado sin verme.
4
Pasó mucho tiempo, y cuando creía que ya nada referente a la torre podía importarme, supe que Susana se había curado completamente, que su madre era una pobre borracha pero que aún conservaba su empleo de taquillera en el cine Mundial y que el Denis regentaba un bar en la calle Ríos Rosas, gastaba mucho dinero y vestía como un figurín. Nadie lo sospechaba entonces y yo el que menos, pero después se sabría que sus ingresos provenían del cobro de cuotas a viejos militantes republicanos y de atracos a establecimientos comerciales.
En febrero de 1951, tres años después de mi última visita a la torre, Finito Chacón, que iba en una furgoneta de la Damm repartiendo cajas de cerveza y ya presumía de bigotito y de conocer todas las casas de putas del Barrio Chino y los bares de alterne más selectos de la ciudad, me dijo que había visto a Susana fregando vasos detrás del mostrador del bar de fulanas del Denis en Ríos Rosas; que había estado con él de lo más simpática y que vaya chavala, que estaba más buena que el pan, que tenía la piel fina como su madre y el culo más cachondo que te puedas imaginar, oye, aunque él no sabía si trabajaba allí solamente como camarera o si también «tragaba» como las demás, pero que pensaba dejarse caer por el bar un sábado por la noche con su traje nuevo y averiguarlo, porque al parecer la niña ya no dormía en casa…
– ¿Por qué me cuentas todo eso? -lo interrumpí de mala uva-. ¿Quién te ha dicho que me iba a interesar? A mí qué me importa lo que haga.
Por aquel entonces, cuando se fue definitivamente de casa para vivir con su amante, Susana tenía apenas dieciocho años, uno más que yo. A su madre se la veía yendo o viniendo de casa al cine o a la taberna, cada vez más frágil y desmejorada, a menudo bastante borracha y hablando sola, y parecía un milagro que aún conservara su empleo, el cutis tan fino y el oro de su melena rubia. Decía, a quien quisiera oírla, que Susana había ido a buscar a su padre y que pronto volverían a casa juntos. En el verano enfermó y la viuda del capitán Blay, doña Conxa, iba todos los días a la torre y la cuidaba. Y entonces, una noche que nadie supo precisar, ni siquiera doña Conxa, y de la misma silenciosa manera que había hecho mutis, reapareció Forcat y se instaló otra vez en la torre y en la vida de la señora Anita para salvarla de sus desvaríos y del alcohol. Susana llevaba más de seis meses fuera de casa.
A partir de ahora sólo dispongo de comentarios y chismes de vecindario, pero puedo afirmar que no merecen menos crédito que mi testimonio. Dos semanas después de su regreso, a Forcat le vieron apearse de un taxi frente a la verja de la torre y ayudar a bajar a Susana, que parecía no tener fuerzas y llevaba una pequeña maleta y un abrigo de pieles baratas doblado en su brazo; le vieron muy solícito cargar con la maleta y coger del brazo a la muchacha para entrar juntos en la torre. Era la mañana de un sábado del mes de julio y había mucho trajín en el Mercadillo. No podía saberse, en un principio, si Susana volvía a casa para quedarse o solamente con intención de cuidar a su madre durante unos días, pero lo que sí parecía cierto es que Forcat se encargó personalmente de ir en su busca y convencerla para que viniera; también se dijo que la iniciativa del regreso podía haberla tomado la muchacha al no soportar la mala vida que llevaba y el trato que debía darle aquel chulo: no había más que verla cuando llegó, tan consumida y avergonzada, aunque en honor a la verdad había que admitir que, incluso mirándola con malos ojos y sin olvidar que era hija de quien era, no parecía una fulana, no iba pintarrajeada ni vestía como ellas ni enseñaba nada, no se le notaba; más bien parecía haber sufrido una recaída en la tisis y salir de un hospital, amedrentada y ojerosa y con algunos moretones en la cara… En cualquier caso, el segundo día de su vuelta al hogar, a última hora de la tarde de un lunes 7 de julio, el Denis se presentó en la torre.
