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– Los cortes de la falda no son así -protestó una vez más cuando le enseñé el dibujo-. Te estás inventando el vestido, niño. Esos cortes han de ser un poco redondeados en las puntas…

– De eso nada -dije-. Lo he visto en las películas y son así. Pregunta a Forcat.

Me tiró la lámina a la cabeza, empapó su pañuelo en agua de colonia y se frotó el pecho y la cara, luego cogió las cartas y empezó un solitario sobre el tablero del parchís en su regazo.

– Cuánto tarda -dijo al cabo de un rato-. Cuanto más calor hace, más alarga la siesta. ¿No crees que habría que despertarle? ¿Por qué no subes a ver?

– Un día se va a enfadar.

– Deja ya esos lápices y sube a buscarle, anda -insistió Susana-. Es tardísimo, seguro que se ha quedado frito… Por favor, Dani.

Nunca encontré cerrada la puerta de su cuarto, pero yo llamaba con los nudillos y esperaba en el umbral. A veces dormía en calzoncillos y estirado boca arriba, las manos misteriosas apaciblemente cruzadas sobre el vientre, otras veces lo encontraba ya en pie y recién duchado, enfundado en su fantástico quimono negro y calzado con las sandalias de suela de madera, deslizando lentamente un cepillo por sus cabellos planchados y mirándose complacido en la luna del armario.

– Pensábamos que se había quedado dormido…

– ¿Quién lo pensaba? -dijo-. ¿Susana o tú?

– Pues… Los dos.

– Eso está bien.

Tiró el cepillo sobre la cama, se volvió sonriendo y puso la mano grande y caliente sobre mi hombro guiándome hacia la escalera de caracol para bajarla juntos, yo por delante, y luego enfilamos el sombrío corredor en dirección a la soleada galería. Cuando entramos, Susana estaba recostada y se arreglaba las cejas con unas pinzas y el espejo de mano. En este momento el reloj del comedor dio una primera campanada y ella se incorporó en la cama como impulsada por un resorte, tiró las pinzas y el espejo y miró a su padre en la foto de la mesilla de noche. Y antes de que Forcat nos devolviera al flamígero amanecer que teñía de sangre el río Huang-p’u y el cristal de las ventanas del Bund, y encendía una pequeña rosa amarilla en el salón de Chen Jing Fang, Susana cerró los ojos y se quedó completamente inmóvil durante unos segundos frente al retrato del Kim. Mientras acababan de sonar las seis campanadas, el narrador estrábico, ya sentado en el borde del lecho, carraspeaba aclarándose la voz y meditaba sombríamente, él también, ante la rosa.

3

De pie junto al piano, el Kim coge la rosa y la mira obsesivamente, como si descifrara en sus pétalos reblandecidos por el calor y en su amarillo fuego apagado la clave del enigma. Anoche esta rosa había estado adornando una de las mesas del Yellow Sky Club, y cuando fue dejada aquí, en esta copa, seguramente él ya dormía.

Interroga a la Ayi y no saca nada en claro. Por su parte, Deng pretende igualmente no saber nada, pero no sostiene la mirada del Kim y dice tímidamente y sin convicción que tal vez fue la doncella siamesa… Bruscamente el Kim agarra al criado por las solapas.

– Deng, escúchame bien. Soy responsable de la seguridad personal de madame Chen y haré mi trabajo a pesar tuyo y de quien sea, incluso a pesar de ella. Por el bien de tu señora dime lo que sepas o te echo a los cocodrilos, chino maldito… No bromeo. Anoche madame se acostó con jaqueca y dijo que no saldría. Pero salió, ¿verdad? ¡Contesta!

Deng asiente, asustado:

– Sí. Casi una hora después que usted… Hizo una llamada telefónica, se vistió y se fue. Me hizo prometer que no se lo diría a monsieur…

– ¿A qué hora volvió?

