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– ¿Te gusta el cine? -me preguntó Susana mientras se entretenía ordenando sus recortes de periódicos. Y sin esperar mi respuesta añadió-: Yo hace tanto tiempo que no voy. A veces veo películas en sueños. Una noche vi la luz de un proyector en medio de una pesadilla, brotando en la oscuridad, y me desperté al darme cuenta que era uno de los proyectores de mi padre:… ¿Sabías que los proyectores Erneman de todos los cines de Barcelona y de muchas ciudades de España son de mi padre? Él los instaló.

– ¿En todos los cines? Ya será menos.

– Bueno, en casi todos. -Reflexionó un rato e insistió -: Sí, sí, en todos los cines de España, claro que sí. ¿Por qué no, si su proyector era muy bueno y el más moderno, el mejor de todos?

Tenía Susana una disposición natural a la ensoñación, a convocar lo deseable y lo hermoso y lo conveniente. Lo mismo que al extender y ordenar alrededor suyo en la cama su colección de anuncios de películas y de programas de mano que su madre le traía cada semana del cine Mundial, y en los que Susana a veces recortaba las caras y las figuras para pegarlas y emparejarlas caprichosamente en películas que no les correspondían, sólo porque a ella le habría gustado o le divertía ver juntos -había reunido a la hermosa Scherezade y a Quasimodo en Cumbres borrascosas, había dejado al tenebroso Heathcliff al borde de una piscina con Esther Williams en bañador, a Sabú volando en su alfombra mágica sobre Bagdad en compañía de Charlot y del ama de llaves de Rebeca, y a Tarzán colgado en lo alto de una torre de Notre Dame junto con Esmeralda la zíngara y la mona Chita-, igualmente suscitaba en torno suyo expectativas risueñas o augurios de tristeza mediante leves correctivos a la realidad, trastocando imágenes y recuerdos. Y entre ese revoltijo de recuerdos estaba el de su padre la última vez que vino a verla cruzando la frontera clandestinamente, hacía casi dos años, al poco de caer ella enferma.

– Llegó de madrugada, entró aquí sin encender la luz y se agachó a mi lado. Acababa de hablar con mamá y casi lloraba… No sabía que yo estaba tan enferma. Me vio tan débil que me dio un largo beso en la frente y me dijo que aún no podía llevarme con él. Bueno, si no me lo dijo directamente con palabras, me lo dio a entender… -Susana vaciló como si le fallara la memoria, luego prosiguió-: Sus labios de hielo no se apartaban de mi frente que ardía, Dani, aún los siento algunas noches cuando me pongo a pensar y a pensar sin poder dormir… Vendré a buscarte en primavera, me dijo al oído. Su cazadora de cuero olía a lluvia y creo que llevaba una boina, no pude verle muy bien. Entonces se oyó un golpe en el jardín y se agachó un poco más a mi lado, se giró con la mano en el cinturón tanteando algo y en ese momento alcancé a ver su cara angustiada, pero no los rasgos, sé que es guapo por las fotos y porque me lo ha dicho mamá… Cuando se incorporó no vi ninguna pistola en su mano, y tampoco la llevaba metida entre el cinturón y la camisa. El ruido no era nada, no era nadie, tal vez un gato en el jardín o una maceta de geranios volcada por el viento. Y volvió a besarme, cogió mi mano y estuvo a mi lado hasta que le hice creer que me dormía, porque ya me daba pena -suspiró y de nuevo estuvo un rato callada, enfurruñada, y con la lengua se humedeció el labio superior, que lo tenía seco y como hinchado-. Y luego se fue otra vez, pero me dejó escrita una cosa que decía, me lo sé de memoria, decía: dulce paloma dormida, nunca le tengas miedo a la noche porque la noche es mi cómplice y vendré a buscarte con ella… Eso decía, y me lo dejó escrito en un papel.

