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Y al entrar en el vestíbulo del cine y verla haciendo ganchillo en aquel oscuro agujero que también había cobijado a su madre, un ventanuco en medio de la pared estucada llena de raspaduras y jirones de carteles, justo unos segundos antes de tener que esforzarme en reconocerla y de empezar a desear no estar allí, volví a verla casi a pesar mío sentada en la cama y abrazada a sus rodillas alzadas y a su querido gato de felpa, escuchando con los ojos devotamente cerrados el rumor de la ciudad prometida, una niña ovillada en su costumbre de lejanías y de mentiras, soñadora y confiada en su cálido refugio de cristal, en su pequeña burbuja afortunada. La imagen se esfumó enseguida; lo que ahora tenía enfrente era una joven algo mofletuda y colorada, con gafas y de aspecto sano, el pelo recogido en una cola de caballo y los labios sin pintar. Con poco más de veintitrés años, su frente seguía siendo hermosa y su piel muy tersa, pero no quedaba ni rastro de la efusión rosada y sensual de la boca, aquella enfurruñada plenitud del labio superior y su turbadora ansiedad. Aplicada a su paciente labor de ganchillo con los ojos bajos, ni ella ni el agujero que habitaba en el desierto vestíbulo parecían tener relación alguna con el entorno, con el tráfico en la calle ni con los apresurados viandantes, y ni siquiera parecía consciente de estar allí metida, tan abstraída de todo y acaso todavía ensimismada en la difícil renuncia de lo que debía haber sucedido hace tiempo y no sucedió nunca. Cuántas veces no habré pensado en la naturaleza desvalida de sus recuerdos como si fuese un reflejo de la mía igualmente desvalida.

Lo mismo que el Kim aquella fatídica noche que se miró en las oscuras y fatigadas aguas del río Huang-p’u desde el embarcadero, sentí la ciudad a mi alrededor como un tumulto de basura y chatarra, no supe qué hacer y me puse a mirar las fotos expuestas en los paneles. Después de un rato simulando interés por unos rostros y unas figuras que parecían estar allí desde siempre y que en realidad no miraba, me encaminé hacia la taquilla. Algo que no llegaba a ser ni siquiera mi sombra, el apagado rumor de mis pasos tal vez, el aire que desplazó mi cuerpo o simplemente la costumbre de presentir una presencia delante de la taquilla, la alertó sin necesidad de verme y dejó a un lado la labor de ganchillo, cogió el taco de entradas y preguntó: «¿Cuántas?», sin alzar los ojos, y yo dije: «Una», pagué y acto seguido me sorprendí ya casi dentro del cine y prometiéndome saludarla al salir, manoteando atolondradamente la inacabable y mohosa cortina de un extremo a otro hasta conseguir abrirme paso y refugiarme en la oscuridad de la platea, encogido en una butaca de la última fila y sintiendo más pena de mí mismo que de ella.

Durante un buen rato no me enteré de qué iba en la pantalla. Lo que veía desfilar ante mis ojos una y otra vez era una sola imagen que parpadeaba congelada y silente como si se hubiese atascado en el proyector, una reflexión de la luz más ilusoria que la de una película pero grabada en el corazón con más fuerza que en la retina del ojo, y que ha de acompañarme ya para siempre: un paquebote blanco como la nieve navegando engalanado por los mares de China bajo la noche estrellada y una muchacha paseando por cubierta a la luz de la luna con un chipao de seda abierto en los costados, la brisa en los cabellos y toda ella trémula de lejanías, fascinada por el vasto mar fosforescente, por la plata reiterada en la cresta de las olas hasta el horizonte, Susana dejándose llevar en su sueño y en mi recuerdo a pesar del desencanto, las perversiones del ideal y el tiempo transcurrido, hoy como ayer, rumbo a Shanghai.

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