– Muy tarde. Pasadas las cinco…

Que pudo verla llegar, dice, porque no consiguió conciliar el sueño, y que a esa hora, el temor de que pudiera ocurrirle algo malo a la señora lo sacó de la cama; que él había comprendido desde el primer día que monsieur Franch venía de Francia enviado por monsieur Lévy para proteger a madame Chen de algún peligro, y no deseaba otra cosa que ayudar, pero que anoche madame le ordenó guardar silencio sobre su salida y él tuvo que obedecer, aunque luego se arrepintió. Y que al ver lo tarde que era se alarmó y ya estaba a punto de despertar a monsieur y contarle lo ocurrido cuando, al cruzar el salón, llegó madame con una rosa en la mano y le pidió una copa con agua, puso en ella la rosa y la colocó sobre el piano; que respiró aliviado al ver a madame, y que nunca se habría perdonado a sí mismo si esta noche le hubiese ocurrido algo malo.

El Kim le hace ver a Deng la necesidad absoluta, anteponiéndola a cualquier otra consideración, de velar por la seguridad de madame Chen: todos sus movimientos, en especial aquellos que ella quiera ocultar, deben serle comunicados inmediatamente.

– No volverá a ocurrir, se lo prometo -dice el criado-. Pero por favor no le diga a madame que se lo he dicho…

– De acuerdo, Deng. Puedes retirarte.

La rosa se marchita sobre el piano y el Kim se la queda mirando unos instantes. No le gusta nada lo ocurrido y decide pasar a la acción. Pero durante tres noches seguidas, Chen Jing no sale de casa. Recibe la visita de alguna amiga y por la noche, encerrada en su habitación, sostiene largas conversaciones por teléfono con París. Durante la mañana se ocupa muy diligentemente de cuestiones domésticas con el servicio y por la tarde pasa muchas horas leyendo en la terraza.

Sabiendo que el Kim desea adquirir un par de quimonos de seda, Charlie Wong se presenta una tarde dispuesto a llevarle a la tienda de su mujer en el viejo Shanghai, cerca del teatro Great World. Chen Jing le dice que hoy tampoco piensa salir, pero aun así el Kim da instrucciones precisas a Deng: «Si la señora sale, me llamas a la tienda de madame Wong».

Soo Lin, la mujer de Wong, lo ayuda a escoger los quimonos y se los cobra feliz y sonriente y sin hacerle el menor descuento, pero le regala otro -que después el Kim me regalará a mí, es este que llevo puesto-. Al salir de la tienda Wong le sugiere al Kim, de forma discreta e indirecta, que si alguna vez se siente solo en Shanghai y desea relajarse con una pipa de opio y disfrutar de compañía femenina en un ambiente agradable, que no dude en decírselo… El Kim agradece el ofrecimiento y lo rehúsa, pero en este mismo instante, estando los dos parados en un cruce de intenso tráfico, ve a Kruger salir de un automóvil blanco descapotado y meterse en un portal sobre el que pende un gran farol de cristal y rojas guirnaldas de papel de seda. El Kim se lo hace ver a Wong:

– ¿Este caballero tan elegante no es el célebre Omar?

– Precisamente -dice Charlie Wong-acaba de entrar ahí buscando sin duda uno de esos agradables entretenimientos que acabo de sugerirle, querido amigo.

– ¿Uno de los burdeles que él regenta?

– No. Es un fumadero de opio, aunque también…

– Espere -lo interrumpe el Kim parándose otra vez en la acera-. ¿Usted y este hombre se tratan?

– Pues… ocasionalmente -sonríe Wong con picardía-. Es una excelente persona y útil en muchos sentidos.

– ¿El local es suyo?

– Creo que sí. ¿Quiere que entremos a echar un vistazo?

– Me gustaría conocer a Omar. ¿Puede usted presentarnos?

– Por supuesto -dice Wong.

El fumadero de opio es una especie de colmena alumbrada con velas de colores en la que todo, divanes y biombos laqueados, pipas y bandejas con servicios de té, sirvientes moviéndose con sigilo y fumadores recostados, parece flotar en medio de una atmósfera turbia y perfumada que acaricia las sienes y los párpados como los dedos cálidos y sabios de una mujer. Un chino viejo les recibe ofreciéndoles acomodo y una pipa, pero Wong le dice que antes desean hablar con el señor Omar y que luego tal vez les apetezca un té… Mientras, el Kim se adelanta. Algunos clientes, echados sobre arpilleras de costado o con las manos en la nuca, gozan de un sueño profundo, otros toman té o tazas de vino caliente.

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