Me dijo que un día me enseñaría ese papel, y también algunas cartas que le escribió, pero nunca lo hizo. También le gustaba recordar que, siendo muy niña, su padre solía levantarla con un solo brazo hasta casi rozar la fúlgida lámpara del comedor, una lámpara muy antigua que un día, años después, se desplomó de pronto sin que nadie la tocara y se hizo añicos; y que ella tenía muy viva en la memoria esa escena, tenía muy presente el vigor del brazo de su padre, la tensión amorosa y la seguridad que transmitía allá en lo alto, vino a decirme, y también la cegadora luz de la araña de cristal y el vértigo del descenso y la risa de su madre. Y que todavía hoy, sobre todo en las noches que se sentía muy mal, con punzadas en el pecho y sin fuerzas para nada, iluminando súbitamente los recuerdos que guardaba de su padre, sentía a veces en la sangre esa explosión de luz cegadora que ya no estaba en casa y aquel impulso del cariño que la alzaba de nuevo por encima de la fiebre y la soledad, del espanto de los vómitos de sangre y los presagios de muerte.

CAPÍTULO TERCERO

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Crucé la calle de las Camelias con mi carpeta y mi caja de lápices Faber bajo el brazo, me entretuve un rato con los Chacón frente a la verja, como de costumbre, y cuando me disponía a entrar en el jardín, un chirrido de frenos de automóvil me hizo volver la cabeza. Era un miércoles, único día de la semana que la señora Anita no trabajaba, y justamente esa tarde a primera hora se hallaba en el jardín, más allá del sauce, tendiendo la colada con una tonadilla y dos pinzas entre los dientes.

La brusca maniobra del Balilla que echaba humo por el radiador tuvo lugar un poco más acá de la esquina Alegre de Dalt y el frenazo parecía deberse a que el conductor se había pasado de esa calle; ahora se disponía a dar marcha atrás para enfilarla correctamente. Estuvo parado apenas dos segundos y no vimos a nadie apearse del auto ni oímos el golpe de ninguna puerta, y sin embargo, después que el Balilla hubo retrocedido para corregir su despiste y volvió a ponerse en marcha para desaparecer en la esquina, allí estaba él de pie como surgido repentinamente del asfalto y sosteniendo una vieja maleta de cartón atada con una cuerda, la otra mano hundida en el bolsillo del pantalón, un hombre de mediana edad y aspecto algo desastrado pero a la vez decoroso, mandíbula prominente y mirada furtiva bajo el ala del sombrero gris. Moviendo muy lentamente la cabeza, miró a un lado y a otro de la calle y luego al jardín y la torre, antes de clavar la barbilla sobre el pecho y mirarse los pies; parado allí en medio de la calle, ni desorientado ni confuso, parecía simplemente constatar el lamentable estado de sus zapatos marrones y blancos. Sobre sus hombros un poco encogidos flotaba un amago de tensión nerviosa que me resultaba familiar.

Llegó a pasarme por la cabeza que podía ser el padre de Susana, pero inmediatamente le reconocí: Nandu Forcat. Estaba cambiado. No llevaba gafas de sol y se le veía más flaco y vulnerable que cinco meses atrás, cuando se nos apareció por primera vez parado en el umbral de su casa y al borde de la zanja erizada de peligros. Inmóvil y pensativo lo mismo que entonces, también ahora parecía, más que venir de quién sabe dónde pero de muy lejos, disponerse a partir otra vez desde el borde de otra zanja, el cuerpo vencido un poco hacia delante y recelando algo. Cambié una mirada con Finito y con su hermano, que también le habían reconocido, y mientras él se ponía en movimiento mantuve la verja medio abierta. Se acercó despacio, con la maleta en la mano y el ala del sombrero sobre los ojos, y, al alzar ligeramente la cabeza para hablarnos, su mirada estrábica me desconcertó y no supe a cuál de nosotros dirigía la pregunta:

– ¿Vive aquí la señora Anita Franch?

– Sí, señor -respondimos los tres a la vez.

Estoy seguro que ya la había visto y que preguntó porque sí, por no parecer un intruso. Terminé de abrir la verja y le vimos adentrarse en el jardín con paso muelle y decidido. La madre de Susana no le vio entrar. No sé por qué, me figuré que ambos ya se conocían, poco o mucho, aunque en ese momento aún no tenía la evidencia. Más adelante, el capitán me comentaría que, bastantes años atrás, en la época en que la criada Anita servía en casa del señorito Kim y aún no se había enamorado de él, podía haber conocido a Forcat en los bares del Paralelo y coqueteado con él. En cualquier caso, ahora Forcat la miraba tender la ropa y se dirigía hacia ella cruzando el jardín con una pausada y remota determinación, con unos andares que podían haber sido previamente soñados.

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