Mucho tiempo después de esa noche en que reapareció el Denis, cuando la bebida y la mala conciencia ya habían devastado su memoria, la señora Anita insistía machaconamente en aclarar ciertos pormenores: que no fue ella quien le abrió la puerta, que ella nunca le había recibido de buen grado en su casa porque ya sabía que era un baranda y un pistolero, aunque le daba pena verle siempre tan amargado y obsesionado, incapaz de perdonar y de olvidar a su mujer, y que desde luego jamás podía haberse imaginado el desvarío de su niña con ese depravado y tampoco la mala entraña del tío, su voluntad de perderla. El maldito cabrón podía haberse ensañado conmigo, decía, me han hecho tantas y tan gordas en esta vida que una putada más qué hubiese importado, tengo ya la piel muy dura, pero no, él sabía muy bien que esta criatura enferma era lo que más quería el Kim en este mundo… Que esa noche, ella, la señora Anita, se había acostado muy temprano y con mucha fiebre y sudaba como un pollito, así que Forcat fue quien abrió, pensando seguramente que era doña Conxa volviendo de la taberna con hielo picado; Susana acababa de ducharse y estaba en albornoz, y mientras se secaba el pelo con la toalla subió al cuarto de Forcat en busca de aspirinas, y entonces ocurrió. Que no lo percibió con los ojos, sino con el corazón: el Denis irrumpiendo furioso y llamando a gritos a la niña por todo el corredor y la galería, como un loco, y Forcat tratando de calmarle, tratando primero de razonar y luego discutiendo violentamente con él, echándole en cara su resentimiento y su odio sin fondo y su cobardía, hasta que el Denis se impuso y lo llamó farsante y parásito y lo amenazó con echarle otra vez a la calle y con matarle si se interponía entre él y Susana. Voy a llevármela, dijo, y ni Dios lo va a impedir. Que en ese momento oyó angustiada a su hija bajar las escaleras muy deprisa, y decidió levantarse y se puso la bata y salió al corredor, pero ya no pudo alcanzarla, y entonces escuchó los dos disparos que atronaron por toda la casa; llegó a la galería a tiempo de ver a Susana con la toalla liada a la cabeza y la espalda contra la pared, paralizada y con los ojos fijos en el revólver que Forcat empuñaba probablemente por vez primera en su vida, y al Denis tambaleándose mientras se dirigía a abrir la puerta para salir al jardín, donde dio tres pasos y cayó de bruces; y que entonces Forcat salió tras él y allí mismo, con un pie en el escalón más bajo, despacio y ladeando la cabeza, con una reflexiva precisión en la mano que empuñaba el revólver y en la mirada estrábica, vació el cargador sobre el cuerpo inmóvil tendido en la grava. Luego él mismo llamó a la policía, entregó el revólver y se dejó esposar, y cuando se lo llevaron miró a la niña pero no pronunció una sola palabra, no es verdad que le dijera ahora ya no tienes nada que temer, o cuídame a tu madre y pórtate bien, eso lo inventó la gente o tal vez yo misma, quién sabe si lo soñé, decía la señora Anita, estuve tan confusa y trastornada, todavía hoy esos horribles disparos me despiertan por la noche, los oiré hasta que me muera; y tampoco se despidió de mí con un beso ni dijo volveremos a vernos ni nada de eso, sabía muy bien lo que le esperaba, y además de qué le iba a servir al pobre, si aunque hubiese querido ya no podía volver a engatusarme con buenas palabras, como había hecho tantas veces… Que Forcat no apartó un solo instante su ojo desquiciado de la espalda acribillada del muerto, dijo, y que no volvió a abrir la boca, ni siquiera para responder a las preguntas de los policías o para quejarse del mal trato que le daban…