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Lo contaba así, desde el sedimento limoso de una memoria estancada y pugnando por desprenderse de conjeturas ajenas y propias, como si también ella estuviera poseída por emociones y prejuicios que empañaban la verdad, que no pertenecían a esa fatídica noche y tenían poco que ver con la realidad de los hechos. El puñetero destino, solía lamentarse, ha jugado con mi niña como si fuera una muñeca, tal como si fuera mismamente uno de esos capullitos del rosal enfermo de mi jardín que, sin tiempo de abrir, se agostan y se pudren. Ha sido nuestra mala estrella, la suerte perra de los pobres, la condenada tuberculosis y también las patrañas del zángano de Forcat, ese muerto de hambre, más falso que un duro sevillano; y lo peor de todo, la mala sangre de un chulo putas. ¡Señor, Señor ¿por qué tenías que engatusarla con esta quimera de su padre si después ibas a quitársela?! ¿Por qué todo este rosario interminable de anhelos y sufrimientos?, se preguntaba, ¿por qué cultiva Dios en el corazón de los hombres tantas ilusiones para luego troncharlas o dejar que se mustien?

En cierta ocasión, comentando en el mostrador del bar Viadé la curación definitiva de su hija y su reciente salida de la residencia de monjas donde había estado recluida casi un año, sufrió un desvanecimiento y cuando se hubo repuesto ayudada por el dueño y un par de clientes, con aire reflexivo y un poco alelada, como si prosiguiera otra conversación iniciada tal vez en sueños, dijo que no señor, que no era cierto lo que decían de su niña, eso de que ya estaba curada de la tuberculosis cuando sucumbió al amor vengativo y furioso del Denis, y, sin venir a cuento, añadió que tampoco era cierto que Susana se hubiese defendido de aquel degenerado con un cuchillo de cocina, sino que lo hizo con un revólver a pesar de no haber manejado ninguno en su vida, y que precisamente ella estaba tan cerca cuando ocurrió que los disparos la dejaron sorda… Eso dio pie a nuevas y disparatadas variantes del suceso, una de las cuales pretendía que los dos primeros disparos, que la señora Anita siempre dijo haber oído desde el corredor, habrían sido efectuados por su hija, y que esas dos balas habrían bastado para acabar con el Denis; y que acto seguido, Forcat le habría arrebatado a la muchacha el revólver todavía humeante para disparar las cuatro balas restantes sobre la espalda del muerto.

Me gusta ese desvarío, me gustó desde el primer día que lo escuché, y en el transcurso de los años lo he cultivado secretamente en mi corazón. Bien pensado, ¿quién sino Susana podía hacerse con el revólver de Forcat, puesto que estaba en la habitación de éste cuando llegó su amante con gritos y amenazas? No parecía normal que Forcat llevara el arma encima cuando abrió la puerta…

Pero más que una hipótesis, era un sentimiento. Porque así, rematando el cadáver caído en el jardín para exculpar a la niña, el estrábico embustero culminaba su impostura.

5

Mi madre se casó con el callista Braulio y él nos llevó a vivir a su casa, un piso grande y soleado en la plaza Lesseps que compartía con una hermana soltera. Tenía cuatro habitaciones, baño, cocina y terraza posterior en el último piso de un bloque de viviendas recién construido. Quedaba un poco lejos de Cerdeña-Camelias, pero no del taller, al que ahora iba en bicicleta, regalo de Braulio. El callista era un narizotas robusto y optimista, cariñoso con mi madre y hasta divertido, tenía un loro al que llamaba Clark Gable y le gustaba cocinar y cantaba en la ducha, y todo eso alegró la vida de mi madre; pero se consideró obligado a ejercer de padre y yo no le dejé. No podía tomarme en serio aquel hombretón con brazos de Popeye y sonrisa bondadosa, era un plasta contando sus cosas y nunca conseguí mantener con él una conversación que no fuera trivial; tenía el don de hacer que todo pareciera insustancial y tonto, yo el primero: nos poníamos a hablar y a los cinco minutos me sorprendía a mí mismo diciendo necedades. Con el tiempo, su trato llano y sincero y su balsámica influencia habían de limar mi petulancia juvenil y aprendería a quererle, pero por aquel entonces el recuerdo de mi padre volvía a obsesionarme, aunque ya no pensaba en su muerte solitaria con angustia como cuando era niño; sabía que nunca regresaría y que tampoco cabía esperar noticia alguna de su paradero, pero su cuerpo abatido en la trinchera y la copiosa nevada que lo iba cubriendo seguían allí, en el rincón que yo creía más infalible y protegido de la memoria, hasta que un día ocurrió algo y la imagen se me quedó inesperadamente desprovista de emoción, revelando su origen artificioso: ocurrió que ese día mi madre, mirándome con afectuoso recelo, me preguntó de dónde puñeta había sacado yo esa trinchera y esa gran nevada, esa idea que tenía desde muy pequeño y que ella nunca se atrevió a desmentir, porque para un niño sin recuerdos de su padre era mejor eso que nada, pero que ella jamás me habló de tal cosa ya que en su día no había conseguido averiguar ni siquiera si tu padre murió en el frente, dijo, y mucho menos en qué forma y si llovía o nevaba o hacía sol cuando ocurrió, de modo que ya ves, todo eso no son más que figuraciones tuyas… Menos mal que el tiempo lo borra todo, hijo, añadió con una sonrisa ambigua, no sé si de alivio o de tristeza.

Después del traslado de piso, mi madre siguió visitando regularmente a doña Conxa y ayudándola en lo que podía, y por ella supo que Susana estuvo un tiempo trabajando de dependienta en una floristería de la plaza Trilla y luego en una juguetería de la calle Verdi, y que ahora suplía a su madre en la taquilla del cine Mundial. Varias veces me propuse ir a verla al cine, pero pasaron meses antes de decidirme. Había creído siempre que me libraría de la mili por ser hijo de viuda, pero un año después del casamiento de mi madre fui reclutado y destinado a Xauen, al norte de Marruecos, lo cual me alegró: cuanto más lejos, mejor, cruzaría el estrecho de Gibraltar y tal vez el desierto del Sahara, conocería Sidi Ifni y las montañas del Rif, África, otro continente… Me sentía como si fuera a emprender un largo viaje al fin del mundo justo en el momento en que tenía necesidad de pegarle un buen corte de mangas a muchas cosas.

Dos días antes de partir para Algeciras fui a despedirme de Finito Chacón, que ya no trabajaba de repartidor de la Damm porque lo pillaron birlando cajas de cerveza; ahora estaba de chico para todo en un taller de reparaciones de coches en la calle Ros de Olano, no muy lejos del cine Mundial. Pero cuando llegué al taller me dijeron que ya tampoco trabajaba allí, lo habían despedido por robar unos neumáticos y un faro de motocicleta.

Ya lo sabía, me dije al salir del garaje, estaba cantado, Finito, y seguidamente pensé qué más da, olvídalo, y me esforcé en convencerme de que nada de cuanto pudiera pasarles a los Chacón tenía ya que ver conmigo ni podía afectarme, me dije qué bueno sentirme por fin descolgado del barrio y de sus pobres afanes, me lo repetía una y otra vez mientras caminaba en dirección al cine Mundial con una extraña determinación y renegando del tiempo pasado y sus espejismos, qué bien sentirme ya distante y desarraigado y qué alivio que me importen un huevo las expectativas de entonces, mis prometedoras y al cabo frustradas dotes de dibujante, aquellos delirios del capitán Blay reclamando solidaridad para una niña tísica que acabaría prostituyéndose y su cólera y su pena al no conseguir ni una veintena de firmas, qué suerte sentir que se alejaba cada vez más el recuerdo de aquellos hombres clavados en la vía pública como estacas, sentirme ajeno a la memoria de mi padre y a la tramoya gélida y sepulcral de su muerte y al aburrido callista casado con mi madre y también al destino previsiblemente marginal y delictivo que aguardaba a los hermanos Chacón. Qué chamba la mía, pensaba…

Pero fue inútil, no podía creerme ni una palabra de aquella cháchara porque no lograba sentir nada, porque eran precisamente esos sentimientos que pretendía enterrar los que me empujaban hacia un pequeño cine de barriada, porque entonces yo aún no sabía que a pesar de crecer y por mucho que uno mire hacia el futuro, uno crece siempre hacia el pasado, en busca tal vez del primer deslumbramiento. Y cierta curiosidad morbosa al pensar en Susana, al imaginarla esforzándose por borrar de su mente y de su sangre el oficio y los resabios de puta que aprendió en brazos de su chulo, preguntándome si después de un año recluida con las monjas se habría curado de eso totalmente lo mismo que se había curado de la tuberculosis o si le quedaría ya para siempre algún estigma en la mirada o en el trato con los hombres -y sobre todo, ¿sería capaz de preguntarle si de verdad llegó a empuñar aquel revólver y fue ella la que disparó primero…?-, y una tristeza indefinible que empezaba a no controlar, creciente según me iba acercando al Mundial, borraron en menos de un soplo aquellos anhelos selectivos de la memoria, tan infundados como arbitrarios.

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